Podemos celebrar un montón de navidades sin que Dios
nazca jamás en nuestros corazones. Por eso necesitamos preparamos bien para la
Navidad en la celebración de este breve tiempo de Adviento.
Estamos aquí, en este domingo, para ser arrancados del
torbellino de la cotidianidad, para hacer como María y vivir en la escucha,
para reconocer a los muchos profetas que están a nuestro alrededor y que nos
señalan a Cristo.
La fingida Navidad que transita nuestras fiestas
muestra su vaciedad: las iluminaciones adornan la ciudad, los escaparates se
llenan de seductores (y a menudo inasequibles) regalos, el Niño Jesús – que es
lo importante - está ya definitivamente olvidado en nombre de una equivocada
visión de lo que, de verdad, significa el respeto a las otras creencias.
No es raro encontrar, en las revistas de estas fechas,
páginas que explican los símbolos de la Navidad: la razón de la fecha, el
árbol, los regalos, Santa Claus... ¡Pero casi nunca se menciona a Jesús, el de
Nazaret, el Hijo de Dios, que es precisamente el que nace!
En contrapartida de tanta fiesta ficticia, el ambiente
está pesado. La crisis global continúa, a pesar de los buenos deseos, y sigue
sin ofrecer perspectivas fiables; la guerra nos llena de preocupación y temor;
las jugadas políticas y diplomáticas siguen llenas de palabras tergiversadas mientras
hermanos nuestros que quieren alcanzar “la tierra prometida del desarrollo”,
siguen muriendo en el Mediterráneo y en tantas otras partes del mundo; el
escenario político es inquietante, la mayor parte de la gente hace pactos
familiares pidiendo que no se hagan regalos para no tener que corresponderlos y
así no tener que tirar por la ventana la preciosa paga extra en un momento de
carestía.
¿Después de dos mil años de celebraciones del nacimiento,
no tenéis la impresión de que poco o nada ha cambiado? Dios ha venido, vale, ¿y
qué…?
Los fuertes siguen haciéndose los prepotentes, la
lógica del egoísmo prevalece, a veces y más de lo que deseamos también en la
Iglesia, las miserias abundan, frente al radiante futuro de la humanidad: el
hambre en el mundo afectó de forma crónica a 828 millones de personas en 2021,
según la nueva edición del informe anual de la ONU. Los fríos números de la
estadística dan que cada día mueren 7.600 niños de hambre… y, a veces, se hacen
cálculos y se dice, para tranquilizar, que son 1.000 menos que el año pasado. ¡Bueno…
así ya me siento mucho mejor!
Un profeta lleno de dudas
El Juan con el que nos encontramos hoy es bien
diferente al exaltado y hosco Bautista, que predicaba en el desierto. Juan está
en cárcel y sabe que está a punto de ser ejecutado a causa de la sorda rabia de
una enfadada e histérica mujer fatal, y de la debilidad de un rey fantoche.
Juan ha vivido toda su provocativa vida únicamente para
preparar el camino al Mesías, él lo reconoció escondido entre la muchedumbre de
penitentes que llegaban a bautizarse, lo acogió, y se quedó asombrado y
trastornado por la actitud humilde y escondida del Salvador del mundo.
Pero ahora Juan está perplejo y dudoso. Las noticias que le llegan de sus discípulos lo dejan consternado: el Mesías no está siguiendo su mismo camino, no incita con vehemencia a la gente, parece que ha asumido un perfil bajo, mediocre.
Juan amenazaba con la venganza de Dios, con el fuego
devorador. Jesús, en cambio, propone el perdón incondicional de las culpas, no
amenaza ni actúa con venganza, dice que quiere prender fuego, cierto, pero a
partir del amor, nunca desde el temor.
Es muy diferente este el Mesías Jesús del mesías que
esperaban Juan y el pueblo de Israel, demasiado diferente. Muy diferente también
del Dios que nosotros con frecuencia queremos…
Un Dios diferente
Dios siempre nos descoloca, siempre se muestra
radicalmente diferente de como lo imaginamos.
También las personas que, un poco como Juan, viven la fe
de modo intransigente, corren el riesgo de construirse un Dios a su propia
imagen y semejanza. La llegada de Dios que Juan y nosotros esperamos y deseamos
a veces, es una llegada evidente, un irrumpir en la Historia con estruendo
ensordecedor y escuadrones de ángeles triunfantes. Jesús, en cambio, nos
desvela el rostro de un Dios oculto, evidente y claro, sí, pero no convencional,
lleno de ternura y sensibilidad.
¡Estamos acostumbrados, como Juan Bautista, a dividir
el mundo en buenos y malos, los buenos (a menudo pensamos que eso somos nosotros)
para premiarlos, y los malos para castigarlos, y así poner orden en el patente
desequilibrio de este mundo, que premia a los arrogantes y apalea los justos!
Jesús, en cambio, nos descoloca revelándonos que Dios divide
el mundo entre los que aman, o intentan amar, o al menos se dejan amar…, y los
que no.
El amor es una posibilidad inmensa, es lo único que
nos une a todos. No nos salvan los resultados, ni los esfuerzos, ni las buenas
acciones, sino la voluntad de amar en la fragilidad de lo que somos o de lo que
quisiéramos ser. Sólo el amor salva.
¿Estáis seguros y confiados en Dios? Coged el
Evangelio y pedid en oración al Señor que os guíe siempre en el camino de la
autenticidad.
¿Estáis llenos de dudas? No os preocupéis, también el
Bautista, el más grande de los hombres, el último profeta de Israel, estuvo
atacado por las dudas.
Id a decirle a Juan
Jesús, obviamente, no da una respuesta a los
discípulos del Bautista.
Porque la fe no es evidente, Dios no es el resultado
de un razonamiento científico, no hay “pruebas” de la fe; sin ofender por ello
a esos simpáticos escépticos que dicen jocosamente no encontrar ni rastro del
alma en las radiografías y otras técnicas de exploración…
Pero tenemos datos, indicios, sólo débiles indicios,
que dejan intacta la ambigüedad de la señal. No es Dios el que tiene que
demostrar algo, soy yo el que tengo que cambiar de perspectiva y darme cuenta
de su presencia.
Jesús enumera las señales mesiánicas profetizadas por
Isaías (curar, sanar, reconciliar) y le dice a su primo: “Mira a tu alrededor
lo que ves, Juan.”
Miremos alrededor y reconozcamos las señales de la
presencia de Dios: cuántos amigos han encontrado a Dios; gente desesperada que
convirtió su corazón; personas desfiguradas por el dolor que han aprendido a
perdonar; hermanos cegados por la envidia o por la codicia que se han puesto
las pilas y ahora son para los demás alegría y bondad, amor cotidiano,
crucificado y entregado.
Mira, Juan, mira las señales de la victoria silenciosa
de la llegada del Mesías. Mirad vosotros, hermanos, mirad lo que el Señor hace
cada día.
Descubramos esas señales. Yo he visto la fuerza
detonante del Evangelio, he visto a personas cambiar, curarse, descubrir nueva
vida. En los pliegues de nuestro mundo corrompido e inquieto, existe gente con
gestos de total gratuidad, vidas consumadas en el don de sí mismas y en la
esperanza, jirones de hermandad en infiernos de soledad y egoísmo. Son muchas
las señales del Reino que nos rodean.
También me he encontrado con personas que no se rinden
a la desesperación y que combaten por la justicia, padres que ponen de verdad en
el centro a la familia y a los hijos, verdaderas personas que son señales de
Dios.
¿Cuál es nuestro problema principal? ¿Tal vez una
miopía interior que nos impide gozar de la escondida y sutil presencia de Dios?
Prepararse a la Navidad significa, entonces, convertir nuestra mirada, percatarnos
de que el Reino de Dios avanza, de que está presente ya, de que yo puedo
hacerlo presente.
Aprendamos a reconocer las señales de la presencia de
Dios, levantemos la mirada de nuestro dolor para darnos cuenta de la salvación
que se va realizando, día a día, en nuestras ahogadas ciudades.
Mira mejor
Nos quedan catorce días para la Navidad, para mirar a
otro sitio más allá, para reconocer las señales, y a lo mejor también para
convertirnos nosotros en señal de esperanza para los muchos, demasiados, - siempre
más de la cuenta - que se sienten solos como perros en Navidad.
Catorce días para decir a quién no sabe si hay Dios y
si existe, o si Dios es amor o no, y también a quién se pregunta si el
Nazareno, en el fondo, no será un gran embaucador, a todos ellos decirles: “Dios
existe, mira cómo ha cambiado mi vida, mira cómo el dolor no me ha deslomado,
mira qué bonita es la naturaleza en todas sus estaciones, mira cómo sonríe
contento tu hijo, mira cuánto te quiero.”
Mirad, mirad bien, mirad mejor a vuestro alrededor y
veréis la presencia del Señor que viene siempre. Maranatá, ¡Ven Señor Jesús!
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