Bienaventurados nosotros
Parece
ser que el Mahatma Gandhi consideraba el Sermón del Monte del evangelio de Mateo
como la página más iluminadora de la literatura mundial. Una página que ha
inspirado a muchas personas, en la historia, y que, con razón, es considerada como
la Carta Constitucional del Reino de Dios. Un discurso que Jesús pronuncia a la
orilla del lago de Tiberiades, al norte de Palestina, en Galilea, no lejos de
la casa familiar de en Nazaret y de Cafarnaúm. Un discurso en el que Mateo
trata de sintetizar gran parte de la doctrina del nazareno, proponiéndolo como
un nuevo Moisés que desde la montaña (en realidad una pequeña colina) entrega
las “nuevas” tablas de la Ley. Un discurso que comienza con las Bienaventuranzas
que acabamos de escuchar, un texto bastante repetido, pero desgraciadamente,
poco conocido - incluso por los cristianos - y aún menos entendido.
Son
ocho afirmaciones que son como latigazos, ocho afirmaciones que, si las tomáramos
en serio, pondrían del revés nuestras perspectivas y descabalgarían nuestras pocas
certezas. ¡Tal vez por eso las tenemos prácticamente ignoradas!
Bienaventurados los desgraciados
Jesús
indica apodícticamente en qué consiste la felicidad, el sentido de la vida y la
plena realización. ¡Por fin, ya era hora!, podíamos decir.
Pero
una primera lectura nos deja descolocados con lo que allí señala Mateo. Jesús parece
que exalta la pobreza, el llanto, la resignación y la persecución.
¿Cómo
es posible? ¿Confirma Jesús la terrible impresión que dan muchos cristianos de
ser almas dolientes, tristes y lloronas? ¿Valora Jesús la idea de que la vida es
una concatenación de desgracias y que el cristianismo algo doloroso y crucificante?
¿Volvemos al cliché del cristianismo como una religión que exalta el
sufrimiento como instrumento de expiación?
No,
en absoluto, estad tranquilos. Lo que de verdad Jesús propone es una auténtica
revolución interior. Nos describe, más que cualquier otra página del Evangelio,
cuál es la profunda identidad del cristiano.
Bienaventurados
- Bienaventurados
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Es decir, bienaventurados los que son conscientes de
su pobreza interior, del límite que llevan impreso en el corazón y que, por
tanto, buscan el sentido de la vida y lo buscan en otro lugar, más allá de la
rutina cotidiana. Y también bienaventurados los que viven con un corazón sencillo,
esencial, transparente. Bienaventurados porque, aunque no se den cuenta, están
dejando que Dios reine en ellos.
- Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que, incluso estando en pleno sufrimiento, saben volver la mirada más allá del horizonte, hacia el Dios que hace compañía, que “con-suela”, que está con quien está solo. Bienaventurado el que sabe que la vida está insertada en un gran proyecto y que, aunque alguna vicisitud individual humana puede ser envilecedora y podemos ser derrotados, sin embargo, el gran proyecto de Dios avanza sin detenerse. Bienaventurado quien descubre que la vida es preciosa a los ojos de Dios y que ninguna persona, jamás, está sola y abandonada, porque “cada cabello de nuestra cabeza está contado” (Mt 10, 30) y “nuestras lágrimas recogidas” (Sal 56, 9) porque el Dios de Jesús protege a “los gorriones que se venden por dos céntimos” (Lc 12, 6). El sufrimiento, por tanto, no es la palabra definitiva de la vida.
- Bienaventurados
los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que no ceden a la violencia que
llevan en sí mismos, los que ven el lado positivo de las personas, los que
creen en la redención humana. Aunque en apariencia venzan los malvados, la
historia verdadera, la de Dios, pasa por las personas que han imitado la compasiva
mansedumbre de Jesús, el Señor.
- Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán serán
saciados. Bienaventurados los que no se rinden a la injusticia, los que
saben comprometerse con causas justas y nobles, los que son auténticos y
sinceros, los que asumen el peso de sus opciones y de sus errores. Bienaventurados
los que no ceden a la seducción de los apaños, de la astucia malévola y del perfil
rastrero.
- Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los
que, como Dios, se fijan en la miseria con la mirada del corazón, los que no se
juzgan a sí mismos ni a los demás sin piedad, los que piden responsabilidad y
coherencia, pero sin hacer de la justicia un ídolo. Esos, juzgando con verdad y
compasión a los demás, encontrarán verdad y compasión para ellos mismos.
- Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán Dios. Bienaventurados los que tienen una mirada
transparente, los que no son ambiguos, los que no tienen malicia, los que no
ven siempre y únicamente lo negativo, que no pasan el tiempo subrayando las
sombras de los demás para suavizar las propias. Su limpieza de corazón se
convierte en la transparencia necesaria para poder acceder a Dios.
- Bienaventurados
los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados
los que apuestan por la paz, los que son pacifistas porque estando ellos mismos
pacificados, no hacen de la raza, de su país o de su religión una ideología
idólatra. Bienaventurados los que no sólo hablan de paz, sino que construyen la
paz día a día con sus propias acciones.
- Bienaventurados
los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los
cielos. Bienaventurados vosotros
cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que
de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros. Bienaventurados
los que asumen sus propias responsabilidades, los que no descargan las cargas sobre
los otros, los que tienen el ánimo de responder de sus opciones, y también de
sus errores, hasta el final. Bienaventurados los discípulos que no reniegan de su
fe por miedo.
Aquí estamos
Esta
lógica convence. Jesús fue el primero que la vivió. Jesús murió por vivir hasta
el final las bienaventuranzas. Jesús fue el primero que mostró coherentemente,
que es posible vivirlas, sustentado por el Espíritu según la lógica de Dios. Y sólo
Dios sabe cuántos discípulos hay que intentan vivir las bienaventuranzas a
cualquier precio, en estos tiempos hechos de insultos y de arrogancia, de
minimalismo ético y de liviandad moral.
Y
ahora, si queremos, nos toca a nosotros realizar, día a día, un trozo de bienaventuranza
cada vez, para ir cambiando nuestro corazón, para convertirnos a nosotros
mismos y al mundo en el Reino de Dios.
Nosotros
que somos pobres, que no paramos de llorar, mansos y sedientos de justicia,
misericordiosos, transparentes y pacíficos, dispuestos a llevar las últimas
consecuencias de nuestras opciones de fe.
El
desafío está lanzado. Una de dos, o Jesús es un loco sin esperanza, o verdaderamente
tiene razón. Entonces, hermanos, merece la pena arriesgarse y seguirlo. Que él
nos dé su fuerza.
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