El levirato era una norma mosaica difícil de entender desde nuestra sensibilidad contemporánea. El sentido de pertenencia al clan familiar era tan fuerte en Israel, que un cuñado tenía que dar un hijo a la viuda del propio hermano, si éste moría sin dejar descendencia. El hijo nacido de esa unión habría de tomar el nombre del difunto, garantizando así una descendencia a la familia. Esta norma, todavía practicada en entornos ultra ortodoxos en Israel, da a los saduceos la ocasión de poner en dificultad a Jesús.
La ocasión nace de una discusión entre Jesús y los
saduceos. (¡Dichosas discusiones en las que, hoy como entonces, se trata de
engolar la voz para escuchar el propio ego mientras se habla y se presume de
cultura, sin implicarse realmente en lo que se discute!)
Los saduceos, a diferencia de los fariseos,
representaban el ala aristocrática y conservadora de Israel; consideraban la
doctrina de la resurrección de los muertos una inútil añadidura a la doctrina
de Moisés, que había crecido lentamente en la reflexión del pueblo y había sido
formulada definitivamente sólo en tiempo de la revuelta de los Macabeos, de la
que se habla en la primera lectura.
Así, entremezclando la teoría no compartida de la
resurrección con la costumbre del levirato, le proponen a Jesús un caso
paradójico y retorcido: la famosa historia de la viuda "matamaridos."
La viuda matamaridos
El caso es ridículo: una mujer queda viuda siete
veces, y es dada en matrimonio a siete hermanos, (¡parece el título de un
musical!) pero no consigue descendencia; ¿una vez resucitada, de quién será
mujer?
Jesús desvía la cuestión a otro plano e invita al
auditorio a no poner la mirada en una visión que proyecta en el más allá de la
muerte, lo que simplemente son las ansiedades y los deseos de la vida terrenal.
Jesús propone una nueva dimensión: la resurrección, en
la que Jesús cree, que no es la continuación de las relaciones terrenales sino
una nueva dimensión, una plenitud iniciada y nunca concluida, que no destruye
los cariños. No se trata de una reencarnación, hoy tan de moda. Somos únicos e
irrepetibles ante de Dios, no somos reciclables, y la vida no es un castigo del
que huir, sino una oportunidad para reconocernos y crecer siempre más, una
oportunidad que nos empuja a tener la confianza puesta en un Dios dinámico y
vivo, no embalsamado como una momia. En el reino definitivo de Dios nos
reconoceremos unos a otros, pero seremos todos en el Todo.
¿Hallowen? No, gracias
Acabamos de celebrar la memoria de nuestros queridos
difuntos, entremezclada con la espléndida y alegre Solemnidad de Todos los
Santos.
Nuestro tiempo tiende a olvidar y a banalizar la
muerte, a pesar de que cada día son mostradas decenas de muertos, verdaderos o
simulados, en las pantallas de TV; en realidad, sólo reflexionamos sobre la muerte
cuando nos toca el pellejo.
La fiesta de Hallowen, desembarcada prepotentemente en Europa y convertida -obviamente- en un excelente negocio, viene de una tradición anterior a la cristiandad y que el cristianismo ha “bautizado”, haciendo coincidir la fiesta celta del fin del verano – el Samain celta -, con la reflexión sobre el fin de la vida. El éxito de todo esto revela que nuestra catequesis y predicación cristiana sobre la muerte y la resurrección resultan inadecuadas a nuestro tiempo y pobres en lenguajes significativos y comprensibles. Pero Hallowen tampoco ayuda nada.
Jesús cree firmemente en la resurrección de los
muertos. La Sagrada Escritura ha meditado largamente sobre la muerte, hasta llegar
a formular la doctrina de la inmortalidad. Hemos sido creados inmortales:
nuestro cuerpo, que hemos de cuidar y proteger, encierra una parte más
espiritual, interior, que los cristianos llamamos “alma”. Alma inmortal. El
alma es el manantial del pensamiento, la custodia de los sentimientos, la
morada de la identidad y de la propia diversidad. El alma sobrevive a la muerte
y llega hasta Dios, para presentarse en su presencia.
Novísimos
Dios no tiene otro deseo que nuestra felicidad,
nuestra plenitud. Pero nos deja libres para elegir. Esta vida, que nos es dada
para descubrir nuestra llamada, para desenterrar el tesoro escondido en el
campo, puede ser vivida en conciencia y en amor de Dios, o en el olvido de todo
ello.
Jesús no se dedicó a hablar mucho de la vida eterna.
No pretende engañar a nadie haciendo descripciones fantasiosas de la vida más
allá de la muerte. Sin embargo, su vida entera despierta esperanza. Vive
aliviando el sufrimiento y liberando del miedo a la gente. Contagia una
confianza total en Dios. Su pasión es hacer la vida más humana y dichosa para
todos, tal como la quiere el Padre de todos.
Ante Dios, si queremos expresarlo de modo clásico, se
nos dará un tiempo para aprender a amar -el purgatorio- o seremos abrazados y
colmados por la totalidad de Dios -el paraíso- o (Dios no lo quiera) seremos
libres de rechazar la luz, - lo que nosotros llamamos “infierno”- el lugar
dónde se tiene la ausencia total de Dios.
A la vuelta del Mesías, en la plenitud de los tiempos,
hallaremos transfigurados nuestros cuerpos, que ahora conservamos con dignidad
en lugares llamados “dormitorio”, que en griego se dice “cementerio”.
Pero la eternidad ya ha comenzado con la resurrección
de Jesucristo. Puedo vivirla y alegrarme de ella, puedo reconocerla y
desarrollarla en esta tierra, o dejarla morir bajo un cobertor de polvo y
preocupaciones.
El rasgo más preocupante de nuestro tiempo es la
crisis de esperanza. Hemos perdido el horizonte de un futuro último y las
pequeñas esperanzas de esta vida no terminan de consolarnos. Este vacío de
esperanza está generando en bastantes la pérdida de confianza en la vida. Nada
merece la pena. Es fácil entonces el nihilismo total.
Estos tiempos de desesperanza, ¿no nos están pidiendo
a todos, creyentes y no creyentes, hacernos las preguntas más radicales que
llevamos dentro? Ese Dios del que muchos dudan, al que bastantes han abandonado,
y por el que muchos siguen preguntándose, ¿no será el fundamento último en el
que podemos apoyar nuestra confianza radical en la vida? Al final de todos los
caminos, en el fondo de todos nuestros anhelos, en el interior de nuestros
interrogantes y luchas, ¿no estará Dios como Misterio último de la salvación
que andamos buscando?
¡Seamos inmortales, no esperemos a estirar la pata
para pensar en una eternidad que ya está aquí y ahora!
El Dios de vivos
El Dios de Jesús es el Dios de vivos, no de muertos.
¿Creo yo en el Dios de los vivos? ¿Y yo, estoy vivo?
Sólo creo en el Dios de los vivos si la fe es búsqueda
y no una cansina costumbre, ni un doloroso e inquieto deseo, ni un aburrido
deber; sólo creo en el Dios de los vivos si es impulso fervoroso y oración, no
un ritual o una superstición.
Dios está vivo si me dejo encontrar por Él, como
Zaqueo; o convertir como Pablo, que nos
dice que, después de su encuentro con Cristo, ya nada es como antes. Creo en un
Dios vivo si acojo la Palabra viva que me descoloca, me interroga y me da
respuestas.
Creo en el Dios de vivos si escucho a cuantos me
hablan bien de Él, a cuantos aman a los demás, gracias a Él.
Un montón de gente cree en el Dios de vivos, y trabaja
y sufre para que todos tengan vida, sea donde sea y quienesquiera que sean. Una
nube de testigos nos rodea. Como la
madre de la primera lectura que anima a sus hijos al martirio antes que abjurar
de la fe, como los demasiados mártires cristianos de hoy día, víctimas de
falsas ideologías religiosas (en África, Asia y Oriente Medio, sin ir más
lejos), o como los que trabajan con fatiga día a día por la paz.
La fe se nos está quedando ahí, arrinconada en algún lugar de nuestro interior, como algo poco importante, que ya no merece la pena cuidar en estos tiempos. ¿Será así? Esta respuesta es decisión de cada uno. ¿Quiero borrar de mi vida toda esperanza última, más allá de la muerte, como una falsa ilusión que no nos ayuda a vivir? ¿Quiero permanecer abierto al Misterio último de la existencia, confiando que ahí encontraremos la respuesta, la acogida y la plenitud que andamos buscando ya desde ahora? ¿Quiero –por fin- vivir resucitado? Respondámonos con sinceridad en nuestro interior.
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