Jesús
va subiendo hacia Jerusalén, con el rostro endurecido, decidido a dar
testimonio del amor del Padre, cueste lo que cueste. Los apóstoles no saben que
el Maestro ya está intuyendo los derroteros que va tomando su misión y que esta
sensación, en lugar de derribarlo, no hace más que motivarlo y empujarlo a la
entrega total de sí.
En
el camino se encuentran con diez leprosos que gritan a distancia. La lepra es una enfermedad terrible y
desoladora, que pudre el cuerpo, el espíritu y las relaciones humanas.
De
los diez uno era extranjero y hostil, un samaritano; pero la enfermedad y el
dolor igualan a todas las personas, sin distinciones de raza o religión o
etnia. El sufrimiento es y permanece como la experiencia más común del vagar
humano.
Los
leprosos iban gritando su dolor, su abandono, su lento e inexorable pudrimiento.
Éste es el cuadro que nos pinta el Evangelio de hoy.
Jesús
no los cura inmediatamente, sino que les dice que vayan a los sacerdotes para
ser curados, como estaba prescrito en la ley. Es que, a veces, Jesús nos cura a
plazos, nos pide ponernos en camino, salir de nosotros mismos, para luego ver los
resultados desde una nueva perspectiva. A veces Jesús, tan simpático él, nos pide
que vayamos a un cura para ser curados.
Normas
Era
algo que quedaba como una herencia del antiguo Israel, cuando los sacerdotes
también hacían el oficio de médico, que era el único que podía certificar la
curación y la reintegración social de un leproso.
Esta
solicitud, por parte de Jesús, indica su profundo respeto por el pasado de Israel;
él no ha venido a cambiar una jota o una tilde de la ley, sino a darle
cumplimiento, a perfeccionarla, a reconducir el proyecto de Dios a sus orígenes.
Tampoco
la curación es instantánea, exige un camino, un fiarse; Dios no quiere milagros
espectaculares, sino que siempre pide conciencia, camino, confianza y mediación.
Los
diez leprosos se marchan y, mientras van de camino, se dan cuenta de que ya están
curados.
También
a nosotros nos puede pasar que somos curados por la calle, en el camino
cotidiano, cuando dejamos de poner condiciones a Dios y a nosotros mismos.
Asombrados,
inquietos y trastornados, los leprosos curados cumplen la petición de Jesús y
van al sacerdote. Excepto uno, el samaritano, aquél que no tiene templo, que no
tiene sacerdotes, aquél que no tiene ninguna religión oficial.
Por
eso, el samaritano no sabe adónde ir y vuelve sobre sus pasos. Vuelve al verdadero Templo, que es Jesús.
La lepra de la ingratitud
Uno
solo vuelve a dar las gracias, lleno de fe. Jesús, desalentado, constata que fueron
diez los sanados, pero sólo uno ha sido salvado.
Una
vez curados, vuelven las diferencias: es el misterio de la fragilidad humana. Nueve
van al templo y el samaritano, de nuevo solo, sin un templo en donde ser
acogido, corre al Templo de la gloria de Dios que es Jesús.
El
samaritano regresa alabando a Dios dando grandes voces, no puede callar, grita
su alegría, porque su soledad y su marginación por fin han terminado. ¿Y los
otros? pregunta Jesús.
Nada, desaparecidos. Curar a las personas de su ingratitud es mucho más difícil que curarlas de sus enfermedades.
La
gratitud, la fiesta, el estupor, son actitudes connaturales al ser humano que, sin
embargo, se manifiestan demasiado poco a menudo en nuestras vidas. Somos todos
muy lamentosos, siempre listos a subrayar lo negativo que pesa como una roca en
nuestras balanzas.
Damos
todo por supuesto: es normal existir, vivir, respirar, querer; es normal y
debido alimentarse, lavarse, habitar una casa, trabajar... Nuestra mirada, tan acostumbrada
a las cosas que damos por descontadas y debidas, ya no sabe abrirse a la
gratitud.
Qué
bonito sería ver más sonrisas en los labios de los cristianos, más alabanza en
su oración, más gratitud en los gestos de aquellos que, una vez curados de sus
soledades interiores y de la lepra que es el pecado, son salvados y hechos hijos
de Dios.
Así
que, queridos hermanos, estemos atentos a nuestra ingratitud para evitarla.
Curaciones
Pero
¡ojo! Ser curados no significa ser salvados.
Los
nueve leprosos ingratos son el perfecto icono de un cristianismo muy extendido,
que acude a Dios como a un potente curandero al que invocar en los momentos de
dificultad. ¡Qué triste imagen de Dios dan los que acuden a Dios sólo cuando tienen
necesidad, y lo dejan bien alejado de sus opciones diarias, de su familia, de
sus ambientes, salvo para enfadarse con Él y ponerlo en juego cuando algo va
mal en sus proyectos!
Los
nueve fueron curados: consiguieron lo que pedían, pero no fueron salvados. Encerrados
en su parcial y distorsionada visión de Dios, curados de la lepra sobre la
piel, no ven la lepra que tienen en su corazón.
El
Dios al que invocan es el “Dios de los remedios imposibles”, no el que habita
en el Templo de la gloria; es el Poderoso al que hay que sobornar y convencer,
no el Dios que, en la curación, da testimonio de que ya ha llegado el tiempo
mesiánico.
¡Qué
triste idea de Dios tienen estos leprosos! Una visión de la fe supersticiosa y
mágica, que acusa a Dios de nuestras enfermedades, que pone a Dios en el
banquillo, acusándolo del sufrimiento que padecen.
La
enfermedad y la muerte recuerdan a nuestro mundo contemporáneo, perdido en un delirio
de omnipotencia, que somos criaturas frágiles, que, como los árboles y los
pájaros del cielo, vivimos nuestra vida como un soplo, que nuestro cuerpo es
mortal.
Los
castaños y las hayas, los jilgueros y pardales, cuando llega el otoño, aceptan serenamente
su condición, sabiendo que forman parte de un inmenso diseño de amor y que la
muerte no es una condición definitiva. El hombre, en cambio, rechaza su
condición, como señal de su inmensa dignidad.
La
enfermedad puede volverse entonces, paradójicamente, la puerta por la que
entramos en nuestro rico mundo interior.
Ante
el sufrimiento como los dos ladrones junto a la cruz, podemos blasfemar de Dios
acusándolo de indiferencia; o darnos cuenta de que el Señor está muriendo junto
a nosotros. Se trata de caer en la
desesperación, o de caer rendidos a los pies de la cruz.
¿Basta con la salud?
Ciertamente,
la salud es un bien precioso, y debe ser conservada, con un estilo de vida
saludable y armonioso, recordándonos que la paz del corazón de quien encuentra a
Dios y descubre su propio proyecto de vida, también aporta un bienestar
psicofísico profundo. Pero no es verdad que nos baste con la salud, necesitamos
además la felicidad.
Jesús
nos dice que la salud no lo es todo, que además de la salud está la salvación.
Y la felicidad consiste en abrir el corazón a la gratitud a un Dios que nos
cura de toda soledad y de todo dolor en lo más profundo. ¡Un Dios que nos salva!
Hermanos,
rompamos los límites de nuestra ingratitud y alabemos a Dios con alegría
desbordante por la salvación que nos ofrece cada día. Que así sea.
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