Primera
Lectura: Eclo 24, 1-2.8-12
Salmo
Responsorial: Salmo 147
Segunda
Lectura: Ef 1,3-6.15-18
Evangelio:
Jn 1, 1-18
Durante el tiempo de
Navidad, en tres semanas escasas, nos encontramos celebrando una fiesta dos
veces por semana. Para los pobres curas, incluyendo las vísperas, cuatro veces
por semana. Es para perderse, si lo complicamos con las justas y necesarias
vacaciones que hace quien puede.
El segundo domingo de
Navidad parece ser una de las celebraciones más flojas del año. Se llega con
las pilas descargadas y el colesterol alto.
¡Un poco de dieta también
vendría bien a la liturgia!
Está bien la Navidad, no
está mal el domingo de la Sagrada Familia, y vale el Año Nuevo, con la
Maternidad de María... ¡Pero volver a misa por cuarta vez en doce días, para
algunos, pone a prueba la fe!
Y la liturgia muestra
también este cansancio. ¿Qué más queda todavía por decir?
Pues todavía queda apuntar
más alto, volar en alta cota, como ocurre hoy.
Venimos a la eucaristía y
nos encontramos con el prólogo de Juan, la meditación del libro del
Eclesiástico y el himno de la Carta a los Efesios, de Pablo. Teología en estado
puro, emociones fuertes, con sólo que supiéramos tenerlas, leyendo la Palabra.
Cambio de
perspectiva
Juan escribe su prólogo al
final del evangelio, como si fuera un resumen de toda su predicación. Y ahí
encontramos una frase de fuerte impacto, que es para aprender de memoria, y que
yo creo que dice claramente lo que es el misterio de la Navidad. Y no la farsa
de Navidad que hemos llegado a hacer de ella, al menos en nuestro mundo
occidental, opulento y descreído.
Juan dice así: “la luz
brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron”.
Claro, fuerte, inmediato,
desolador.
No hay mucho que celebrar
en Navidad, como no sea convertirse y arrepentirse. La humanidad no ha mostrado
una gran acogida a la primera venida de Dios. Hay poco que celebrar, casi como
si se hilvanara con retraso una fiesta. La Navidad es un drama: Dios llega y el
hombre no está. “Vino a su casa y los suyos no le recibieron”. Pocos se dan
cuenta y menos aún lo acogen: María y su querido José, los pastores, los magos,
Simeón y Ana la profetisa. Fin de la lista.
Por eso, los hermanos
orientales se atreven a decir lo que nosotros, púdicamente, omitimos: el
rechazo y la muerte. En los iconos de la Natividad, ellos acomodan al Niño
Jesús fajado en una tumba. Desde el principio este niño ya es un misterio de
contradicción, ya es el crucificado. San Ignacio también señala esta unión
entre Belén y el Gólgota en la contemplación del Nacimiento, en sus Ejercicios
Espirituales: “Mirar y considerar… para
que el Señor sea nacido en suma pobreza y, al cabo de tantos trabajos de
hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz”.
¿No os dice algo que los magos le lleven como regalo la mirra, un perfume que
se usaba para embalsamar los cadáveres...? Menos dulzuras y blandenguerías,
menos saltos de alegría delante del Niño, más compromiso, más reflexión.
Por ejemplo, hemos escuchado
en el evangelio: “A Dios nadie lo ha
visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado
a conocer”. Los teólogos hablan mucho de Dios, pero ninguno lo ha visto.
Los dirigentes religiosos y los predicadores hablamos de él con seguridad, pero
ninguno de nosotros ha visto su rostro. Solo Jesús, el Hijo único del Padre,
nos ha contado cómo es Dios, cómo nos quiere y cómo busca construir un mundo
más humano para todos.
Estas afirmaciones están en
el trasfondo del programa renovador del Papa Francisco. Por eso busca una
Iglesia enraizada en el Evangelio de Jesús, sin enredarnos en doctrinas o
costumbres “no directamente ligadas al
núcleo del Evangelio”. Si no lo hacemos así, “no será el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos
doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas”.
La actitud del Papa es
clara. Solo en Jesús se nos ha revelado la misericordia de Dios. Por eso, hemos
de volver a la fuerza transformadora del primer anuncio evangélico, sin eclipsar
la Buena Noticia de Jesús.
Por eso el Papa, nos invita
a “recuperar la frescura original del
Evangelio” como lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y, al mismo
tiempo, lo más necesario, sin encerrar a Jesús “en nuestros esquemas aburridos”.
Victorias
Algunas versiones del texto
del prólogo del Evangelio de Juan resaltan un matiz: La luz brilla en las
tinieblas y las tinieblas no la han vencido.
En esta traducción se
subraya no tanto el rechazo de las tinieblas cuanto la obstinación y la fuerza
de la luz.
Dios insiste, Dios no se da
por vencido, Dios exagera, alza el tiro, ofrece una solución, se da una vez más
aún y para siempre. Precioso.
Yo, si fuera Dios, ya me
habría aburrido de una parte de la humanidad, creedme. Y en cambio Dios
insiste, Dios no cede, Dios vence.
Amiga que estás en las
tinieblas de la depresión: las tinieblas no vencen.
Amigo cura arrollado por la
fatiga del apostolado y de la soledad: las tinieblas no vencen.
Hermanos que tratáis de
llevar un mínimo de lógica evangélica a vuestras empresas, incluso pasando para
tontos: las tinieblas no vencen.
Misioneros y cooperantes;
discípulos del Señor que lleváis la lógica de la paz y de la dignidad humana a
los olvidados vertederos del mundo: las tinieblas no vencen.
Filiación
A quien acoge la luz, Dios
le da el poder de convertirse en hijo de Dios, escribe el místico Juan.
Deciros a vosotros mismos:
Yo soy hijo de Dios; no tengo interés en ser otra cosa. Ni premio Nobel ni gran
estrella. Ya soy todo lo que podría desear.
Sólo que, tantas veces,
corro detrás de mil sueños y de mil quimeras con tal de recibir parabienes y
aprobación de los demás. Pero ya soy hijo de Dios. Sólo que no lo sé. O no lo
vivo.
Navidad, amigos, es la toma
de conciencia de mi filiación, de mi dignidad, del hecho de que Dios se
manifiesta y de que eso es espléndido.
Esto es todo. Fin. Se
cierra el círculo. Al principio del Adviento decíamos: no estamos aquí para
simular que Jesús va a nacer. Jesús ya ha nacido, ha desvelado el rostro de
Dios, ha muerto y resucitado, ha salvado el mundo y a cada persona concreta.
Esto el mundo no lo sabe. Y
hemos de anunciarlo. Jesús ha nacido en nosotros, -ahora– ha renacido en la fe
si lo recibimos como la luz de nuestras tinieblas.
Pura teología que me cambia
la vida.
No nos podemos permitir en
estos momentos vivir la fe sin impulsar en nuestras comunidades cristianas la
conversión a Jesucristo y a su Evangelio, a la que nos llama el Papa. Porque en
Jesús, que es la Palabra de Dios hecha carne, hay Vida, y la vida es la luz de
la humanidad. Que así sea.
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