En
este domingo del Bautismo de Jesús cerramos el ciclo litúrgico de la Navidad. Ambas
fiestas, la de Reyes y la del Bautismo, nos hablan de la manifestación de
Cristo Jesús al mundo. La de los Reyes es la manifestación universal a la gente
y a todos los pueblos de la tierra. La fiesta del Bautismo concierne más a la
manifestación pública de la misión de Jesús y también a la nuestra como
bautizados en Cristo.
Bien-amados
El
principio de la misión cristiana está enraizado en la conciencia de ser amados
por Dios. “Éste es mi hijo bien-amado, en
el que me complazco”, así describe Mateo la teofanía que revela la misión y
la verdadera identidad de Jesús. La
traducción más literal “bien-amado” que subyace al término griego original es
preferible a la de “predilecto”, que se encuentra en algunas versiones. Jesús
es ante todo “bien-querido” y en él Dios se “complace”. El Padre está contento
y orgulloso de su propio hijo.
En
Cristo, como dice san Pablo, también nosotros somos hijos, también nosotros nos
convertimos en coherederos, también nosotros somos bien-amados y en cada uno de
nosotros el Padre se complace. Iniciamos el año civil y acabamos el tiempo
navideño con esta desconcertante verdad: Dios me quiere, y me quiere bien.
¿No
es quizás ésta la última pieza del maravilloso mosaico que nos ha acompañado
las tres semanas de Navidad? Pensamos en un Dios sobre las nubes y lo
encontramos en Belén; nos esperamos un Dios abstracto y conceptual, y aquí lo
tenemos hecho un ser humano; esperamos en un Dios al que tenemos para pedir
cosas, y he aquí a un niño que nos pide porque lo necesita todo de nosotros;
nos esperamos un Dios que sea acogido triunfalmente por la autoridad
constituida y por los sabios del lugar, y en cambio los que lo reconocen son
los habitantes de la periferia de la vida; nos esperamos un Dios evidente y
patente, y en cambio viene un niño tímido que nos pide que tengamos las ganas
de encontrarlo, como los magos han sabido hacerlo. Y al final, hoy, se nos presenta
la conversión más grande: me espero un Dios rector, severo pero benévolo, al
que tengo que demostrar que soy bueno, y en cambio me encuentro con un Dios que,
ante todo y sobre todo, me quiere sin ningún prejuicio, tal como soy.
Meritocracia
Frente
a este amor gratuito y sin condiciones de Dios, todos nosotros, en cambio, hemos
sido educados en merecer ser amados, en cumplir aquello que nos hace merecedores
del cariño ajeno; ya desde pequeños
somos educados en ser buenos alumnos, buenos hijos, buenos novios, buenos esposos,
buenos padres, buenos religiosos y buenos curas... porque el mundo premia a las
personas que logran sus metas, que son capaces de todo, y así dentro de
nosotros se va introduciendo la idea de que Dios me quiere, cierto, pero con una
serie de condiciones.
Y así, pasamos toda nuestra vida limosneando una alabanza, un piropo, un reconocimiento. Más aún, si una persona me contradice o me acusa, reacciono mal, pero en el fondo pienso que quizá tenga razón, y me digo: “tienes que rendirte a la evidencia, tú no vales tanto”.
La
reacción espontánea es entonces de defensa y agresividad, o de excesiva
superficialidad, pasando la vida siguiendo la imagen que los otros tienen de mí,
o que me devuelven. En cambio, Dios me dice que yo soy bien-amado, desde el
principio, antes de que haga nada bueno o malo: Dios no me quiere porque yo sea
bueno, sino que es él quien queriéndome me hace bueno. Dios se complace conmigo
porque ve ya en mí la obra maestra que soy, la obra de arte que puedo llegar a
ser, la dignidad con la que él me ha revestido.
Entonces,
pero sólo entonces, podré mirar el recorrido que he de hacer para convertirme en
esa obra de arte, las fatigas que me frenan, las fragilidades que tengo que
superar. El cristianismo es simplemente eso: experimentar que Dios me quiere
por lo que soy y me desvela en profundidad lo que soy: alguien bien-amado. Es
difícil querer “bien”. El amor es grandioso y ambiguo, puede construir y
destruir, no se trata de adorar a alguien, sino de quererlo “bien”, hacerlo
autónomo, adulto, auténtico, consciente. Es lo que Dios hace con nosotros.
Todo
esto lo sabemos por Jesús y su Bautismo. Jesús no es un hombre vacío ni disperso
interiormente. No recorre aquellas aldeas de Galilea de un modo arbitrario ni
movido por raros intereses. Los evangelios nos dejan claro desde el principio
que Jesús vive y actúa movido por “el Espíritu de Dios”. No quiere ser confundido
con cualquier “maestro” de la Ley, preocupado sólo de introducir más orden en
el comportamiento de Israel. No quiere que ser identificado con un falso profeta,
dispuesto a buscar un equilibrio entre la religión del templo y el poder de
Roma. El evangelista Mateo quiere, además, que nadie equipare a Jesús con el Bautista.
Qué nadie lo vea cómo un simple discípulo o colaborador de aquel gran profeta
del desierto. No. Jesús es “el Hijo querido” de Dios. Sobre él “desciende” el
Espíritu de Dios. Solamente él puede “bautizar” con Espíritu Santo y con fuego.
Según toda la tradición bíblica, el Espíritu
de Dios es el aliento de Dios que crea, envuelve y sustenta la vida entera. La
fuerza que Dios posee para renovar y transformar a los vivientes. La energía
amorosa de Dios que busca siempre lo mejor para sus hijos e hijas. Por eso, Jesús
se siente enviado, no a condenar, destruir o maldecir, sino a curar, a construir
y a bendecir; es decir a querer tal como él es bien-querido por el Padre. El
Espíritu de Dios lo conduce a potenciar y mejorar la vida. Lleno de aquel
Espíritu bueno de Dios, se dedica a liberar a todos de los espíritus malignos,
que no hacen más que perjudicar, esclavizar y deshumanizar a las personas.
Las primeras generaciones cristianas tuvieron
muy claro lo que fue Jesús. Así resumieron el recuerdo incisivo que dejó en sus
seguidores: “Ungido por Dios con el Espíritu Santo, pasó la vida haciendo el
bien y curando a todo quien estaba oprimido por el diablo, porque Dios estaba con
él”.
El bautismo, signo del buen amor
Así
hace Dios con cada uno de nosotros. El día de nuestro Bautismo, día tan lejano de
nuestra sensibilidad, fue puesta en nuestro corazón la semilla de la presencia
de Dios. No un ritual mágico, sino una semilla para cultivar, para cuidarla, porque,
si se la descuida, es tan frágil que podría desaparecer.
Es
dentro del corazón donde encuentro a Dios. Todo lo que en la vida me lleva al interior
(arte, música, silencio, naturaleza), me acerca a Dios. Todo lo que es externo (caos,
apariencia, superficialidad), me aleja de Él.
Con
el Bautismo hemos entrado a formar parte de la Iglesia, aquella que es el sueño
de Dios, no el “cacao” que cada uno tiene en la cabeza. La Iglesia de los santos
y los mártires, la Iglesia que camina, canta y espera, no aquella grotesca de
mis juicios superficiales.
Con
el Bautismo estoy salvado, redimido, se me ha quitado el pecado original, es
decir, la fragilidad en el amor: como a Cristo Jesús se me ha hecho capaz de
dar la vida por los hermanos. Pasamos la vida luchando por lograr metas, por
llegar a ser algo bueno.... pero nunca podremos ser algo más grande que ser
hijos de Dios… ¡y ya lo somos!
Hoy es la fiesta de lo que está escondido en nosotros y que debe ser redescubierto; es la fiesta de la conversión a lo que ya somos. Podemos preguntarnos a lo largo de la semana que comienza: ¿Qué “espíritu” nos anima hoy a los seguidores de Jesús? ¿Cuál es la “pasión” que mueve a la Iglesia? ¿Cuál es la “mística” que hace vivir y actuar a nuestras comunidades? ¿Qué estamos poniendo en el mundo? Si el Espíritu de Jesús está en nosotros, viviremos “curando” a tantos oprimidos, deprimidos y ahogados por el mal. Que así sea con la ayuda de Dios..
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