Primera Lectura: Dan 7, 9-10.13-14
Salmo Responsorial: Salmo 96
Segunda
Lectura: 2 Pe 1, 16-19
Evangelio:
Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-10; Lc 9, 28-36
Por
medio de la transfiguración de Cristo en la montaña, los discípulos pudieron
contemplar su gloria y hacerse capaces de comprender el misterio de la
crucifixión libremente aceptada, proclamando que Jesús es el resplandor de la
gloria del Padre.
Es
esta una fiesta que tiene su origen en la dedicación de las iglesias edificadas
en el monte Tabor. Hay ya indicios de ella en el siglo VI.
En el Tabor
La
experiencia de Transfiguración del Señor ha de servirnos para redescubrir y
elegir qué personas queremos ser, de la misma manera que Jesús eligió en el
Tabor qué tipo de Mesías quería ser.
Para
vivir esta experiencia es necesario subir, como los apóstoles, a ese montículo personal
en el que todo creyente encuentra la belleza de Dios.
El
Tabor evoca el momento en que Jesús, gran Rabí y carismático profeta, desvela
su verdadera identidad, supera los límites y se ofrece a la vista pasmada y
asombrada de los apóstoles. El Tabor nos habla de lo absolutamente otro que es
Dios, nos habla de su inmensa gloria y de su indescriptible belleza.
El
Tabor es la meta de la conversión. Y esto es preciso decirlo y repetírnoslo a
nosotros católicos, tan inclinados a las autolesiones, a nosotros que asociamos
la fe al dolor, que representamos siempre a Jesús como el crucificado,
olvidándonos del resucitado.
El
tiempo del dolor llegará, por supuesto, pero será sobre otro monte, una pequeña
cantera de piedra en desuso llamado Gólgota, allí lo veremos colgado y podremos
dirigir la mirada al que traspasaron.
Lo más bello
Pero
antes, es imprescindible acordarse de la belleza de Dios, de su embriagante
presencia. La liturgia, provocativamente, nos pone delante la transfiguración
del Señor para indicarnos el lugar al que tenemos que llegar. Si en mi vida hago
gestos de conversión y solidaridad, de renuncia, de oración y de autenticidad
es sólo para poder ser libre y llegar a ver la gloria del Maestro y Señor.
En
la experiencia de cada uno de nosotros, ¿hemos subido ya al monte Tabor? Dios,
a veces, nos hace el regalo de poder asistir a su gloria. Fugazmente, como
decía san Agustín, pero nos lo concede.
Un
momento de oración que nos ha implicado, una eucaristía en la que hemos sido
tocados por dentro, un día en medio de la belleza de la naturaleza, en el mar o
en la montaña, que se convierte en sinfonía y nos trunca el aliento. Un
instante, una iluminación vislumbrada, en la que sentimos que lo inmenso nos
habita.
Y
el sentimiento se nos vuelve ambiguo, porque la experiencia es tan grande que
tenemos miedo de ella, tan infinita que nos sentimos aplastados, tan inmensa
que nos quedamos arrollados por ella.
Es
el miedo que agarrota a Pedro y a sus compañeros, es el temor que habita a
Abraham o a Moisés antes de encontrarse con su Dios. El sentimiento de la
belleza de Dios, la percepción de su majestad nos motiva y nos impulsa. Pedro
lo sabe y exclama: “Es bonito para nosotros permanecer aquí.”
Hasta
que no lleguemos a creer gracias a la belleza que nos envuelve, siempre nos
faltará una pieza por encajar en el gran puzzle de la fe cristiana.
Ser
cristiano es darse cuenta de que uno no puede encontrarse con nada más hermoso
que Cristo. Quizás tendríamos que recobrar este aspecto en nuestra vida
cristiana: recomenzar desde la belleza. Necesitamos urgentemente la belleza, la
belleza de Dios que es verdad, bien y bondad.
Misión imposible
¿No
es ésta la fragilidad de la fe de nuestros días? ¿No es, quizás, ésta la razón
de mucha tibieza en nuestras comunidades cristianas? ¿No hemos perdido tal vez
la belleza a la hora de narrar y comunicar la fe? ¿Al celebrar al resucitado?
¡Qué
aburrido es creer! – dice mucha gente -. Así es; inmensamente aburrido. En
cambio, el evangelio de hoy nos dice que creer puede ser espléndido. Merecería
la pena recobrar el sentido del estupor y la belleza, la escucha de la
interioridad que nos lleva a lo alto, a la cima del monte, para a fijar la
mirada en Cristo.
Hagamos
de nuestras vidas profecías de bien y de armonía, listos a dar, a sonreír, a
perdonar con una conciencia sufrida y madura. Saquemos fuera todo lo bello que
hay en nosotros. Soñemos y luchemos por la revolución de la belleza, por la
conversión al amor como discípulos que somos de este hermoso Dios, al que
estamos buscando.
Dios,
el espléndido, nos hace espléndidos, si es que le dejamos. Por tanto, dejémonos
hacer.
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