"Éste es el el Cordero de Dios..." |
Hoy
tenemos un baile de “juanes” en el Evangelio: por una parte, el evangelista narrador
y, por otra, el bautista, que cuenta su descubrimiento en el Jordán. Allí
descubre que Jesús, el hijo de José, el de Nazaret, es el Hijo de Dios. El
esperado. El inaudito.
No
somos cristianos para que nuestra devoción nos haga fervorosas cosquillas. Somos
cristianos porque creemos que un carpintero de Nazaret es la presencia misma
del Altísimo. Jesús no es simplemente una buena persona o un profeta
incomprendido, es el sello de Dios, su rostro ostensible y manifiesto.
Pero
los dos Juanes se atreven aún más. Juan evangelista nos dice que el Bautista ve
venir a Jesús hacia él. Dios toma siempre la iniciativa, es él siempre el que
se aparece.
Y,
además, afirma que Jesús es el cordero de Dios.
Cordero
El
cordero, un animal al que se le mata sin un quejido. El cordero, parecido al
macho cabrío que el día de Kippur, o de la Expiación, era cargado con todos los
pecados del pueblo y luego dejado libre en el desierto.
Juan
ya ve, en aquel hombre que se le acerca, la determinación y la mansedumbre; la
fuerza y la resignación. Y ante ello, Juan, la voz que grita en el desierto, se
queda sin palabras.
Pero
el Bautista se equivocó. El Mesías no venía para arrojar la paja en el fuego
inextinguible, no hubo ninguna hacha lista para derribar ningún árbol. El
Mesías, aquel Mesías, zaparía y abonaría el árbol, a la espera de un improbable
cambio.
El
asombro del Bautista es el nuestro, su reflexión es la nuestra: ¡nuestro Dios
es siempre así de inesperado, siempre tan diferente de cómo lo imaginamos, que
nos deja sin palabras!
Espíritu
El asombro crece y se extiende. Ahora Juan Bautista está seguro de lo que, mirando, ha visto: el Espíritu baja con abundancia sobre Jesús y lo habita. Los gestos que Jesús hace están llenos de interioridad, densos de espiritualidad, transparentan sobre sus vestidos la profundidad que lo habita.
No
es la apariencia sino la esencia lo que asombra al Bautista. Jesús está ya repleto
de Espíritu, aun antes de que pronuncie una sola palabra.
Mejor
aún: Jesús es el único capaz de dar espíritu en abundancia. Solo su Espíritu
nos puede conducir a recuperar nuestra verdadera identidad, abandonando caminos
que nos desvían una y otra vez del Evangelio. Solo ese Espíritu nos puede dar
luz y fuerza para emprender la renovación que necesita hoy la Iglesia.
Hijo
Juan
proclama que Jesús es el hijo de Dios.
No
un gran hombre, no un profeta, ni siquiera una persona con ternura y compasión;
él es ante todo la presencia misma de Dios. No hay componendas acerca de esto.
Los sofismas y los sutiles razonamientos no valen de nada: la comunidad
primitiva cree que Jesús de Nazaret, poderoso en palabras y obras, no sólo está
inspirado por Dios, sino que habla con las palabras mismas de Dios porque en él
habita la presencia misma del Verbo de Dios.
Dios
es accesible, visible, claro, manifiesto, evidente; Dios se cuenta, se explica,
se dice, se revela… en Jesús de Nazaret.
No lo conocía
Juan
admite que no lo conocía. El más grande entre los profetas, el coherente, el
intransigente, el “nazireo” ofrecido a Dios desde su infancia, el asceta, el
precursor, el místico, afirma cándidamente no haber conocido todavía al Señor,
no haber entendido hasta el fondo el alcance inmenso de su venida. También
nosotros podemos ser discípulos del Señor desde hace años, haberlo conocido y
rezado, meditado y estudiado, haber recorrido las sendas de los peregrinos
hasta el agotamiento, sin haber todavía conocido la plenitud de Dios.
Por
nuestros medios no llegaremos nunca definitivamente a la plenitud. Es el Señor
quien nos la concede: “De su plenitud
todos hemos recibido gracia tras gracia” (Jn 1, 16).
Testigos
Todo
esto es lo que cree la comunidad de Juan, el evangelista.
Así
es como Isaías sueña la comunidad de Israel, una comunidad no cerrada en sí
misma y absorta en protegerse, sino abierta al anuncio del verdadero rostro de
Dios a todas las naciones extranjeras.
Así
es como Pablo desea que los cristianos de Corinto, ciudad delirante y violenta,
sean santos. También nosotros, santificados por Cristo, estamos llamados a dar
testimonio del Hijo de Dios.
Llamados
a creer y proclamar que Dios viene al encuentro de cada persona; que perdona y
salva; que se hace cargo de cada una de nuestras oscuridades; que no ignora el
pecado, sino que lo asume; que paga las deudas que hemos contraído con la vida;
que no apaga la llama vacilante y que está dispuesto a llevar sobre sí todo
dolor, toda violencia, toda locura.
Llamados
a creer y proclamar que sólo retomando la espiritualidad, reponiendo en el
centro del anuncio el don del Espíritu, podemos reconocer el paso de Dios por
nuestra vida.
Llamados
a creer y anunciar que nosotros proclamamos que Jesús, hombre extraordinario y
nuestro maestro, es la presencia misma de Dios; de un Dios que se quiere dar a
conocer, de un Dios al que convertir nuestro corazón habitado por tantas visiones
pequeñitas y demoníacas de la divinidad.
Llamados
también a admitir lo que no sabemos de Él, porque es una luz velada, un
misterio luminoso.
El
mundo no necesita cansadas comunidades de cristianos sosos y aburridos, que se
reducen a solucionar con dificultad las “obligaciones y cumplimientos”
institucionales, sino grupos de discípulos llenos de la luz del Señor, testigos
creíbles como lo fueron Juan el Bautista y su discípulo Juan el evangelista.
Que
respondamos al Señor al estilo de estos discípulos.
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