Acoge la Navidad quien mantiene despierta en su interior la esperanza de ser acogido por Dios. Los profetas —y entre ellos Juan— nos invitan a preparar el corazón para recibir a un Dios que irrumpe, que no deja las cosas como estaban. Como María, también nuestra vida puede convertirse en puerta de entrada de Dios en el mundo.
Este es el desafío del Adviento, de este Adviento concreto que estamos viviendo: hacer espacio dentro de nosotros para que la luz de Dios pueda brillar con toda su fuerza en nuestra vida y en el mundo.
Eso mismo le ocurrió a José. Tal vez el más desconcertado de los santos.
José, el novio desconcertado
José es un hombre al que, humanamente hablando, Dios le ha trastocado la vida. Y hoy, en el último domingo de Adviento, la liturgia nos lo propone como modelo.
Muchos de nosotros, esta semana, nos hemos sentido cerca de Juan, el profeta que duda. Si «el mayor nacido de mujer» pasó por la oscuridad, ¿cómo no vamos a dudar nosotros?
Hoy la liturgia va un paso más allá. Nos pone delante al esposo de María, al padre legal de Jesús, un hombre justo que tuvo que rehacer todos sus planes y convivir con un problema que no se resolvió nunca del todo. El encuentro con Dios no le allanó el camino. Más bien se lo complicó.
No siempre el encuentro con Dios viene acompañado de música celestial y tranquilidad inmediata. Si no, que se lo pregunten a José.
Noches sin dormir
Mateo nos narra el nacimiento de Jesús de forma sobria, desde la perspectiva de José. En un evangelio dirigido a cristianos de origen judío, la figura del padre era esencial: el Mesías debía proceder de la estirpe de David, y José pertenece a ella. Pero su camino fue singular.
José y María estaban desposados, conforme a las costumbres de su tiempo. De María sabemos que era muy joven; de José, poco más. El Evangelio no da detalles: podemos imaginarlo como un hombre sencillo, trabajador, honrado. Nada extraordinario.
Lo decisivo es esto: el único que sabía con certeza que aquel hijo no era suyo era precisamente José.
¿Nos atrevemos a imaginar su noche, su desvelo, su herida interior? El desconcierto, la rabia, la tentación de defender su honor. Tenía incluso la Ley de su parte. El adulterio estaba severamente condenado. Aunque tal vez la lapidación ya no se practicara, la deshonra pública era real.
Y, sin embargo, José —precisamente porque es justo— decide no seguir ese camino. Decide proteger a María, aun a costa de sí mismo.
La justicia que nace de la misericordia
José decide repudiarla en secreto. Asume él la vergüenza para que ella quede a salvo. Es un gesto humilde, silencioso, profundamente evangélico, aunque aún no se hubiera anunciado el Evangelio.
José es justo porque no juzga por las apariencias. Porque no utiliza la Ley como un arma arrojadiza. Porque permite que la misericordia pese más que el orgullo herido y el deseo de venganza.
José es justo. Conviene no olvidarlo.
El sueño
La decisión ya está tomada. Llega el cansancio, el sueño inquieto. Y en ese sueño, Dios encuentra un resquicio. El ángel le habla, le revela el misterio: el hijo viene de Dios, pero llevará su nombre; será Hijo del Altísimo, pero crecerá bajo su techo.
A María, Dios le pidió el cuerpo. A José, le pidió algo no menos exigente: cargar con la cruz de criar a un hijo que no es suyo.
Como tantos padres y madres que sacan adelante a su familia en silencio, sin hacer pesar sobre los demás las preocupaciones que los desbordan. José comprende el sueño porque antes ha renunciado al camino del rencor. Por eso es libre. Por eso puede escuchar.
Justo y soñador.
Como tantos hombres y mujeres que, en medio de una sociedad y una cultura cansada y escéptica, aún se atreven a esperar.
Renunciar para acoger
José tenía proyectos sencillos: un taller, una casa, hijos a los que enseñar su oficio. No aspiraba a grandezas. Y, sin embargo, Dios necesitó su mansedumbre y su fortaleza. Será padre de un hijo que no engendró y esposo de una mujer a la que amará con discreción y fidelidad, acogiendo en su casa el misterio mismo de Dios.
José acepta. Se pone en segundo plano. Renuncia a su propio sueño para que se cumpla el sueño de Dios y de la humanidad.
Es el modelo silencioso de quien tiene planes y acepta que la vida —y Dios— los reordenen. Dios sigue necesitando creyentes así.
A pocos días de la Navidad, José, custodio de la Sagrada Familia, vela también por nosotros y nos invita a imitar su grandeza de corazón.
Acoger el misterio
No siempre se nos ha enseñado a reconocer el misterio de Dios en nuestro interior. Por eso muchos lo buscan solo fuera: en un lugar lejano, en una idea abstracta, o incluso únicamente en prácticas externas. Todo eso es valioso, sin duda. Pero, si no aprendemos a percibir su presencia dentro de nosotros, difícilmente lo reconoceremos fuera.
José nos muestra otro camino. El del silencio confiado. El de los ojos cerrados, no para huir, sino para acoger. El de dejar espacio a la paz, al perdón, a la vida que Dios va suscitando en lo más hondo.
Es normal que, al entrar en ese silencio, aparezcan los miedos, las heridas, las sombras. No hay que asustarse. Permanecer ahí. La presencia fiel de Dios, que habita en lo más íntimo, va sanando, liberando, pacificando.
Como decía Karl Rahner, en una sociedad secular "esta experiencia del corazón es la única con la que se puede comprender el mensaje de fe de la Navidad: Dios se ha hecho hombre". El misterio último de la vida es un misterio de bondad y de salvación que está con nosotros.
Si lo acogemos en silencio, conoceremos la alegría verdadera de la Navidad. Eso es lo que os deseo, de corazón.

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