Los
textos de hoy nos hablan de oración. A los cristianos nos gusta la oración,
hablamos de ella, necesitamos de ella.
Sentimos
una fuerza extraordinaria que proviene de la meditación orante de la Palabra.
Pero muchas veces rezamos mal y despistados, igual que hacemos en otras muchas
cosas. No siempre logramos levantarnos pronto por la mañana para recortar al
día diez minutos para la oración y, por la tarde, a menudo el cansancio se
impone a los buenos deseos que tenemos de un momento de pausa al anochecer.
Yo tengo la suerte inmensa de estar cada día
en contacto con la Palabra como sacerdote y ese contacto frecuente con ella me
ensancha el corazón.
A
veces, es pesado rezar. Monjas de clausura, amigas mías, que se pasan muchas
horas al día en oración por los demás, me comentan con humor que, a veces, se
cansan de rezar. ¡Parece un chiste!
Convencer
a alguien de la necesidad y la importancia de la oración es imposible. Y, por
otra parte, es igualmente imposible que quien haya descubierto el rostro de
Dios en la oración, llegue alguna vez a abandonarla.
La
oración es una experiencia única y personal, que se aprende a medida que se
practica: me parece a mí que los libros para enseñar a orar sólo sirven al que
los escribe.
Confidencias
La
oración es el santuario donde
descubrimos el verdadero rostro de Dios, el lugar dónde el alma encuentra
nuestra vida fragmentada e incoherente. Por eso, os confieso que conservar y
cultivar una vida interior en este tiempo feroz, en un mundo occidental que ha
perdido el alma, tiene algo de heroico,
La
experiencia de los orantes nos dice que, a pesar de haber rezado tanto, Dios
nunca les dio lo que pedían, sino todo aquello que deseaban, sin saber cómo, y
mucho más de lo que pedían. Ellos mismos descubrieron el sentido profundo de aquel
consejo “llamad y se os abrirá”, sólo
que la puerta que se abrió no era a la que estaban llamando.
La
puerta de la interioridad, la del verdadero rostro de Dios, la del
descubrimiento de uno mismo, sólo lograremos abrirla si insistimos, si no nos
desanimamos, si aceptamos sentirnos a veces cansados, casi sin fe, y logramos
sentarnos desalentados, dejando que alguien nos sostenga los brazos extendidos,
como Moisés en la primera lectura. Es esta una espléndida imagen de Iglesia en
la que nos ayudamos y nos soportamos mutuamente.
Juez injusto
Nos dice Jesús que, aun cuando percibiéramos a Dios como un juez incomprensible que no interviene en la vida de los débiles, que nos agobia con normas enigmáticas, que imaginamos ajeno a nuestras inquietudes y a nuestras tragedias, aun cuando Dios fuera ese monstruo que a veces dibuja nuestro inconsciente y que ciertos cristianos les gusta profesar con insistencia, hasta el hartazgo, estamos llamados a insistir en la oración.
Insistir
no para convencer a Dios, sino para convertir nuestro corazón. Insistir para purificar nuestro corazón y
descubrir que Dios no es un juez, ni justo ni injusto, sino un Padre tierno. Insistir no para cambiar radicalmente las
cosas, ni siquiera a nosotros mismos, sino para ver y sentir en el mundo los
latidos del corazón de Dios. Insistir en la batalla que tenemos que afrontar
cada día, como Moisés que reza para vencer. Insistir.
Pero
lo inquietante no es la oración, sino la última e indigesta pregunta de Jesús
que martillea en nuestras sienes: “Cuándo
vuelva, ¿encontraré todavía fe sobre la tierra?”
¿Fe?
Jesús
ha venido como resplandor del Padre. Nos ha descrito y dado a Dios porque él mismo
es Dios. Ha persuadido al mundo sobre Dios, llenándolo de su Espíritu, aunque
el mundo, la Iglesia y nosotros mismos corremos continuamente el peligro de
olvidarnos del rostro del Padre para reemplazarlo por ese otro diosecillo que
se adecúa más a nuestros esquemas.
En
un derroche de locura Jesús confió el Reino a la Iglesia, a esta Iglesia
nuestra, para que fuese testigo del Padre. A esta Iglesia débil hecha de personas
débiles, aunque transfiguradas por el Espíritu. Pero estamos llamados a una
única cosa: a tener fe-confianza y a transmitirla.
Jesús
volverá, lo sabemos, en la plenitud de los tiempos, cuando todas las gentes
hayan oído anunciar el Evangelio de Cristo. Vendrá para completar el trabajo
que nosotros hayamos hecho, si no es que nos estancamos por la incompetencia de
los operarios, por la polémica sobre los recursos, por un particularismo egoísta
o por la pelea entre los obreros de la viña.
La
pregunta que el Señor nos hará va a ser: ¿Todavía habrá fe? No nos dice: ¿Habrá todavía una organización
eclesial? ¿Habrá todavía una vida ética, consecuente con el cristianismo? ¿Quedarán
todavía bonitas y buenas obras sociales? No nos preguntará si la gente irá a
Misa o no, si los cristianos serán todavía visibles y significativos, si todavía
se profesarán los valores del evangelio en el mundo.
¿Habrá
todavía fe? Porque la fe es la que busca al Señor, en quien confía. No busca la
eficacia, ni la organización, ni la coherencia, ni las estructuras. Todas estas
cosas son esenciales si llevan a la fe y la cultivan; si nos llevan a Dios. Pero son inútiles y peligrosas, si se
convierten en autorreferenciales, si sólo se quedan en celebraciones huecas, en
usos y ritos cerrados en sí mismos.
Si
no buscamos al Señor corremos el riesgo de confundir los planes, de dejar que
las cosas penúltimas y antepenúltimas tomen el sitio de las cosas últimas,
principales y verdaderas.
Sacudidas
Sano
reproche, el que Jesús nos hace hoy, sano realismo y desconcertante
provocación. Jesús pide a sus discípulos conservar la fe en la adversidad, no
ceder, no aflojar, seguir con la desarmada y desarmante batalla del Reino y
anunciarlo a los demás.
Es
tiempo de fidelidad, tiempo de no aflojar, de no ceder… justo en estos tiempos
brumosos y confusos.
Hoy,
en esta eucaristía, con nuestra presencia, con nuestra vida y nuestro deseo, digamos:
sí, Señor, Maestro, si hoy vinieras, si fuese ahora la plenitud de los tiempos,
todavía encontrarías una fe ardiente: por lo menos la de cada uno de nosotros.
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