Profetas y profecías
Todavía tenemos mucha necesidad de profetas, pero también es verdad que numerosos
profetas habitan en nuestras ciudades grises. Personas con apariencia normal y
que hasta saben hablar en nombre de Dios, que saben leer el presente a la luz
de la fe. Porque el profeta no predice el futuro - esos son los adivinos – el
profeta nos ayuda a entender el presente. ¡Y sólo Dios sabe cuántos profetas
necesitamos para lograr descubrir un recorrido de fe sin perdernos en la pesada
vida cotidiana!
En
las lecturas de hoy nos encontramos con dos profetas. Dos gigantes de la fe,
dos pilares de la espiritualidad, dos servidores de la Palabra. Juan, el rudo,
e Isaías, el seductor. Así de diferentes son en su modo de profetizar, así son
de auténticos y actuales.
- Isaías
habla a un pueblo que tiene que vérselas con sus agresivos vecinos: egipcios, asirios y, muy pronto, van a aparecer
los babilonios en la escena internacional del momento. Un pueblo asustado por
lo que está ocurriendo, por los grandes proyectos de los poderosos, un pueblo pequeño
que se siente como unos tiestos de barro entre macetas de hierro.
En
esa situación Isaías canta, sueña y diseña un mundo sin armas. Un mundo en el que
el violento juega con el recién nacido. Un juego en el que los instintos más malvados
se hacen servidores de la vida y de la verdad.
¡Qué
Isaías más iluso! Utópico, diríamos hoy.
- El
otro es Juan. Un Juan al que el evangelista Mateo dibuja seco, huraño, incisivo
e invasivo como el desierto que lo ha consumido. Eficaz y cáustico como sólo
los profetas saben ser.
Juan
pide conversión, exige acción y solicita una decisión ante opciones concretas. Porque
el cambio lo debemos realizar ya, aquí y ahora, sin acomodarnos a nuestras
pequeñas o grandes convicciones. Tenemos que apurarnos para no ser arrollados,
barridos y destrozados por un conformismo inoperante.
Porque
Dios no sólo está con quien simplemente espera, sino también con quien colabora
en la construcción de su Reino. Porque, como dice san Agustín, Dios quiere que lo
que es un regalo suyo se convierta en conquista nuestra.
Dos estilos
Son
dos estilos de vivir la fe, dos modos de articularla, que sólo son antípodas en
apariencia. Isaías espera el Reino de Dios desde lo alto. Juan Bautista se afana
en realizarlo desde abajo.
Así
de diferentes son los modos de vivir la fe, de construir la Iglesia y de experimentar
la vida interior. Así de diferentes son las sensibilidades de cada uno de
nosotros. Hay quien sólo mira para arriba y quien, primero, mira para abajo. Son
modos de ser que no se contraponen, sino que se complementan.
Así
son muchos de los modos de leer la realidad que estamos viviendo. Algunos confían
en un milagro divino, con fuego y llamas desde el cielo, otros promueven acciones
y movimientos para adelantar el Reino de Dios.
Así es la profecía, dulce y amarga, tierna y decidida, de ensueño esperanzado y de perentoria irrupción en la Historia. Así es nuestra fe.
Del
mismo modo, son muchos los modos de esperar la Navidad. Está esa forma
edulcorada, simple, de quien se deja mecer en la emoción de los sentimientos
sin convertir su corazón; de quien desea la atmósfera del “espíritu navideño” sin
dejarse realmente impactar por la Navidad.
Luego
está la de aquéllos que en Navidad vuelcan su vida en busca de los pobres,
socorriendo a los últimos de la sociedad.
Y
entre tanta profecía, llega el regalo de Dios, que es él mismo en persona, el Emanuel
deseado. Este Dios nuestro que lo descoloca todo.
En medio de todo
Dice
Isaías: Vendrá el Mesías esperado y nos hablará de la conversión y de la paz
del corazón. Él sabrá transformar a los lobos en corderos.
Sin
embargo, los áspides lo morderán, creyendo que lo harán morir; serpientes
venenosas lo morderán intentando derrumbarlo.
Vendrá
el Mesías no para suprimir la guerra y la violencia, sino para redimir y
cambiar al pueblo. Vendrá, aunque será mirado con odio por muchos y será tomado
por un utópico iluso.
Dice
el Bautista: Vendrá el Mesías esperado. Pero será tan inesperado que nos
descolocará, haciéndonos vacilar. Señalará con el hacha. No cortará el árbol,
pero lo cavará alrededor, lo abonará y lo cuidará, esperando que dé buenos frutos.
El fuego de Dios
El
Dios que anuncia el Bautista, el Dios que esperamos, es el Dios que quema por dentro,
que barre con fuerza nuestros temores, un Dios fuerte e impetuoso.
Un
fuego que arde abrasando las lentitudes y las perezas, devorando toda objeción,
cualquier oscuridad y todos los miedos. Juan proclama: no basta con ampararse detrás de la tradición
(“tenemos por padre a Abraham”) o con
una fe exterior, de fachada, con una conciencia tibia (“dad el fruto que pide la conversión”).
El
Mesías que viene pide un cambio real, una elección de vida, una toma de
posición. Dios hecho hombre separa la luz de las tinieblas, y nos obliga a
acogerlo… o a rechazarlo.
De
modo que un Dios sobre las nubes, una divinidad huraña a la que invocar para arrancarle
un milagro o a la que insultar porque el milagro no ha ocurrido, es un cuento;
ese dios es un ídolo pagano. ¡Hermanos: aquí estamos hablando de un Dios hecho
un ser humano recién nacido!
Un
Dios indefenso que destroza nuestras teorías aproximativas sobre la naturaleza
divina, un Dios humilde y frágil, que pide hospitalidad, como un refugiado más,
y no una vana devoción edulcorada. Un Dios entregado, ostensible, evidente y mendigo.
Un Dios que te mira a los ojos… y espera una respuesta.
Ante
esta irrupción de un Dios inesperado, Isaías queda confundido y Juan inquieto y
conmovido.
Siempre
tan diferente, siempre tan fuera de sitio, siempre tan loco este nuestro Dios.
Hermanos: Éste es el anuncio; está hecho. Éste es el tiempo verdadero para preparar el camino al
Señor que viene, éste es el tiempo verdadero para posicionarnos y acoger a este
Dios siempre inesperado, siempre diferente. Ahora,
a nosotros, nos toca acogerlo. Hagámoslo pues.
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