Los textos de hoy nos hablan de la oración.
A los cristianos nos gusta orar:
hablamos de la oración, la necesitamos. Sentimos una fuerza extraordinaria que
proviene de la meditación orante de la Palabra. Pero muchas veces rezamos mal y
distraídos, igual que hacemos en otras muchas cosas. No siempre logramos
levantarnos temprano por la mañana para recortar al día un tiempo para la
oración y, por la tarde, a menudo el cansancio se impone a los buenos deseos
que tenemos de un momento de pausa al anochecer.
A veces es pesado rezar. Monjas de
clausura, amigas mías, que pasan muchas horas al día en oración por los demás,
me comentan con humor que, a veces, se cansan de rezar. ¡Parece un chiste!
Convencer a alguien de la necesidad
y la importancia de la oración es imposible. Pero, por otra parte, es
igualmente imposible que quien haya descubierto el rostro de Dios en la oración
llegue alguna vez a abandonarla.
La oración es una experiencia única
y personal que se aprende a medida que se practica. Me parece a mí que los
libros para enseñar a orar solo sirven al que los escribe.
La oración es el santuario donde
descubrimos el verdadero rostro de Dios, el lugar donde el alma recompone
nuestra vida fragmentada e incoherente. Por eso, os confieso que conservar y
cultivar una vida interior en este tiempo feroz, en un mundo occidental que ha
perdido el alma, tiene algo de heroico.
La experiencia de los orantes nos
dice que, a pesar de haber rezado tanto, Dios nunca les dio exactamente lo que
pedían, sino todo aquello que deseaban —sin saber cómo—, y además mucho más de
lo que esperaban. Ellos mismos descubrieron el sentido profundo de aquel
consejo: “Llamad y se os abrirá”, solo que la puerta que se abrió no era
aquella a la que estaban llamando.
La puerta de la interioridad, la
del verdadero rostro de Dios, la del descubrimiento de uno mismo, solo
lograremos abrirla si insistimos, si no nos desanimamos, si aceptamos sentirnos
a veces cansados, casi sin fe, y logramos sentarnos desalentados, dejando que
alguien nos sostenga los brazos extendidos, como Moisés en la primera lectura.
Es esta una espléndida imagen de la
Iglesia: una comunidad en la que nos ayudamos y nos sostenemos mutuamente.
Nos dice Jesús que, aun cuando percibiéramos a Dios como un juez incomprensible que no interviene en la vida de los débiles, que nos agobia con normas enigmáticas, que imaginamos ajeno a nuestras inquietudes y a nuestras tragedias, aun cuando Dios fuera ese monstruo que a veces dibuja nuestro inconsciente —y que ciertos cristianos gustan de profesar con insistencia, hasta el hartazgo—, estamos llamados a insistir en la oración.
Insistir no para convencer a Dios,
sino para convertir nuestro corazón.
Insistir para purificarlo y descubrir que Dios no es un juez —ni justo ni
injusto— sino un Padre tierno. Insistir no para cambiar radicalmente las cosas,
ni siquiera a nosotros mismos, sino para ver y sentir en el mundo los latidos
del corazón de Dios. Insistir en la batalla que tenemos que afrontar cada día,
como Moisés que reza para vencer. Insistir.
No nos dirá: ¿Habrá todavía una organización eclesial? ¿Habrá todavía una vida
ética, consecuente con el cristianismo? ¿Quedarán todavía buenas y bellas obras
sociales? No nos preguntará si la gente irá a misa o no, si los cristianos
serán todavía visibles y significativos, si todavía se profesarán los valores
del Evangelio en el mundo.
Pero lo inquietante no es la
oración, sino la última y desconcertante pregunta de Jesús, que martillea en
nuestras sienes: “Cuando vuelva, ¿encontraré todavía fe sobre la tierra?”
Jesús ha venido como resplandor del
Padre. Nos ha descrito y nos ha dado a Dios porque él mismo es Dios. Ha
persuadido al mundo sobre Dios, llenándolo de su Espíritu, aunque el mundo, la
Iglesia y nosotros mismos corremos continuamente el peligro de olvidarnos del
rostro del Padre para reemplazarlo por ese otro diosecillo que se adecúa más a
nuestros esquemas.
En un derroche de locura, Jesús
confió el Reino a la Iglesia —a esta Iglesia nuestra— para que fuese testigo
del Padre. A esta Iglesia débil, hecha de personas débiles, aunque
transfiguradas por el Espíritu. Pero estamos llamados a una única cosa: a
tener fe, confianza, y a transmitirla.
Jesús volverá, lo sabemos, en la
plenitud de los tiempos, cuando todas las gentes hayan oído anunciar el
Evangelio de Cristo. Vendrá para completar el trabajo que nosotros hayamos
hecho, si no es que nos estancamos por la incompetencia de los operarios, por
la polémica sobre los recursos, por un particularismo egoísta o por la pelea
entre los obreros de la viña.
La pregunta que el Señor nos hará
será: ¿Todavía habrá fe?
¿Habrá todavía fe? Porque la
fe es la que busca al Señor, en quien confía. No busca la eficacia, ni la
organización, ni la coherencia, ni las estructuras. Todas estas cosas son
esenciales si conducen a la fe y la cultivan, si nos llevan a Dios. Pero son
inútiles y peligrosas si se vuelven autorreferenciales, si solo se quedan en
celebraciones huecas, en usos y ritos cerrados en sí mismos.
Si no buscamos al Señor, corremos el riesgo de confundir los planos, de dejar que
las cosas penúltimas o antepenúltimas tomen el lugar de las cosas últimas,
principales y verdaderas.
Sano reproche el que Jesús nos hace
hoy: sano realismo y desconcertante provocación. Jesús pide a sus discípulos
conservar la fe en la adversidad, no ceder, no aflojar, seguir con la desarmada
y desarmante batalla del Reino y anunciarlo a los demás.
Es tiempo de fidelidad, tiempo de
no aflojar, de no ceder… justo en estos tiempos brumosos y confusos.
Hoy, en esta eucaristía, con
nuestra presencia, con nuestra vida y nuestro deseo, digamos: Sí, Señor,
Maestro, si hoy vinieras, si fuese ahora la plenitud de los tiempos, todavía
encontrarías una fe ardiente: por lo menos la de cada uno de nosotros.
Por eso, siguiendo el mensaje papal para este DOMUND, pidamos por el servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia. ¡Que nosotros estemos dispuestos a sembrar esperanza, cada uno según su estado y condición de vida, tratando de imitar el buen ejemplo de nuestros misioneros en los territorios de misión! Que así sea.e nosotros.
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