Nuestro
pequeño dios
“Despacio,
Padre, - dirá alguien - que yo conozco a Dios y lo sirvo desde niño, yo soy
cristiano viejo”. Está bien, muy bien, pero lo que el Señor pide a los
discípulos, para no caer en una ensoñación, es confrontarse constantemente con
la Palabra. No con cualquier palabra, sino con la Palabra, la única, la de Dios.
Todos
tenemos una idea de Dios para creer en Él o rechazarlo. Tenemos una idea espontánea,
natural, inconsciente de Dios, una especie de religiosidad innata grabada como
una impronta en el ser humano. Pero eso no es suficiente.
Muchas
veces, la idea que tenemos de Dios es aproximada y, muchas veces, no demasiado
agradable que se diga. Dios existe, por supuesto, faltaría más, y además es
poderoso, pero también incomprensible en sus discutibles decisiones. Venga, amigos,
seamos sinceros: ¿no habéis pensado más de una vez frente a la estupidez humana
que nos rodea, que vosotros habríais gobernado el mundo mucho mejor; que Dios,
al menos, debería detener las guerras; que esa madre de familia devorada por el
cáncer es un gran despropósito divino; que las catástrofes naturales son un
despiste de un dios distraído que no controla las fuerzas de la naturaleza?
Esta
idea falsa de Dios tiene que ser iluminada por la revelación de Jesucristo.
Jesús y el Padre son uno; Jesús no es sólo un hombre con una inmensa
sensibilidad espiritual, no. Creemos, yo creo firmemente, que es la misma
presencia de Dios.
El Dios de Lucas
De entre los cuatro evangelistas, Lucas
es el que más tuvo que dar este salto hacia la divinidad de Jesús y la
misericordia divina. Él, un griego de Antioquía, estaba acostumbrado a una
religiosidad vinculada a unos dioses y hombres caprichosos como nosotros en
todas las cosas. ¡Qué sobresalto debió haber sentido en su corazón al escuchar
a aquel tipo de Tarso, hablar de Dios de un modo absolutamente innovador! Dios,
decía Pablo, es un Padre lleno de ternura, lejano en años luz de nuestras
fobias y de nuestros temores.
Lucas había creído en el Dios que anunciaba Pablo, había recibido el bautismo y la nueva vida siguiendo al Maestro Jesús, el judío. Luego, después de muchos viajes, después de un montón de alegrías, después de una vida de conocimiento, nos da, como en tres perlas, la síntesis del rostro de Dios en las extraordinarias parábolas que hoy hemos escuchado.
El
Dios de Jesús
Lucas dice que Dios es misericordia;
Dios es la misericordia, nos anticipa su maestro Pablo en la segunda lectura
que hemos escuchado. Pero entonces, ¿por qué seguimos pensando en Dios como un
policía, un juez, un jefe severo? ¿Por qué insistimos en mantenerlo lejos de
nuestras vidas relegándolo a las iglesias y al tiempo libre que dedicamos a la
religión?
Con
demasiada frecuencia nuestra triste fe piensa que la vida en Cristo es como una
promesa que hay que cumplir y pagar a la omnipotencia de Dios, no como un
encuentro de plenitud y de fiesta. Tenemos que convertirnos a la ternura de Dios,
tenemos que atrevemos a pensar lo que Él vino a testimoniarnos.
Las
parábolas que acabamos de escuchar sacuden la visión mediocre que tenemos de
Dios para que abramos nuestra fe a la dimensión de su corazón misericordioso.
Convertirse significa pasar de nuestra raquítica perspectiva a la perspectiva inaudita
de Dios, y eso significa actuar como él. Nosotros decimos: “Te quiero porque eres
dulce, porque te lo mereces, porque eres bueno”. Dios dice: “Yo te amo con
obstinación y sin desaliento, porque sé que mi amor te hará bien”. ¡Hay una
gran diferencia entre estas dos perspectivas!
En
el fondo de nuestra actitud está el que queremos y luchamos por construir una
vida de fe orientada en torno a nuestros méritos, y ahí nos sentimos más o menos
cómodos. Pero nadie se merece el amor de Dios. El amor de Dios es absolutamente
gratuito, libre y completo. Dios no nos ama porque seamos buenos, sino que
amándonos sin medida nos hace buenos y nos abre a la esperanza.
“Feliz culpa”
La
solicitud con la que el pastor persigue a las ovejas alejadas es el signo del
amor de Dios para los que se sienten “perdidos”. La experiencia del pecado, que
es este “perderse” en la vida, se convierte en la ocasión para un encuentro más
duradero y auténtico con este Dios que nos persigue con su amor. Lejos de tener
una visión poética o aproximada del pecado, Lucas sabe muy bien que ese dolor
interior que es el pecado - la pérdida, la separación de Dios y de uno mismo -,
puede convertirse en un encuentro que salva, que nos ayuda a retomar el camino
con más autenticidad y ánimo.
Porque
nuestra fe no se basa en nuestras propias fuerzas, en nuestras devociones, en
nuestras prácticas, en nuestros esfuerzos, sino en la obstinación de un Dios
que nos busca para amarnos. Tomar conciencia de esto es estar abiertos a la fiesta,
a participar, como la mujer que busca la moneda perdida, en la fiesta que Dios
hace para los que se dejan encontrar por Él. Los justos, los que se sienten en
su sitio, con la “buena nota” que han sacado gracias a sus méritos, nunca, por
desgracia, podrán experimentar la alegría de ser cargados sobre los hombros del
pastor bueno. Esos, como el hijo mayor de la parábola del Hijo Pródigo “no
entran” en esta perspectiva, en esta mentalidad, no entran a la fiesta que el
Padre prepara para todos. Encerrados en sus pocas certezas, no pueden ensanchar
su corazón con la alegría que el Padre siente con el regreso del hijo perdido.
Cuando,
por fin, nuestras comunidades entiendan el Evangelio de la misericordia y, con sencillez
y simplicidad, lo lleguen a hacer el punto de referencia de sus acciones, entonces
la Iglesia volverá a ser un faro que ilumina el camino de la humanidad.
¡Que
el Dios de la misericordia nos ayude a ello! Así sea.
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