Sobrevivir en la fe, en estos frágiles tiempos, no
es fácil y pide de nosotros una constancia y una determinación grande. Los
ritmos de la vida, las continuas demandas que nos alejan de la visión
evangélica, un desaliento cada vez mayor y más sutil, nos impiden vivir con
serenidad nuestro vivir cristiano.
Un cristiano adulto con familia, si es que logra
desembarazarse de la organización de la vida cotidiana (trabajo, escuela, gastos…)
difícilmente logra organizarse una vida interior que vaya más allá de la Misa
dominical. Y eso cuando le encaja bien.
Pero si no logramos cada día encontrar un espacio,
aunque sea pequeño, de oración e interioridad, no lograremos conservar la
fe.
El fariseo y los estorbos del corazón
Los fariseos eran devotos de la ley, trataban de
contrarrestar el relajamiento general del pueblo de Israel, observando escrupulosamente
cada norma de la ley de Dios, por pequeña que fuera. La lista de prácticas que
el fariseo hace ante Dios es correcta: ¡el fariseo, celosamente, paga el diezmo
de sus ingresos, no solamente del sueldo, como todos, sino incluso de las
hierbas de infusión y de las especias de cocina!
¿Cuál es, entonces el problema del fariseo?
Es sencillo, nos dice Jesús: el fariseo está tan
lleno, tan inflado de su nueva y brillante identidad espiritual, tan consciente
de su bondad, tan lleno de su ego espiritual,
que Dios no sabe por dónde entrarle. En el corazón del fariseo hay sitio sólo para
las prácticas y cumplimientos, pero no para Dios.
Peor aún: ¡en lugar de confrontarse con el
proyecto, espléndido, que Dios tiene sobre cada uno de nosotros, y sobre él
mismo, se enfrenta con quien – según él – hace las cosas peor, con aquel
publicano al que, allí en el fondo, no debería permitírsele ni siquiera entrar en
la iglesia!
Éste es el núcleo de la cuestión: es necesario
ponernos en serio –muy en serio- a la búsqueda de Dios. Deseamos intensamente
conocerlo, deseamos convertirnos en discípulos suyos, pero no logramos crear un
espacio interior suficiente para que Él pueda manifestársenos. Con la cabeza y
el corazón atascados de preocupaciones, de deseos, de pensamientos… no logramos
hacer espacio a Dios dentro de nosotros.
A veces nos ocurre que, después de una experiencia
impactante -que sé yo: un retiro, una peregrinación- sentimos su presencia con
fuerza, pero, una vez vueltos a casa, nuestra cabeza se rellena de las
preocupaciones de este mundo.
Y no es sólo problema de orgullo. Es una
complicación de la existencia, de una vida que no logra salir fuera del agujero
negro en que se ha metido.
Sugerencias de publicano
Mirando al publicano, podemos encontrar algunas sugerencias que tal vez suenen incómodas, pero que son necesarias, para salir del agujero:
-
Si
no logro acotar en mi jornada un momento de absoluto relax, de vacío mental, a
lo mejor después de una agotadora actividad, si no hago silencio a mi alrededor
(apago la tele, desconecto el móvil…). Si no preveo, al menos de vez en cuando,
evitar un día de estrés en el atasco de la autopista intentando llegar a un
descanso agotador…
-
…
Me costará encontrar un lugar en el que Dios se me haga presente.
Lo sé, hoy resistir cuesta: la jornada está llena de
compromisos indispensables para sobrevivir; éste es el problema. Pero creo que
es posible crear cada día una “zona de desierto” en nuestra vida.
Vacío
La vida del publicano, sin embargo, tiene cantidad
de espacios oscuros: el dinero que ha ganado con deshonestidad, el odio de sus
conciudadanos (porque es un colaboracionista de los romanos), la impresión de
haber fracasado en sus opciones crea un vacío dentro de él, un vacío que sólo Dios
sabrá llenar. Consciente de sus límites, confía sus vacíos y oscuridades a Dios,
pide con verdad y dolor que Dios le perdone. Y así ocurre.
Existe un modo, lleno de arrogancia, de vivir y de
ser discípulos, con un ego desmedido,
lleno de certezas para echárselas en cara a los otros, basta con ver el nivel
de choque político e ideológico que vivimos.
Existe, en cambio, un modo de vivir y de ser
discípulos, lleno de búsqueda y de humildad, con ganas de escuchar y de
entender, de seguir buscando, incluso aunque ya se haya encontrado a Dios.
El Evangelio de hoy nos exhorta a dejar un poco de
espacio a Dios, a no presumir, a no ser pretenciosos, a no perder el tiempo
enumerando nuestras virtudes.
Circunstancias
históricas y corrientes triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a
los católicos especialmente proclives a la tentación farisaica. Por eso, hemos
de leer la parábola cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos
mejores que los agnósticos? ¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no
practicantes? ¿Qué hay en el fondo de ciertas oraciones por la conversión de
los pecadores? ¿Qué significa reparar los pecados de los demás si nosotros no
nos convertimos a Dios?
Hermanos: estamos todos desnudos ante Dios, todos somos
mendigos, todos pecadores. No podemos juzgar a nadie, si no es desde el límite,
desde el último puesto de la Historia en el que el Hijo de Dios ha querido
habitar.
DOMUND
Hoy, además, celebramos la Jornada Mundial de las
Misiones, el Domund.
Los cristianos estamos llamados a comunicar a
todos los pueblos la Buena Noticia que el Evangelio nos trae. Es ésta una
misión que no podemos realizar individualmente, sino sintiéndonos unidos en comunión
con toda la Iglesia y no por propia iniciativa. No es casual que Jesús enviara
a sus discípulos en misión de dos en dos.
El anuncio de Cristo que hagamos, conforme al
Evangelio, ha de ir unido a un ejemplo de vida cristiana para poder ser misioneros
como los primeros cristianos, que testimoniaban al Señor con palabras y obras en
cada ámbito de la vida, como nos recuerda papa Francisco en su Mensaje para esta
Jornada Mundial.
Una vez más, Dios nos pide a cada uno de nosotros
autenticidad, capacidad de presentarnos ante Él sin papeles, sin máscaras, sin
paranoias, sin prejuicios.
Dios no necesita buenas personas que se presentan ante
él para conseguir una palmadita consoladora en el hombro, sino hijos e hijas que
quieren estar con el Padre, en una absoluta y, a veces, dramática
autenticidad.
Ésta es la condición para conseguir, como el
publicano, la conversión del corazón. Que el Señor nos la conceda a todos. Así
sea.
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