Éste es el último domingo del año litúrgico, el
próximo domingo comenzamos ya con la celebración del Adviento. Pero hoy
celebramos la verdadera locura del cristianismo que, si se tomara en serio, nos
haría ponernos de rodillas a todos para adorar la infinita grandeza de Dios.
Hoy celebramos la realeza de Cristo o, como describe
pomposamente la rúbrica del Misal, la Solemnidad de Jesucristo Rey del
universo.
Las instituciones humanas se tambalean. El domingo
pasado, la constatación de las ansiedades y las angustias de nuestro tiempo, nos
oprimía el corazón a todos, más o menos creyentes; por eso no nos disgustaría
un bonito desenlace de la historia, con la llegada de los nuestros, del
“séptimo de caballería” como en las películas del oeste de los años sesenta del
siglo pasado. ¡Ya era hora! ¡Por fin! ¡Nos faltaba algo así! Cristo Rey…
¿Pero de dónde es rey este Jesús?
Mirar más allá
Las razones para el desánimo no faltan, y la frágil
historia hecha de armas y de violencia, sigue dictando su ley. No han cambiado
mucho las cosas en estos dos mil años de cristianismo, y el Reino de Dios parece
ser un bonito proyecto que ha se quedado sobre el papel, una inspiración
espiritual de algún soñador.
La fiesta de hoy, en cambio, es una provocación a
nuestra fe tibia, que desafía a nuestra frágil cultura actual, a nuestro
cristianismo miope hecho de pequeños proyectos.
Que Cristo es rey, quiere decir que Él tendrá la
última palabra sobre toda la Historia, sobre cada historia y sobre mi historia
personal. Decir que Cristo es rey, significa no rendirse a lo que parece una
evidente derrota de Dios y del hombre, significa creer que el mundo no se está
precipitando en el caos, sino en el abrazo tierno y fecundo del Padre. Decir
que Cristo es rey, significa crear espacios de presencia del Reino allí donde
estemos viviendo nuestra vocación a la vida, crear pequeños espacios que digan,
como una publicidad, a los extraviados de corazón: ¡¡Eh, que Dios os quiere!!
Hoy es la fiesta en la que la comunidad cristiana mira
hacia adelante, más allá, dentro y fuera de nuestros límites y de nuestros
esfuerzos, porque la medida para juzgar si somos Iglesia, o no, es y será siempre
la realización, o no, del Reino de Dios.
Un rey extravagante
La realeza de Jesús es, ciertamente, una majestad que contradice nuestra visión de Dios. Porque este Dios es el más derrotado de todos los derrotados, más frágil que cualquier fragilidad. Un rey sin trono y sin cetro, colgado desnudo en una cruz, un rey que necesita un cartel – INRI- para ser identificado. “Mi reino no es de este mundo”.
Éste es nuestro Dios: un Dios derrotado.
No es un Dios triunfante, no es un Dios omnipotente,
sino un Dios expuesto como una atracción de feria, burlado, desfigurado,
llagado, rendido y derrotado.
Una derrota que, para Él, es un evidente gesto de
amor, un impresionante regalo de sí mismo.
Un Dios derrotado por amor, un Dios que - inesperadamente - manifiesta su grandeza en el amor y en el perdón. Dios - Él sí - se arriesga, se descubre, se revela, se entrega.
No es un Dios escondido, misterioso: es evidente, provocativamente evidente. Colgado de una cruz, aparentemente derrotado, se juega el todo por el todo para doblegar la dureza humana.
Jesús ha venido a hablar de Dios, a contárnoslo. Él,
hijo del Padre nos regala y nos dice quién es realmente Dios. Y el hombre
repite una y otra vez: “No, gracias, no necesito un Dios así.” Quizás
prefiramos un Dios más bien severo y huraño, un supremo egoísta suficiente de
sí mismo, un poderoso al que camelar y al que hemos de poner de nuestra parte.
Quizás la idea pagana de Dios, que frecuentemente nos
hacemos, nos satisface, principalmente porque se parece mucho a nosotros mismos,
porque no nos aboca a la conversión, porque nos permite ser supersticiosos; la
idea pagana de Dios no trastoca nuestros afectos, sino que sólo los araña un
poquito.
Sálvate a ti mismo
La clave de lectura del evangelio de hoy está en la
inquietante afirmación de la muchedumbre a Jesús: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.” Es la frase que
el evangelista Lucas hace decir también a los sacerdotes y a los soldados
paganos. Todos están de acuerdo en creer que tener que depender de los demás es
una señal de debilidad.
El poderoso, tal como lo imaginamos, es el que se
salva a sí mismo, el que puede permitirse pensar sólo en sí, porque tiene los
medios para estar satisfecho, sin necesitar de los demás.
Imaginamos a Dios como lo que no nos podemos permitir
ser, como el más poderoso de los poderosos, el que lo puede todo, el que no necesita
de nada ni de nadie… ¡qué suerte! Para demostrar que es realmente Dios, Jesús
tendría que mostrarse egoísta porque, en nuestro mundo pequeñito, Dios es el
Sumo egoísta suficiente de sí mismo, feliz en su perfecta soledad. Así, Dios se
convierte en la proyección de nuestros más escondidos e inconfesables deseos, y
en aquello que admiramos en la persona política exitosa, rica y segura, a quien
tratamos de seducir, de halagar, de corromper en beneficio propio.
Pero NO. Nuestro Dios no se salva a sí mismo, sino que
nos salva nosotros, me salva a mí.
Dios se auto-realiza dándose, relacionándose,
abriéndose a mí, abriéndose a nosotros.
Ladrones y ladrones
En el Evangelio, los dos ladrones crucificados con
Jesús son la síntesis de cómo convertirnos en discípulos. El primero desafía a
Dios, lo pone a prueba: ¡si existes haz que ocurra lo que yo quiero, líbrame de
este sufrimiento, sálvate ti mismo (otra vez la frasecita), sálvanos y sálvame.
El primer ladrón concibe a Dios como un rey del que
hay que ser súbdito, poniendo algunas condiciones para conseguir a cambio lo
que él desea: una redención “in extremis”. No admite sus responsabilidades, no
es adulto al releer su vida, sino que intenta un golpe de mano en el último
momento. Su solicitud no es cariñosa: rezuma mezquindad y egoísmo. Como lo es a
menudo nuestra fe. ¿Qué gano, qué beneficio obtengo, si creo?
El otro ladrón, en cambio, está simplemente asombrado.
No se acaba de persuadir de lo que está pasando: Dios está allí compartiendo el
sufrimiento. Un sufrimiento consecuencia de sus libres opciones, su propio
sufrimiento... que es el sufrimiento de Dios. Este es el icono del discípulo:
aquél que se percata de que el verdadero rostro de Dios es la compasión y que
el verdadero rostro del hombre es la ternura y el perdón.
El rostro de Jesucristo, Rey del Universo, es la
compasión, la ternura y el perdón, jamás el despotismo, la prepotencia, la
frialdad y el castigo que tantas veces hemos atribuido a Dios.
En el sufrimiento podemos caer en la desesperación o
podemos caer a los pies de la cruz y confesar: de verdad este hombre es el Hijo
de Dios.
Para los débiles de corazón (Is. 35, 4)
¡Qué rey tenemos, hermanos! Un rey que señala un modo
de vivir en contradicción con nuestro deseo de “salvarnos nosotros mismos”,
para salvar a los otros, o mejor, para dejarnos salvar por Él.
Amigos seamos honestos: ¿queremos de verdad un Dios
así? ¿Un Dios débil que está de parte de los débiles? ¿Es este, de verdad, el
Dios que quisiéramos? ¿De qué Dios queremos ser discípulos? ¿De qué rey
queremos ser súbditos?
No deis una respuesta apresurada, por favor. Escuchad lo que os dice la conciencia en el fondo del corazón. Ved cómo es el verdadero Dios de nuestro Señor Jesucristo, porque tenemos que convertirnos a Él para ser salvados.
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