En estos días inquietos en que España
entera se muestra cicatera y peleona en la política, confusa y frágil en la
convivencia, la Palabra de Dios nos cuestiona a todos.
¡Cuánta necesidad tenemos de una Palabra
que sacuda tantas palabras vacías!
La liturgia nos habla de un Dios que
nos invita a trabajar con él, a construir juntos un mundo diferente y nuevo,
dónde la diversidad sea un regalo y el compartir se convierta en el reflejo de
la experiencia de quién, perdonado y apaciguado, se alegre de poder darse, de poder
entregarse.
El Dios de Jesús devuelve su dignidad
al obrero de la última hora, aprecia la autenticidad de quien dice NO para poder
entender las razones de un posible SI. Durante dos domingos la viña ha sido para
nosotros la que nos ha revelado la misericordia y de la previsión de Dios.
En el evangelio de hoy, sin embargo,
la viña es protagonista de la parábola oscura e irritante del fracaso de Dios.
La viña infructuosa
Con la excesiva lluvia, o con la
sequía cuando debería haber llovido, muchos agricultores están con el ceño
fruncido. O, tal vez, el granizo ha golpeado duramente la cosecha. Algunos
viticultores han perdido la cosecha, otros, en cambio, han salvado la vendimia.
Es la preocupación de quienes,
después de trabajar durante meses, pueden perder las ganancias de un año en un
cuarto de hora.
En Jerusalén, los que frecuentaban el
templo, los devotos, escuchaban la predicación de aquel “rabbí” de Galilea.
Conocen bien el canto de la viña, del profeta Isaías: lo saben de memoria.
¡Cuántas veces lo habrían comentado en las sinagogas! El canto de amor
apasionado del viñador, Dios, por su viña, Israel. El canto de quien espera
mucho, del que con mucho trabajo saca de la tierra su propio salario y que, en
cambio, no recoge más que uvas agrias y salvajes.
Imagen fuerte y poderosa la de la
viña. Imagen del esfuerzo que Dios, el dueño de la viña, hace para ayudar la
humanidad a florecer, a madurar y a llevar fruto.
¡Pero cuántas veces Israel no ha dado
el rendimiento esperado! ¡Cuántas veces los profetas han visto cómo se rechazaba
su invitación a la conversión! ¡Cuántas veces el mundo ignora la presencia de
Dios y se encuentra en la boca con el gusto amargo del fracaso!
Los devotos conocen bien el cántico de
la viña. Pero no entienden que Jesús, retomándolo y ampliándolo, está hablando
de sí mismo… Y de ellos.
Viñadores homicidas
El mundo es la espléndida viña que
Dios nos confía. Dios es el dueño. Ni el mundo, ni la vida, ni nada es de
nuestra propiedad. Todo es un don gratuito y nadie nos debe nada. Sin embargo,
también nosotros como los viñadores homicidas, vivimos como si todo nos
perteneciera. ¡Dios no nos debe nada, faltaría más! Dios nos lo da todo.
El Señor sigue mandándonos a sus
siervos, los profetas, pero ¿quién los escucha?
El hombre, cegado por la codicia y la locura, el egoísmo y la autosuficiencia, se olvida de que él es únicamente un jardinero de la creación.
Y, así, llegamos al meollo de la
parábola: el dueño manda al hijo y los viñadores lo matan.
Jesús, mientras narra la parábola,
baja preocupado la mirada al ver firmado su propio destino en la dureza de
quienes lo están escuchando.
Él
ha hablado de un padre, ha enseñado el perdón y la reconciliación; ha demolido
la insoportable jaula que los devotos habían construido en torno a Dios para
mantenerlo dentro sin que molestase. Ha sonreído y compartido, ha curado y
esperado, ha rogado y llorado con los que sufrían. Nos ha desvelado el
verdadero rostro del Padre. El verdadero rostro humano, que es el mismo Jesús; la
imagen del Padre y de la perfección humana en una sola persona.
Pero no valió para nada. La
humanidad no entendió – ni entiende - nada. La misión ha fracasado. Por medio
de los viñadores no va a llegar ningún fruto, sino sólo la locura de quien mata
a Dios creyendo que así puede ocupar su puesto. ¿Queda algo por hacer?
Venganza
El auditorio se excita y chilla: ¡Muerte!
¡Venganza! ¡Sangre! ¡Hay que matar a los viñadores!
Ya… ¡Qué ingenuos! No se dan cuenta
de que Jesús está hablando precisamente de ellos. Y también de nosotros. Una
lectura honesta del texto evangélico de hoy nos obliga a hacernos graves
preguntas: ¿Estamos produciendo hoy en nuestro tiempo “los frutos” que Dios
espera de su pueblo?: justicia para los excluidos, solidaridad y fraternidad
entre los pueblos, compasión hacia el que sufre, perdón y misericordia para
todos...?
Dios no tiene por qué bendecir un
cristianismo estéril del que no recibe los frutos que espera. No tiene por qué
identificarse con nuestra mediocridad, nuestras incoherencias, desviaciones y
poca fidelidad. Si no respondemos a sus expectativas, Dios seguirá buscando y abriendo
nuevos caminos a su proyecto de salvación con otra gente que produzca frutos de
justicia.
Nosotros hablamos de “crisis
religiosa”, “descristianización”, “irrelevancia social de la fe”, “abandono de
la práctica religiosa…” ¿No estará Dios preparando el camino que haga posible
el nacimiento de una Iglesia más fiel al proyecto del reino de Dios? ¿No será necesaria
esta crisis para que nazca una Iglesia menos poderosa pero más evangélica,
menos numerosa pero más entregada a hacer un mundo más humano? ¿No vendrán
nuevas generaciones que sean más fieles a Dios?
Precisamente se está celebrando este
mes de octubre la Asamblea del Sínodo de los Obispos, buscando todos juntos, desde
la sinodalidad, hacer avanzar a la Iglesia por los caminos de la fidelidad al
Evangelio, poniendo
a Dios en el centro de nuestra mirada para llegar a ser una Iglesia que vea a
la humanidad con ojos de misericordia. Y una vez más hay serias dificultades con
la oposición de muchos viñadores.
Verdaderamente, no tiene sentido que
el dueño de la viña padezca la matanza de su propio hijo. Pero el Señor sólo suspira
y mira con tristeza a los que piden venganza. No, él no hará eso. No tomará ninguna
venganza, no habrá ni sangre ni muerte, a no ser la suya propia.
Quizás los viñadores, viendo la
medida inconmensurable del amor del dueño de la viña, viendo su obstinada
voluntad de salvación, entenderán y cambiarán. Quizás…
¿Y nosotros? ¿Cambiaremos? ¿O
seguiremos poniéndonos soberbiamente en el puesto de Dios? Que Él cambie
nuestro corazón.
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