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viernes, 31 de octubre de 2025

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS (1 de noviembre)


Primera lectura: Ap 7,2-4.9-14
Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda lectura: 1Jn 3,1-3
Evangelio: Mt 5, 1-12a

Hoy la Iglesia celebra en una sola fiesta la santidad que Dios derrama sobre todos los que confían en Él. Es una fiesta luminosa, que nos anima a mirar hacia lo alto y a desear con más fuerza parecernos a los santos, esos amigos de Dios que nos muestran que vivir según el Evangelio es posible.

“¡Qué hermoso es ser santo!” No lo decimos solo por las imágenes que veneramos en los templos ni por las velas que encendemos ante ellas, sino porque ser santo es cumplir el sueño de Dios sobre nosotros. Es llegar a ser la obra maestra que Él pensó desde el principio para cada uno. Dios cree en nosotros, nos sostiene y nos ofrece todo lo necesario para alcanzar esa plenitud.

Hoy celebramos, en el fondo, nuestra propia vocación y destino. La Iglesia, santa y pecadora a la vez, nos invita a mirar más allá de las apariencias: en el corazón de cada persona hay un santo en germen. Todos nacemos para realizar el sueño de Dios, y cada uno tiene un lugar y una misión insustituibles en este mundo.

Ser santo no es obra del esfuerzo personal, sino de la gracia que se deja actuar. El santo no es quien se impone metas heroicas, sino quien permite que Dios transforme su vida.

La santidad: don de Dios

La santidad que celebramos hoy no es principalmente nuestra, sino la de Dios. Y al acercarnos a Él, nos dejamos contagiar de su luz, de su amor y de su paz. Él, que es el Santo por excelencia, desea comunicarnos su propia vida.

El Papa Francisco nos recuerda que “la santidad no es algo que conseguimos por nuestras fuerzas o capacidades”. Es un don. “Es el regalo que Jesús nos hace cuando nos toma consigo, nos reviste de sí mismo y nos hace semejantes a Él”. Por eso, añade el Papa, la santidad no es un privilegio de unos pocos elegidos: es una vocación universal, ofrecida a todos. No consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias, como decía santa Teresa del Niño Jesús.

Dios ya ve en nosotros la plenitud que podemos alcanzar, aunque nosotros nos quedemos muchas veces conformes con la mediocridad. No hay tristeza más profunda que la de no ser santos. Porque lo santo es lo más bello y noble de la condición humana, aquello para lo que fuimos creados.

Escuchemos esa nostalgia interior, esa llamada a la plenitud.

Los santos, compañeros de camino

Saquemos a los santos de las hornacinas y de los altares donde los hemos colocado, y acerquémoslos a nuestra vida cotidiana. Que sean amigos y consejeros, hermanos y maestros. Ellos no son personajes extraños o inalcanzables, sino discípulos que creyeron en el sueño de Dios. No nacieron predestinados: fueron hombres y mujeres como tú y como yo, que se fiaron del Señor y se dejaron modelar por Él.

El mayor milagro de su vida no fue obrar prodigios, sino su perseverante conversión, su capacidad de recomenzar una y otra vez tras cada caída. No fueron perfectos ni impecables, pero tuvieron el valor de dejarse levantar. Y lejos de vivir aislados, su felicidad consiste ahora en compartir con nosotros la alegría que han alcanzado.

Pidamos hoy a los santos su intercesión:

que Pedro nos regale su fe firme, Francisco de Asís su gozo humilde, Pablo su ardor misionero, Teresa de Lisieux su confianza sencilla, Ignacio de Loyola su discernimiento para hallar a Dios en todo, Francisco de Javier su valentía evangelizadora… y tantos otros que siguen alentando nuestro camino.

Que todos juntos, ellos en la gloria y nosotros en la tierra, alabemos la belleza de Dios y vivamos con la esperanza de participar un día en su plenitud.

Ser santos ahora

Si la santidad es el modelo de humanidad plena, ¿por qué no aspirar a ella ya? Como decía aquel poema antiguo, “loco debo de ser si no soy santo”.

Santo es quien deja que Dios llene su vida hasta hacerla don para los demás. Celebrar esta fiesta es celebrar otra historia, la verdadera: la que no escriben los poderosos ni las guerras, sino la que Dios teje silenciosamente en la vida de los que aman, sirven, perdonan y siembran paz.

Las Bienaventuranzas del Evangelio nos revelan la lógica de Dios, tan distinta de la nuestra. Felices los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz… Ellos son los verdaderos constructores del Reino.

Ese Reino está ya en marcha. Dios nos lo ha confiado, pero depende de nosotros hacerlo visible cada día, en lo pequeño y en lo concreto.

Hoy pidamos a los santos —los conocidos y los anónimos— que nos enseñen a creer, a esperar, a amar como ellos lo hicieron. Que nuestra vida se vuelva cada vez más transparente al rostro de Jesús, el único camino hacia Dios.

Que así sea.

 

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