Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda lectura: 1Jn 3,1-3
Evangelio: Mt 5, 1-12a
Hoy la Iglesia
celebra en una sola fiesta la santidad que Dios derrama sobre todos los que
confían en Él. Es una fiesta luminosa, que nos anima a mirar hacia lo alto y a
desear con más fuerza parecernos a los santos, esos amigos de Dios que nos
muestran que vivir según el Evangelio es posible.
“¡Qué
hermoso es ser santo!” No lo decimos solo por las imágenes que veneramos en
los templos ni por las velas que encendemos ante ellas, sino porque ser santo
es cumplir el sueño de Dios sobre nosotros. Es llegar a ser la obra maestra que
Él pensó desde el principio para cada uno. Dios cree en nosotros, nos sostiene
y nos ofrece todo lo necesario para alcanzar esa plenitud.
Hoy celebramos,
en el fondo, nuestra propia vocación y destino. La Iglesia, santa y pecadora a
la vez, nos invita a mirar más allá de las apariencias: en el corazón de cada
persona hay un santo en germen. Todos nacemos para realizar el sueño de Dios, y
cada uno tiene un lugar y una misión insustituibles en este mundo.
Ser santo no es
obra del esfuerzo personal, sino de la gracia que se deja actuar. El santo no
es quien se impone metas heroicas, sino quien permite que Dios transforme su
vida.
La santidad:
don de Dios
La santidad que
celebramos hoy no es principalmente nuestra, sino la de Dios. Y al acercarnos a
Él, nos dejamos contagiar de su luz, de su amor y de su paz. Él, que es el
Santo por excelencia, desea comunicarnos su propia vida.
El Papa Francisco nos recuerda que “la santidad no es algo que conseguimos por nuestras fuerzas o capacidades”. Es un don. “Es el regalo que Jesús nos hace cuando nos toma consigo, nos reviste de sí mismo y nos hace semejantes a Él”. Por eso, añade el Papa, la santidad no es un privilegio de unos pocos elegidos: es una vocación universal, ofrecida a todos. No consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias, como decía santa Teresa del Niño Jesús.
Dios ya ve en
nosotros la plenitud que podemos alcanzar, aunque nosotros nos quedemos muchas
veces conformes con la mediocridad. No hay tristeza más profunda que la de no
ser santos. Porque lo santo es lo más bello y noble de la condición humana,
aquello para lo que fuimos creados.
Escuchemos esa
nostalgia interior, esa llamada a la plenitud.
Los santos,
compañeros de camino
Saquemos a los
santos de las hornacinas y de los altares donde los hemos colocado, y
acerquémoslos a nuestra vida cotidiana. Que sean amigos y consejeros, hermanos
y maestros. Ellos no son personajes extraños o inalcanzables, sino discípulos
que creyeron en el sueño de Dios. No nacieron predestinados: fueron hombres y
mujeres como tú y como yo, que se fiaron del Señor y se dejaron modelar por Él.
El mayor
milagro de su vida no fue obrar prodigios, sino su perseverante conversión, su
capacidad de recomenzar una y otra vez tras cada caída. No fueron perfectos ni
impecables, pero tuvieron el valor de dejarse levantar. Y lejos de vivir
aislados, su felicidad consiste ahora en compartir con nosotros la alegría que
han alcanzado.
Pidamos hoy a
los santos su intercesión:
que Pedro
nos regale su fe firme, Francisco de Asís su gozo humilde, Pablo
su ardor misionero, Teresa de Lisieux su confianza sencilla, Ignacio
de Loyola su discernimiento para hallar a Dios en todo, Francisco de Javier
su valentía evangelizadora… y tantos otros que siguen alentando nuestro camino.
Que todos
juntos, ellos en la gloria y nosotros en la tierra, alabemos la belleza de Dios
y vivamos con la esperanza de participar un día en su plenitud.
Ser santos
ahora
Si la santidad
es el modelo de humanidad plena, ¿por qué no aspirar a ella ya? Como decía
aquel poema antiguo, “loco debo de ser si no soy santo”.
Santo es quien
deja que Dios llene su vida hasta hacerla don para los demás. Celebrar esta
fiesta es celebrar otra historia, la verdadera: la que no escriben los
poderosos ni las guerras, sino la que Dios teje silenciosamente en la vida de
los que aman, sirven, perdonan y siembran paz.
Las
Bienaventuranzas del Evangelio nos revelan la lógica de Dios, tan distinta de
la nuestra. Felices los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los
limpios de corazón, los que trabajan por la paz… Ellos son los verdaderos
constructores del Reino.
Ese Reino está
ya en marcha. Dios nos lo ha confiado, pero depende de nosotros hacerlo visible
cada día, en lo pequeño y en lo concreto.
Hoy pidamos a
los santos —los conocidos y los anónimos— que nos enseñen a creer, a esperar, a
amar como ellos lo hicieron. Que nuestra vida se vuelva cada vez más
transparente al rostro de Jesús, el único camino hacia Dios.
Que así sea.

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