¿Qué tipo de
discipulado?
En la opinión de muchísima gente el papa Francisco
ha entrado en el corazón de muchas personas, incluso de gente escéptica y
lejana de la Iglesia. En realidad todos los que van más allá de las apariencias
saben bien que Francisco dice lo mismo que Benedicto y Juan Pablo dijeron. Obviamente
el evangelio es el mismo siempre. Sin embargo, muchos “católicos de toda la
vida”, clérigos y laicos atados a las tradiciones farisaicas (Mc 7, 1-13) están
atacando cada vez con más virulencia, sin darse cuenta del gran daño que causan
al Pueblo de Dios y provocando más desafecto a la Iglesia.
Pero, gracias a Dios, Francisco es un discípulo de
Jesús que tiene el don de volver a lo esencial. De ser creíble. De ser él
mismo. De dejar las cosas segundas y terceras en el segundo y tercer lugar. Con
Francisco nos ha visitado el Espíritu.
Hoy el evangelio habla del discipulado. Y fijaros bien
que no es ésta precisamente una ligera lectura veraniega.
Llegar a ser discípulos del Dios de Jesús es un
empeño que dura toda la vida, que pide mucha energía y mucha verdad con
nosotros mismos. La apuesta es alta. Implica el sentido de la propia vida,
descubrir la razón de nuestro existir y el designio escondido tras los
acontecimientos de la Historia.
Jesús no es un rabino deseoso de discípulos, ni pone
el listón bajo con tal de ganarse a la gente, ni cede a compromisos y apaños
para suscitar consensos. Diversamente a los gurús de ayer y de hoy no desea ser
famoso, ni tener a su alrededor una nube de palmeros alocados.
Él sólo quiere anunciar el Reino, mostrarnos el
espléndido e inesperado rostro del Padre. Incluso cuando eso cuesta sufrimiento
y sangre.
Contrariamente a cuánto sucedía con los rabinos de
su tiempo, Jesús no se hace elegir, sino que él elige a los discípulos y les
pone condiciones inesperadas.
Un Maestro audaz
Las condiciones para convertirse en discípulos de
Jesús están en relación con el nivel de riesgo que se quiera correr, porque él
quiere discípulos dispuestos a ponerse absolutamente en juego, en todo momento
y no solamente en los momentos místicos de la vida.
La página evangélica de hoy está introducida decididamente
por el hecho de que Jesús se encamina hacia Jerusalén, el lugar dónde el
anuncio del Evangelio va a ser puesto a prueba.
Jesús endurece el rostro y asume plenamente el
desafío: se encamina sin demora hacia aquella ciudad que mata a los profetas,
que destroza cualquier opinión, que destruye toda novedad que parezca peligrosa.
Jesús está dispuesto a morir con tal de describir el verdadero rostro de Dios y
pretende que sus discípulos tengan esa misma convicción.
Atención a los misticismos
Una convicción que no puede convertirse jamás en
violencia, aunque sólo sea verbal, aunque sea por una buena causa. El papelón
que juega el apóstol Juan en el evangelio de hoy, es desalentador; él, el
místico que exhorta a los hermanos en el recorrido de fe, y que por él han
tenido la alegría de experimentar la dulzura de la oración y la meditación, del
silencio y de la contemplación, alcanzando cumbres espirituales no habituales,
resulta deprimente.
Porque el haber recibido enormes gracias no nos preserva
de clamorosos errores, tanto más peores cuanto motivados por presuntas
revelaciones interiores.
El discípulo de Jesús es un amante de la paz, un pacifista apaciguado, alguien que sabe que elegir el Evangelio es, precisamente, una opción libre; alguien que sabe valorar, dentro de la paciente lógica del Evangelio, el fracaso de su propio anuncio, sin querer por ello abrasar en el fuego al que libremente no lo haya elegido.
No basta una bonita experiencia de fe para tener
un corazón convertido, ni una intensa vida de oración para no caer en el riesgo
del fanatismo y la intolerancia. El Evangelio de Jesucristo respeta la libertad
de las personas y la responsabilidad de sus opciones, acogiéndolas con
misericordia como el Padre hace con nosotros.
Cuántas veces, catequistas, sacerdotes, maestros, padres
y madres, o cada uno de nosotros en nuestra vida diaria, medimos nuestro trabajo
por los resultados. En teoría estamos convencidos de que lo que se nos pide es
únicamente sembrar, pero en realidad nos deprimimos si no recogemos los frutos
que esperamos.
Ánimo, pues, si nuestro esfuerzo no es apreciado y
entendido. Ánimo, educadores y catequistas, si vuestro servicio humilde y fiel
no es valorado. La lógica del Reino nos hace creer que sólo es Dios quien suscita
la fe. El discípulo vive en paz porque sabe que es el Maestro quien anuncia y
conoce a las personas; a nosotros nos toca correr detrás de él.
Otros errores
El discípulo que sigue a Aquél que no tiene donde reclinar
la cabeza, no busca a Dios para calmar su propia inseguridad. Muchos,
demasiados, cristianos tienen una relación con Dios intimista y tranquilizadora;
se dirigen a Dios para tener certezas, hacen de su fe una guarida, un nido, porque
están asustados por el “mundo”, al que ven siempre como un lugar lleno de
peligros; no salen de su parroquia, o de su catedral, de su movimiento o
asociación, porque están atemorizados por una lógica anti-evangélica que les
impide acoger a los que son distintos con serenidad y con espíritu crítico.
Jesús el Maestro, en cambio, no tiene donde reclinar
la cabeza, no tiene una cómoda guarida, ni un nido en el que esconder a sus discípulos.
A los discípulos que seguimos al Dios de la vida, que
es mayor que cualquier otro afecto o emoción, más grande que cualquier relación,
el Señor nos pide también reorganizar las relaciones familiares, de pertenencia
al clan, según la lógica del Evangelio, sabiendo que incluso el amor más
absoluto, más intenso siempre es, y sólo será, el penúltimo con respecto a la
totalidad absoluta del amor de Dios.
Por tanto el discípulo de Jesús abandona los
sentimientos mortíferos, las relaciones de apariencia espléndida pero que, a
veces, esconden ambigüedad y esclavitud.
El discípulo vive el amor, todo amor y todas las
relaciones, como un reflejo adulto y maduro del amor que Dios vierte en el corazón
de cada uno, sabiendo que hasta las relaciones familiares pueden resultar mortíferas,
si caen en la trampa de representar un determinado papel sin alimentarse de la
autenticidad y del respeto. No basta con haber engendrado a un niño para ser
padre, no basta con amamantar a un recién nacido para ser madre. Jesús sabe que
las relaciones del discipulado, a veces, son más intensas y verdaderas que las
cansadas relaciones familiares. Y nos invita a dejar que los muertos entierren
sus muertos, y a vivir nuestra vida en la totalidad del don de uno mismo para
los demás.
El discípulo que sigue a Jesús, está siempre tendiendo
al futuro, sin quedar clavado en su pasado, no queda cuadriculado por sus costumbres,
no se esconde detrás del “siempre se ha hecho así”, sino que mira adelante, apunta
largo, y está más atento a mantener profundo el arado que en verificar lo que
ha hecho, volviendo la vista atrás.
Demasiadas veces nuestras comunidades están más
preocupadas en conservar, que en hacer vivir el Evangelio. Demasiadas veces la
lógica subyacente a nuestras opciones como Iglesia es la de tutelar privilegios,
y de mantener desesperadamente un statu quo
que nos aleja del Maestro.
Por eso el Papa Francisco nos habla de una “Iglesia en salida”. Son muchas las
salidas que hemos de realizar como auténticos discípulos de Jesús:
- Salida
de una Iglesia fortaleza que protegía a los fieles de las libertades modernas
hacia una Iglesia “hospital de campaña”
que atiende a cualquier persona que la busca, sin importar su estado moral o
ideológico.
- Salida
de una Iglesia del orden y del rigorismo hacia una Iglesia de la ternura, de la
misericordia y del cuidado.
- Salida
de una Iglesia de simples devotos hacia una Iglesia comprometida con la justicia social y con la liberación de los oprimidos.
- Salida
de una Iglesia de obediencia y reverencia hacia una Iglesia que es la “alegría del evangelio” y la esperanza
para este mundo.
Y tantas otras salidas… que devuelvan la alegría y
la esperanza a los cristianos. Por su sencillez, despojamiento y acogida con
amor y ternura el Papa se ha granjeado la estima de muchas personas de otras
confesiones, de simples ciudadanos del mundo e incluso de jefes de Estado que
admiran su figura y sus acciones en favor de la paz, del diálogo entre los
pueblos, de la renuncia a toda violencia y a la guerra.
Todo esto es inquietante, ¿verdad? Pero Jesús no nos dice estas cosas para desanimarnos, todo lo contrario. Él quiere verdad, autenticidad, personas dispuestas a ponerse desnudas ante lo absoluto de Dios y su amor.
Jesús es tan exigente porque quiere personas auténticas:
ni ratones asustados de sacristía, ni predicadores fanáticos. Hombres y mujeres
llenos de alegría por la búsqueda, por la atracción de su Maestro, que ponen sus
propias energías al servicio del Reino de Dios. ¿Seremos capaces de seguirlo?
¡Que el Señor nos lo conceda!
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