Los
comienzos de la predicación de Jesús están unidos con un acontecimiento
dramático: la detención de Juan Bautista. Jesús vuelve sobre sus pasos, pero
decide no volver ya a Nazaret, la pequeña aldea que lo ha visto crecer. Jesús
ha cambiado, el bautismo le ha dado mayor conciencia de su misión.
Se
traslada a Cafarnaúm, la pequeña ciudad del mar de Tiberiades, situada en el
confín de dos regiones. Era una ciudad importante, con guarnición romana, con
sinagoga, con recaudadores de impuestos. Una ciudad que se va a convertir en el
corazón del apostolado del Señor en Galilea.
No
siempre los acontecimientos negativos son tal como parecen. A veces los
momentos difíciles nos abren perspectivas que nunca nos habríamos imaginado,
tanto en la historia de la Iglesia, como en la historia personal de cada uno de
nosotros.
Dios
escribe recto con reglones torcidos. Jesús, forzado a volver a Galilea, tendrá
la oportunidad de iniciar su predicación desde los confines, desde las
periferias, desde los últimos, desde los perdedores. Desde los territorios de
Zabulón y Neftalí, las dos primeras tribus de Israel que, muchos siglos antes,
cayeron bajo la dominación asiria.
Galilea de los gentiles
En
el año 733 A. de C. estas dos tribus de Zabulón y Neftalí fueron brutalmente
agregadas al imperio asirio. Abandonadas a su suerte, conocieron a lo largo de
los siglos diversas vicisitudes, pero una cosa fue constante a lo largo del
tiempo: Galilea se convirtió en el lugar de la promiscuidad, del mestizaje, de
la fe mezclada y aproximativa... del más o menos... o del “todo vale”. Los
galileos eran mirados con desprecio por los puros e impecables de Jerusalén;
nada bueno podía venir de aquellas ciudades contaminadas y paganas.
De
aquellos territorios, en tiempo de Jesús, salió el movimiento extremista de los
zelotas; hasta el punto que “galileo” era sinónimo de “terrorista.” Pues bien, exactamente desde
aquel lugar es desde donde Jesús emprende su predicación.
Dios
siempre es así, prefiere a los díscolos frente a los buenos chicos, invita a
los primeros de la clase a salir fuera y ensuciarse las manos; obliga a quien
lo sigue a marchar hacia las inseguras fronteras de la historia, a las
periferias, antes que encerrarse en los recintos seguros de las falsas certezas
de la fe.
Dios
es así, quiere el riesgo, quiere ensuciarse las manos, sale a anunciar el Reino
allí donde nadie lo espera... ni lo desea.
En
esto es en lo que puede y debe convertirse la comunidad cristiana, en ser capaz
de salir de las iglesias para devolver a Dios al pueblo, para compartir con él
el camino de salvación.
En
esto podemos y debemos convertirnos nosotros, a imitación del Maestro de
Nazaret, nosotros que vivimos en la ciudad, en lugares en los que el cristianismo
ha quedado reducido a unos leves trazos culturales; nosotros que vivimos entre
personas que creen creer, que viven lejanas de Dios, incluso deseando conocer
su sentido, sin saberlo.
Así nos encontramos muchas veces nosotros, como los galileos, un poco mestizos, bastardos, frágiles, porque somos hijos de este tiempo: discípulos de Cristo, sí, pero más en el deseo que en la coherencia de nuestra vida.
Convertíos
A
ellos y a nosotros, Jesús nos dirige hoy su Palabra ardiente.
“Convertíos que el Reino
de Dios está cerca.”
Sí,
así lo escribe Mateo en el evangelio que hemos escuchado: es el Reino el que se
acerca, es Dios quien toma la iniciativa, el primer paso siempre es suyo. A
nosotros se nos pide únicamente acogerlo, reorientar la mirada, calentar el
corazón (eso es convertirse). Dios no empieza con alguna reprimenda moral, con
algún sensato discurso orientado a suscitar un arrepentimiento y un cambio de
conducta. Él, en primer lugar, se ofrece, se entrega, y se arriesga.
Dice: “Estoy muy cerca de ti, ¿no te das cuenta?”
Darse
cuenta significa dejar todo, dejar de lado tantos asuntos, tantas
preocupaciones, tantas cosas…, para recobrar lo esencial como hicieron Pedro y
Andrés, que al fin se convierten en pescadores de hombres.
El Reino es la conciencia de la presencia entusiasmante y sonriente de Dios. El Reino está allí dónde Dios reina, donde él es el centro.
Y
la Iglesia, comunidad de llamados y de discípulos del Señor, pertenece al
Reino, pero ella no es el Reino de Dios ni lo agota en sí misma.
Estamos
llamados a decir a los habitantes de Zabulón y de Neftalí, a los marginales y
de las periferias, y también a nosotros mismos, que “Dios está cerca”. No
tienes ningún mérito en que eso ocurra: porque es una iniciativa libre de Dios.
Tú y yo, simplemente hemos de ensanchar el corazón para poder acogerlo
gozosamente.
Relajaos,
por tanto, los que tal vez prestáis un difícil servicio eclesial con jóvenes,
parejas o ancianos; tranquilos, los amigos que os la jugáis en la acción
social, allí donde el ser humano es menos persona y donde el dolor impera,
porque el Reino está cerca.
¡No
tenemos que salvar el mundo, pues ya está salvado! Lo que pasa es que el mundo
no lo sabe... y, por eso, vive en la desesperación.
A
nosotros nos toca hacer presente este Reino de Dios en nuestro mundo, a
nosotros nos toca vivir como salvados, convertirnos cada uno de nosotros en el
“hombre-anuncio” del Reino, hacer publicidad del Reino, vivir con la luz de la
fe en medio de las tinieblas que envuelven a los Neftalí y Zabulón de nuestros
días.
Pescadores de humanidad y de unidad
Dios
necesita de nosotros para anunciar que el Reino está cerca, allí dondequiera
que estemos.
Somos
llamados a hacer la experiencia de la hermandad (¡la palabra “hermano” se
repite cuatro veces en tres versículos!); podemos dejar, o no, las redes que
nos retienen (miedos, asuntos, lógica mundana), para llegar a ser pescadores de
hombres y de humanidad. Somos llamados sacar fuera de nosotros mismos, y de los
otros, toda la humanidad que Dios ha sembrado en nuestros corazones.
Esta
semana estamos celebrado el octavario por la unión de los cristianos. Los
cristianos no somos gente aparte de la sociedad, no somos mejores, ni
diferentes: simplemente hemos dejado salir del corazón el aspecto más auténtico
del ser humano. Y cada persona es llamada a hacer esta experiencia de comunión
y auténtica humanidad.
La
llamada a la conversión para que el mundo crea, pasa hoy por un elemento
fundamental de nuestra aportación personal a la vida de la Iglesia: el trabajo
esforzado y constante por la unidad. Acogemos la advertencia de Pablo a la
comunidad de Corinto: «Os ruego hermanos,
en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos.
Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir» (2ª lectura). El
anuncio del Evangelio a nuestra sociedad multicultural y plurirreligiosa
-nuestra Galilea de los gentiles- tiene necesidad de este signo de unidad, hoy
más nunca. Hemos de revisarnos. La llamada a la conversión y al seguimiento de
Jesús solo es creíble desde el testimonio de la unidad. La oración sacerdotal
de Jesús así lo expresa: «Padre, que sean
uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (cf. Jn 17, 21).
Hacer visible la cercanía de Dios desde la unidad y el amor: este ha de ser
nuestro objetivo para llevarlo a término, no precisamente con la sabiduría de
las palabras, sino con el testimonio de una vida entregada a la causa del
Reino, como Jesús.
Entendamos
entonces la enérgica protesta de Pablo, que amonesta a sus comunidades para que
no se vuelvan como los ultras del estadio: yo soy de éste, yo soy de aquel...
Cada experiencia cristiana (iglesia, movimiento, parroquia, espiritualidad), es
un instrumento que no agota el Reino en sí misma, el Reino de Dios siempre va
más allá.
¡Dejemos
pues las redes que nos retienen, los prejuicios y los miedos que nos tienen
maniatados, las incomprensiones que nos impiden ser y contar en el Reino de
Dios! Todavía nos queda mucho bueno por hacer. ¡Que el Señor nos ayude!
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