La finalidad de la Palabra de Dios que acabamos de
escuchar no es describir el futuro, sino darnos como creyentes fuerza y coraje
para que podamos vivir con autenticidad el seguimiento de Jesús, en medio de
las pruebas y dificultades, reconociendo el valor que tiene el tiempo presente.
Está claro que las cosas no van bien, lo sabemos de
sobra. Los acontecimientos del mundo nos inquietan y mucho. La tragedia diaria e
imparable de los emigrantes en todo el Mediterráneo, los millares de muertos que
buscaban una vida mejor (unos 23.000 en los últimos 8 años); la guerra en Ucrania
que es una catástrofe de consecuencias imprevisibles; la violencia fanática del
extremismo islámico; las olvidadas
guerras en África que se eternizan, mientras Europa mira hipócritamente para
otra parte; la economía mundial que no termina de activarse sino que empeora
cada día; la mala política que hace huir de su entorno a las personas normales
y honradas que desean un mundo mejor; un mundo occidental que se jacta de haber
rescatado, en nombre de la libertad, cualquier forma de suicidio u homicidio:
la muerte dulce, el suicidio asistido, la supresión de enfermos mentales. Una
absoluta falta de humanismo que parece llevarnos a la destrucción.
Y no hablemos de las situaciones personales. Cada día,
en el acompañamiento personal, en el confesonario, o por correo, me llegan realidades
dolorosas, a las que a veces no sé cómo responder, pero que siempre llevo a mi
oración de creyente. Confío al Señor a quien ha perdido a sus hijos o hermanos
en la flor de la vida, o todavía creciendo; a quien sufre la ansiedad por un
hijo con una enfermedad que nadie logra diagnosticar; el desaliento de quien
estando perdidamente enamorado ve que ese amor se le escurre entre los dedos
hasta dar al traste con su matrimonio, sin poder hacer nada… Vosotros mismo
podéis ir añadiendo a la lista otras tantas situaciones personales que, sin
duda, conocéis.
Se acabó el tiempo
En este penúltimo domingo del año litúrgico, el evangelista Lucas se dirige a su comunidad - y a nosotros - hablando de los últimos tiempos, que ya han comenzado con la resurrección de Jesucristo. No nos habla del final del mundo sino de la meta a alcanzar. No nos habla de una explosión destructora del cosmos sino de del sentido último de la historia.
Lucas evangelizaba a una comunidad perseguida e impresionada
por la destrucción de Jerusalén y del Templo, asustada por la oleada de odio
azuzada por Nerón en todo el Imperio.
Con pánico se preguntaban ellos - y nos preguntamos
nosotros -: ¿estamos perdidos?, ¿es ya el final? Desde un nivel más profundo
nos puede incluso surgir la pregunta maliciosa: ¿y si nos hubiéramos equivocado
de camino? ¿Y si Dios se hubiera equivocado? ¿Y si la vida fuera un cúmulo inextricable
de luz y tinieblas que lamina y machaca toda emoción y cada sueño que tenemos?
¿Y si Dios hubiera exagerado con la idea de la libertad humana y el hecho de
que el hombre puede arreglárselas solo?
¿O es que, tal vez, Dios no sea tan bueno como nos han
contado durante tanto tiempo? ¿O tal vez haya que desempolvar la vieja imagen
de un Dios iracundo que, al final, saca el látigo y nos arrasa a todos, buenos
y malos?
Levantad la mirada
Sería legítimo pensarlo. Y tal vez hasta justo y cabal.
Pero no es así.
Al contrario, Jesús responde: estad serenos.
Las situaciones catastróficas que vivimos no son las
señales del fin del mundo, como algún predicador de mal agüero puede decir
insistentemente; no son las señales de un mundo que se precipita en el caos.
El Señor ya tuvo que enfrentarse con esta locura en su
mundo, que era mucho más agresivo que el nuestro. Y hoy, sonriendo, nos dice:
cambia tu mirada.
Mira las cosas positivas: el mucho amor que la
humanidad logra producir a pesar de todo; el estupor que suscita la Creación entera
y que redimensiona todo para quien se pone sin defensas ante ella, sin
agredirla y destrozarla; el Reino de Dios que avanza y crece en los corazones,
tímido, discreto, pacífico, desarmado, pero imparable. Fíjate en ti mismo, en
todo lo que ha logrado Dios en ti, a pesar de todo, a lo largo de todos los
años de tu vida. En todo el amor que has dado y has recibido, a pesar de todo.
Fíjate en ti y en la obra espléndida de Dios, en su brillante manifestación, en
lo bueno y lo bello que ha creado en ti. ¡Míralo y no te desanimes!
Aún más: el cansancio y el desánimo pueden ser una
ocasión de crecer y de creer. La fe se afina en la prueba y te hace más
transparente; tu mirada se hace más límpida para ver el mundo con los ojos de
Dios; la fe te va convirtiendo en testigo del Señor cuando te juzgan y te
cuestionan; te va convirtiendo en un santo de verdad (no de esos almibarados de
nuestra devoción enferma) y, sin darte cuenta, te descubres como creyente.
Si el mundo nos crítica y nos juzga, si nos ataca, no
nos pongamos a la defensiva, no razonemos con la lógica de este mundo,
contratacando. Confiémonos al Espíritu del Señor.
Cuando el mundo habla demasiado de la Iglesia, la
Iglesia tiene que hablar principalmente de Cristo; no de poder, ni de
estrategias, sino de amor y de servicio.
¡Qué agobio!
Pero esto de alzar la mirada confiada en el momento de
la prueba y la adversidad no nos gusta para nada. ¡Reconozcámoslo!
Preferimos recocernos en nuestras verdaderas o
presuntas desgracias, preferimos lamentarnos de todo y de todos, vivir en una
rabia crónica. Preferimos lamentarnos mil veces del mundo feo, sucio y malo que
nos rodea y, si cuadra, construirnos una secta católica, muy devota, en la que
nos encontremos bien, al menos al principio; porque luego nos hacemos mal entre
nosotros como todo el mundo.
¡Vaya!, que preferimos resistir el mal a nuestro modo
y manera porque nos cansa la simple idea de tener que cambiarnos a nosotros mismos,
de convertirnos y cambiar nuestra mirada y nuestro corazón.
Pero si, al contrario, deseamos hacerlo como tú
quieres, Señor, entonces libera nuestro corazón del peso del pecado, de la
profunda incoherencia que vivimos, de la tendencia a la auto-flagelación que
nos caracteriza y haznos verdaderamente libres, mientras llega tu Reino.
En las horas oscuras y difíciles, nos ponemos en tus manos porque confiamos en ti, Señor, confiamos en la paz y la ternura de tu regazo, y en el poder de la vida que llevas contigo. Amén.
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