Ni una sola coma…
Si
no dejamos que la página de las bienaventuranzas nos ilumine, dé sabor a nuestra
vida y nos haga convertirnos en una ciudad sobre el monte, para ser vista ¿para
qué sirve llamarnos cristianos?
Todavía
una semana más, Jesús nos insiste sobre su revolución interior. Él no es un
anarquista que va aboliendo las normas, ni un bonachón que diga que todo da
igual, como quisieran algunos que confunden el amor con sus propios apetitos y quieren
que Dios se doblegue a sus deseos.
Jesús
no quiere tirar por la ventana la Torá,
la ley de Moisés, sino reconducirla a su origen y sentido, ponerla en el corazón.
Porque, lo sabemos bien, el riesgo de toda fe, de cualquier religión, es
sentarse, adaptarse, y bajar el listón. Es exactamente lo que estamos viviendo
en estos tiempos en los que el Señor nos pide que demos fruto. La fe cristiana no
puede proceder por costumbre, por tradición, por muy buena y santa que ésta
sea. En un mundo que se desarrolla de prisa, la fe corre el riesgo de aparecer
como atada al pasado, a una sensibilidad nostálgica y tranquilizadora que
genera el tradicionalismo, pero no el discipulado del Señor.
La
palabra Torá ha sido incorrectamente
traducida como “ley”, cuando en realidad se deriva de la raíz iaráh, que describe el vuelo de la
flecha. La Torá, por lo tanto, ha
sido dada por Dios como una indicación, una flecha en el camino, para la
felicidad del ser humano.
Y así
la norma se convierte en el vestido del amor, en una forma del compromiso, en
una estructura que sustenta y hace creíble la emoción y el sentimiento.
Jesús,
con las bienaventuranzas, vino a completar aquella indicación que era la Ley.
Por eso nos señala que ¡ay! de quien se permita cambiar sólo una coma de
aquellas indicaciones, ¡ay! de quien infrinja un solo renglón del discurso de
la montaña, aunque sea mínimo, porque significa que Dios puede llegar a no
tenerle en cuenta.
Recuerdo
Jesús,
para no ser malentendido, afronta seis cuestiones, seis interpretaciones de la
Ley que, desde su punto de vista, habían sido ampliamente traicionadas. Cuatro de
ellas nos las presenta el evangelio de hoy; las otras dos, el próximo domingo.
Acusado
de no querer respetar las prescripciones, Jesús rechaza las acusaciones de sus adversarios
releyendo la Escritura y llevándola a sus orígenes. Toma las leyes hechas por
los hombres para intentar ingenuamente proteger la Ley de Dios, y las va talando
hasta ponerlas en su justo lugar.
Ese
repetido y tajante “pero yo os digo”,
era – y sigue siendo - una locura y algo inconcebible. Jesús, el carpintero que
llegó a ser profeta, al pronunciar esas palabras, nos está diciendo que su autoridad
es capaz de poner en tela de juicio lo que nadie jamás habría osado contradecir.
La violencia y el perdón
El primer tema afrontado de manera ejemplar es el tan difícil de la violencia y del homicidio, ya condenado por la Torá que preveía la pena capital (Ex 20,13; 21,12). Jesús amplía la idea del homicidio ampliándolo a la maledicencia y al juicio de los demás. El perdón a los hermanos está ligado a la tradición judía del kippur, que dice que Dios perdona los pecados cometidos contra él, pero que sólo el hermano perdona los pecados cometidos contra el hermano.
No
se trata tanto de establecer la gravedad de un hecho, de una acción, sino más
bien en caer en la cuenta de su intención, del porqué de las cosas. Puedo vivir
cultivando el odio sin jamás, aparentemente, cometer un gesto censurable, igual
que puedo usar la lengua como un arma afilada y, sin embargo, matar con ella.
Entonces,
¿cómo hemos de comportarnos?, ¿callando? Hay situaciones que piden una palabra
de verdad, que es la del Señor que hace
llover sobre justos y culpables. Pero siempre será una palabra sobre el
gesto, sobre el acto que se comete, pero no sobre la persona. ¡Es tan triste
ver a cristianos que maldicen y juzgan a los otros!
Así
que juzgar sí, pero siempre con la lógica del evangelio, de la misericordia y
de la compasión.
La
prohibición de matar no se limita a la acción física sino también y, sobre todo, a la de la voluntad: puedo matar
con el pensamiento, con las palabras o con el juicio… ¡y sin usar un arma!
Luego,
está el perdón cristiano, que es superior al culto. Para los rabinos no se
podía interrumpir el shemá, la
oración más sagrada para un judío, aunque una culebra estuviera subiéndote por
la pierna. Jesús, en cambio, pide que interrumpamos la oración y la ofrenda en
el templo e intentemos reconciliarnos con el hermano que tiene algo contra
nosotros.
No
hacerlo, no ponerse de acuerdo, o no intentar una reconciliación, significa
correr el riesgo de presentarse ante el juez, en este caso Dios, sin ser
escuchados ni tenidos en cuenta.
Adúlteros
Los
fariseos y los rabinos interpretaban la Ley con desventaja para las mujeres, sometidas
primero a la acción del padre, y a la del marido después, y además autorizando
el divorcio machista. Jesús niega esta posibilidad, aclarando que ese modo de proceder
traiciona la voluntad de Dios.
Jesús,
en cambio, afirma que es posible que una pareja sea fiel y feliz. Qué no es
algo ilusorio, una locura, o algo imposible, sino que es el deseo de Dios. Esto
supone una idea de la pareja muy particular, la concepción bíblica, en cuyo
interior también es releída la sexualidad, con nuevas perspectivas.
Una
pareja que ha descubierto lo que es compartir la misma alma, el ser don el uno
para el otro, sencillamente, no necesita el adulterio. No siente la necesidad
de repudiarse, sino que siente una fuerte tensión hacia su pareja, incluso
erótica.
Es
verdad que uno aprecia la belleza de otra mujer, de otro hombre, pero son
apreciaciones estéticas: en la base está el respeto a la persona en su
conjunto, no reduciéndola a una parte de ella. Desde esta perspectiva, una
sexualidad que no tienda a un proyecto conjunto e integral no es honesta.
Jesús
vuela alto: propone una nueva relación del hombre y la mujer que ya no tenga
necesidad de vías de escape.
Autenticidad
El
juramento era una práctica común a todos los pueblos, la Biblia lo atribuye
tanto a los hombres como a Dios (Gen 22,16; Dt 1,8; Sal 132,11-12.). Es un tipo
de acto social y sagrado, a la vez; la última garantía de verdad que el hombre
puede ofrecer a sus semejantes.
La
Torá sólo censuraba el perjurio, los
incumplimientos, la falsedad. Jesús, en cambio, desaprueba cualquier juramento,
en contraposición a los abusos que él vio, pues era habitual intercalar
juramentos de todo tipo entre los judíos de su tiempo.
El
abuso del juramento es señal de desconfianza, de falta de sinceridad. Desacredita
tanto a la palabra como a Dios; la prohibición de Jesús es una llamada a la
verdad, a la caridad, que se ve destruida por la duda y por una desconfianza
recíproca. Fuera de la sinceridad sólo está la mentira que, como nos recuerda
San Juan, tiene por padre al Maligno (Jn 8, 44).
El
discípulo de Jesús está llamado a ser sincero, a ser, ante todo, auténtico
consigo mismo. La primera mentira que hemos de evitar es con nosotros mismos,
siendo trasparentes y honestos. Cuando encontramos a Dios y nos reflejamos en
él, ya no tenemos necesidad de aparecer diferentes de cómo somos, de hacernos
los mejores, de aparentar. Cuando nos acercamos a Dios nos descubrimos a nosotros
mismos tal como somos, incluidas nuestras sombras, pero releídas a la luz de su
Palabra. Dicho esto, aunque estamos llamados a ser siempre sinceros, sin jurar,
no está dicho que estemos llamados a decir siempre todo a todos.
Porque
hay personas atrevidas, cínicas y curiosas, de las que hay que defenderse:
Jesús nos dice que no hay que echar las
perlas a los cerdos… Junto al concepto de autenticidad y de verdad, hemos
de tener en nosotros el de la discreción y el pudor.
Buscar
la autenticidad en nosotros mismos, ciertamente, no es fácil. A ello nos ayuda
el contrastarnos con la Palabra de Dios, la dirección espiritual, el consejo de
algún amigo apreciado. Para conseguirlo necesitamos mucha humildad, es decir
sentido de la realidad y de lo concreto, y el acompañamiento de los santos que
nos han precedido.
Y
todo esto es posible porque Jesús fue el primero que lo vivió con coherencia.
Ahora nos toca a nosotros seguirlo.
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