El miedo
llamó a la puerta de nuestra vida. La fe fue a abrir… y no había nadie. Y cuanta fe hace falta en este comienzo de año para permanecer firmes
en lo esencial, para no dejarse arrollar por la locura colectiva de un mundo
occidental insatisfecho, en decadencia y con la guerra a las puertas.
Nunca como en
estos tiempos estamos llamados a ponernos en camino, a seguir el deseo de
plenitud que nos habita, el ansia de felicidad que nos atormenta. El deseo mueve
el corazón humano.
Hoy es la
fiesta del deseo que no se rinde, la fiesta en la que son protagonistas los
buscadores que dedican su tiempo a descubrir nuevas teorías y a verificarlas.
Hoy es la fiesta de lo esencial del ser humano que, en el fondo, desnudo de
cualquier condicionamiento, se redescubre sencillamente como un buscador.
Esta fiesta
es una invitación a superar nuestras certezas, para asumir la mirada de Dios,
que no nos juzga por los resultados que obtengamos, por la devoción que
practiquemos, por la coherencia que ejercitemos, o por el deseo de superación
que podamos tener. La Palabra hecha carne en la Navidad insiste y exagera en el
amor, nos descoloca, nos desconcierta, nos ilumina e interroga, pero no nos
juzga.
A pesar del
estrago que hemos hecho de la Navidad, reduciéndola a una feroz hiperglucemia
de buenos sentimientos, el misterio de la infinita pequeñez de Dios, que se
encoge en el regazo fértil de una chica adolescente, nos llena de un
maravilloso asombro que todavía hace brotar cálidas lágrimas de auténtica
consolación en los corazones heridos.
Dios es
diferente, amigos.
Una virgen
pare, un joven sencillo y generoso renuncia a sus sueños para cuidar de una
esposa y de un hijo que no es suyo, Dios nace transeúnte, acogido en una gruta,
y sólo unos personajes sin perfil como los pastores, se dan cuenta de su
nacimiento; sólo dos ancianos devotos y desmoralizados, Simeón y Ana, reconocen
en el Templo la luz de las naciones y, en la fiesta de hoy, son los paganos o
los que tienen una fe diferente los primeros en reconocer en aquel niño el
absoluto de Dios.
Magos
Como dice el
dicho: los Reyes Magos ni eran magos ni eran reyes. Los Magos,
más bien tenían que ver con el mundo persa, iraní, y con la fe de Zoroastro.
También ellos esperaban un salvador, también ellos experimentaban la división
entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, también ellos, como
tantos otros en la antigüedad, unían los acontecimientos astrales a los
acontecimientos históricos.
Y deseaban entender qué tenía que ver una señal en el cielo con sus vecinos los judíos, más conocidos en Oriente desde el tiempo del rey Ciro, cuando fueron protegidos benévolamente por él en Babilonia.
Aquellos Magos se ponen en camino para buscar al rey en la corte de Herodes
porque el acontecimiento astral que han descubierto indica que Palestina es el
lugar de un feliz nacimiento. Su presencia
provoca un sobresalto en todo Jerusalén. Los Magos han visto brillar una
estrella nueva que les hace pensar que ya ha nacido «el rey de los judíos» y vienen a «adorarlo». Este rey no es el emperador Augusto. Tampoco Herodes,
el rey fantoche. ¿Dónde está entonces? Ésta es su pregunta y Herodes se «sobresalta». La noticia no le produce
alegría alguna. Él es quien ha sido designado por Roma «rey de los judíos»: ¿a qué viene un impostor? Hay que acabar con
el recién nacido: ¿dónde está ese extraño rival?
Los Magos,
perplejos, retoman su camino, siguen adelante y encuentran al Niño en Belén.
La Navidad
continúa poniendo todo patas arriba: Jesús es reconocido por los paganos que
buscan la verdad con tenacidad y es ignorado por los creyentes del pueblo de la
Promesa. Éste es el riesgo que corremos también en nuestras comunidades
cristianas: ver que los no creyentes encuentran a Dios, mientras que nosotros
estamos tan acostumbrados y confortables en la fe que ya no tenemos ánimos de
buscar nada.
Curiosos
Los Magos son
la imagen de la persona que busca, que indaga, que se mueve y que sigue la
señal de la estrella.
La ciencia y
la fe no se oponen, sino que ambas indagan el sentido en su búsqueda
intelectual. Los Magos se encuentran frente al absoluto de Dios, y se quedan tan
desconcertados porque no se lo esperaban.
Ellos no
hacen como Herodes y los sacerdotes del Templo que, incluso sabiéndolo y esperándolo,
según decían las Escrituras, se quedan inmóviles en su sitio.
Para
reconocer a Jesús hay que moverse, indagar, dejarse provocar, buscar. Es cierto
que Dios se deja encontrar, pero sólo por quién lo desea y lo busca, y no por
quién lo ignora o pasa de él.
La fe no sólo
es “saber” sino “moverse” “cambiar de posición”. Los Magos no conocen las Escrituras Sagradas de Israel, en cambio los
«sumos sacerdotes y letrados» sí, y saben que el Mesías ha de nacer en Belén,
conforme a la profecía de Miqueas, pero no se interesan por el recién nacido ni
se ponen en marcha para adorarlo. Jerusalén y Belén distan pocos
kilómetros, pero nadie en los palacios del poder religioso y político se toma
la molestia de ir a averiguar lo que está pasando: una pequeña distancia se
convierte en un abismo interior.
Los Magos son
la imagen de todas las personas que, empujadas por el deseo y la sed de la
verdad, han acabado por encontrar un “signo” de la presencia de Dios: un
testimonio, un acontecimiento, la palabra de un cristiano… y, siguiendo esa
señal, han llegado a descubrir el rostro de Dios.
Nosotros
podemos igualmente convertirnos en la estrella, en una señal para otros que
conduce a Dios, como otros han sido para nosotros la señal luminosa que nos ha
llevado hasta los umbrales del misterio de Dios.
Oro, incienso y mirra
Los Magos
ponen en cuestión sus propias teorías y vuelven a buscar la estrella que los
conduce a Belén. Ellos que son buscadores, ahora van a ser los que son
encontrados por el Señor.
Confían en la
señal de la estrella y llegan frente a una joven y asombrada pareja que cuida a
su primogénito. Ofrecen al bebé regalos muy poco habituales pero llenos de
autenticidad y de estupor: el oro porque reconocen al niño como rey; el
incienso porque reconocen en el niño la presencia de Dios; y ¿la mirra?
¡Qué regalo de pésimo gusto! ¡Es el ungüento usado para embalsamar los
cadáveres!: y es que los Magos reconocen en Jesús la humanidad hasta sus
últimas consecuencias.
Este niño
vive desde el principio la contradicción de la muerte, del rechazo, de la
entrega total de sí. Para algunos este niño no suscita ternura sino desconcierto
y rabia. ¡Tan diferente es Dios de la idea que nos hemos hecho de Él, que nos
da rabia! Como le ocurre a Herodes: este niño suscita violencia; un Dios así
hay que eliminarlo. Esto es lo que
encontrará Jesús a lo largo de su vida: hostilidad y rechazo en los
representantes del poder político; indiferencia y resistencia en los dirigentes
religiosos. Sólo quienes buscan el reino de Dios y su justicia sabrán acogerlo
de verdad.
En su aparente ingenuidad, este relato nos plantea preguntas decisivas:
¿ante quién nos arrodillamos nosotros?, ¿cómo se llama el «dios» que adoramos
en el fondo de nuestro ser? Nos decimos cristianos, pero ¿vivimos adorando al
Niño de Belén?, ¿ponemos a sus pies nuestras riquezas y nuestro bienestar?,
¿estamos dispuestos a escuchar su llamada a entrar en el reino de Dios y su
justicia?
El cuarto rey
Cuenta una
leyenda que hubo un cuarto rey –Artabán- que no llegó y que llevaba como regalo
la paz. Jesús niño, al parecer, quedó muy decepcionado por esta ausencia. Desde
entonces el regalo de la paz es lo que Dios desea de las personas con mayor
fuerza. Parece que el cuarto rey se detuvo a lo largo del camino, parándose con
personas necesitadas, enfermas, llevando la paz, y por eso no llegó. Quizás
también vosotros os encontrasteis con él en algún momento de vuestra vida.
Quizás, tal vez, seáis vosotros ese cuarto rey repartiendo la paz que tanto
necesitamos.
Hermanos,
aquí estamos al final del tiempo de Navidad, el más breve e incomprendido de
los tiempos litúrgicos. Un breve recorrido interior que nos ha hecho descubrir
y ver la maravilla de un Dios que se entrega y que nos ha hecho renacer.
Alegrémonos por ello.
Invito a
todos, como hicieron los pastores, a volver a la vida de cada día con alegría,
contando todo lo que visteis y oísteis en estos días. El encuentro con Dios no
mejorará vuestra situación, pero vuestro corazón ahora cantará, porque habéis
visto sollozar a Dios en Belén.
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