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sábado, 13 de diciembre de 2025

DOMINGO 3º DE ADVIENTO (Ciclo A)

“Alegraos, siempre en el Señor; os lo repito, estad alegres.
El Señor está cerca." (Flp 4, 4-5)


Primera Lectura: Is 35,1-6a. 8a. 10
Salmo Responsorial: Salmo 145
Segunda Lectura: Sant 5, 7-10
Evangelio: Mt 11, 2-11

Hermanos, puede que uno celebre muchas Navidades sin que, en el fondo, Dios llegue a nacer en su corazón. Y la verdad… el Adviento está precisamente para eso: para despertarnos, prepararnos y volver a lo esencial. Hoy la liturgia nos invita a detenernos un momento, casi como quien respira hondo, y dejar que la Palabra nos saque del ruido de cada día. Algo parecido a lo que hizo María: escuchar, acoger, guardar silencio, y reconocer a los profetas —que también hoy— nos señalan a Cristo.

Y quizá lo sentimos: hay una “Navidad fingida” que se pasea por nuestras calles, vistosa pero vacía. Luces que brillan, escaparates que prometen regalos imposibles, y el Niño Jesús… cada vez más escondido, casi borrado en nombre de un respeto mal entendido. Las revistas explican el origen del árbol, del trineo o de Santa Claus, pero casi nunca hablan de Jesús, el de Nazaret, el Hijo de Dios que viene a nacer. Es extraño: celebramos la Navidad sin el que da nombre a la fiesta.

Y, al mismo tiempo, el ambiente no está precisamente ligero. La crisis económica pesa, la guerra y la inseguridad nos llenan de inquietud, las jugadas políticas y diplomáticas siguen llenas de palabras tergiversada, y demasiados hermanos siguen muriendo en los mares de nuestro entorno o atrapados en caminos de pobreza. Las cifras son durísimas: el hambre crónica afectó a más de 670 millones de personas en 2024; cada día mueren 8.500 niños sin apenas hacer ruido. Y uno se pregunta, a veces con cansancio: “¿De verdad ha cambiado algo desde el nacimiento del Señor?”

La soberbia sigue alzando la voz, el egoísmo continúa imponiéndose más de lo que deseamos —a veces incluso dentro de la Iglesia—, y el mundo parece inclinarse hacia los fuertes.

 Juan, el profeta que duda

El Evangelio de hoy nos coloca ante un Juan Bautista distinto al que conocemos. Ya no está en el Jordán, desafiante y ardiente; ahora está en la cárcel, cerca de la muerte, víctima de la rabia de Herodías y de la debilidad de Herodes. Juan había vivido para anunciar al Mesías. Lo reconoció cuando vino a bautizarse, se inclinó ante él, se admiró de su humildad. Pero ahora… ahora está desconcertado.

Porque el Mesías no actúa como él esperaba. Juan hablaba de fuego, de juicio, de purificación. Jesús, en cambio, habla de misericordia, cura heridas, perdona, se acerca a los pobres, no agita al pueblo. Es un Mesías demasiado distinto, casi desconcertante. Y Juan —el mayor entre los nacidos de mujer— duda. Me gusta que el Evangelio no esconda esta fragilidad: también los grandes creyentes atraviesan noches.

Y quizá a nosotros nos pasa igual. A veces querríamos un Dios que interviniera con más fuerza, que pusiera orden de golpe, que castigara al malvado y premiara al bueno. Pero Dios se mueve de otra manera. Siempre nos descoloca.

 Un Dios que no encaja en nuestros moldes

La forma de actuar de Dios no coincide con la que nosotros solemos imaginar. Nos cuesta aceptarlo, pero es así. Podemos fabricar un Dios a nuestra imagen, un Dios previsible, rígido, que actúa como pensamos que “debería” hacerlo. Pero Jesús nos muestra otra cosa: un Dios escondido y, al mismo tiempo, luminoso; firme y, sin embargo, lleno de ternura.

Nosotros dividimos el mundo en buenos y malos; Él, en quienes aman —o al menos lo intentan— y quienes no se dejan amar. Y ahí está el centro del Evangelio: lo que salva no es el éxito, ni la eficacia, ni los méritos, ni los resultados… sino el amor ofrecido desde nuestra fragilidad. Sólo el amor salva.

Si hoy te sientes seguro en la fe, escucha la Palabra y pídele al Señor autenticidad. Si hoy estás lleno de dudas, no temas: también Juan las tuvo. Jesús no reprende a quien se pregunta con sinceridad.

 “Id y contadle a Juan”

Lo sorprendente es que Jesús no responde con teorías. No da argumentos. No intenta convencer. Simplemente dice: “Id y contadle lo que oís y veis.” (cf. Mt 11,4)

Los ciegos ven. Los cojos andan. Los leprosos quedan limpios. Los sordos oyen. Los muertos resucitan. Y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia.

No hay pruebas científicas para descubrir al Señor, pero sí señales. Señales humildes, discretas, pero reales. No es Dios el que tiene que demostrar algo, soy yo el que tengo que cambiar de perspectiva y mirar con otros ojos.

Y quizá aquí está la clave para nosotros: abrir los ojos. Ver lo que a veces pasa inadvertido:

— personas que vuelven a la fe después de años; — familias que se reconcilian;— enfermos que encuentran paz; — voluntarios que se dejan la piel sin que nadie lo sepa; — jóvenes que descubren la belleza del Evangelio; — gestos de bondad que parecen nada… pero sostienen el mundo.

Yo, personalmente —y seguro que muchos de vosotros— he visto corazones cambiar, heridas que sanan, gente que perdona lo imperdonable. Y esas pequeñas resurrecciones diarias son señales del Reino. Quizá silenciosas, pero verdaderas.

 Convertir la mirada

A veces, nuestro problema es la miopía interior: vemos lo que falta pero no lo que nace; vemos los ruidos pero no la presencia escondida de Dios. Prepararse para la Navidad es cambiar la mirada, dejar que el Señor cure nuestra forma de ver.

Nos quedan once días para la Navidad. Once días para mirar mejor, para reconocer señales, para ser —si Dios quiere— también nosotros un pequeño signo de esperanza para quienes se sienten solos o cansados.

Y quizá, cuando alguien nos pregunte si Dios existe, no hará falta un gran discurso. Bastará con mostrar lo que ha cambiado nuestra vida, lo que el amor ha sostenido, lo que aún hoy nos da alegría.

“Dios existe —podremos decir—: mira cómo ha sostenido mi historia, mira cómo sigo de pie, mira la belleza que resiste, mira el amor que aún brota.”

Hermanos, miremos. Miremos bien. Miremos mejor. Porque el Señor viene, y su presencia ya está entre nosotros.

 Maranatá. ¡Ven, Señor Jesús!


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