Jesús está a punto de subir a Jerusalén. Menos de
treinta kilómetros lo separan de su muerte.
En las últimas semanas hemos leído los variados discursos
que Jesús iba dirigiendo a sus discípulos, temas centrales como el matrimonio, el
seguimiento, la pobreza. Pero los discípulos - todavía el domingo pasado - parecen
no entender nada.
Bartimeo
Jericó
era la última etapa para los romeros que subían a Jerusalén. Entre los
muchos mendigos que esperaban limosna a las afueras de la ciudad, estaba
Bartimeo. Su historia es un espejo del verdadero discipulado, en contraste con
los apóstoles que, aún ciegos espiritualmente, soñaban con un reino terrenal minimizando y
esquivando las profecías referidas a la muerte de Jesús.
Bartimeo está en la cuneta del camino, no puede
hacer más que esperar como muchas personas que encontramos hoy, resignadas por
la situación económica, por el desaliento existencial, con una perspectiva
limitada y asfixiante de la vida. Como tantos mendigos, Bartimeo sólo vive de
limosna.
Hasta que oye hablar de Jesús. No lo conoce, pero
alguien le había contado cosas de él. Ahora, el deseo y la curiosidad toman la
delantera.
Bartimeo empieza susurrando y termina gritando. Pide piedad.
Piedad, porque no tiene luz en el corazón. Piedad,
porque está paralizado por el miedo. Piedad, porque no sabe lo que ha de hacer.
Como ese grito atávico que sale de lo profundo de
uno cuando la vida nos apalea y no nos resignamos a ello. Como ese deseo que parece
volverse loco en nosotros cuando nos planteamos el sentido de la vida. Como la
toma de conciencia de ser mendigo, cuando no tenemos en nosotros mismos las
respuestas que buscamos, y tenemos que esperarlas de otros.
Silencios y gritos
A Bartimeo muchos le dicen que se
calle, como ocurre cuando expresamos nuestra sed de Dios en tantas ocasiones.
Nos lo piden los amigos de la tertulia o del bar; la
gente con la que nos encontramos; los que consideran una tontería el
descubrimiento de la interioridad; los que, sin haber buscado, impiden que los otros
salgan de sí. Pero también nos lo piden los creyentes que ponen palos en las
ruedas y límites a la acción de Dios; los que ponen condiciones, que miran desde
lo alto y desde la prepotencia de sus certezas de fe a quién mendiga un poco de
sentido de la vida.
En cambio Bartimeo grita, vocea. Su grito de
"¡Hijo de David, ten compasión de mí!" surge de lo más profundo, como
el clamor del alma que busca sentido. Grita como la poderosa imagen del pálido cuadro
de Munch. Grita su propia angustia para liberarse de ella.
Jesús lo oye y manda a alguien a por él. Jesús busca
alcanzarnos mediante el rostro de un hermano que se preocupa de nosotros,
aunque no nos conozca. Y nos habla dando ánimos.
Alguien, un discípulo, un amigo, un
acontecimiento, que nos repite: “¡Ánimo! Levántate que Jesús te llama.”
¡Fiémonos, porque los hermanos que nos invitan a
tener ánimo lo hacen con amor y desinterés, levantémonos de nuestras parálisis,
abandonemos nuestros miedos inconmensurables, soltemos la capa de la queja y dejémonos
ser alcanzados por el Señor!
Bartimeo suelta el manto – su única posesión - y corre
hacia Cristo. Hace lo que el hombre rico, aquél de hace un par de domingos, no supo
hacer.
El ciego pega un salto y el manto doblado, que
ponía sobre las piernas para recoger las pocas monedas, va por los aires. Ha
intuido la novedad de la llamada de Jesús, pero primero tiene que liberarse de
lo poco que le ata. ¡Qué lección de desprendimiento!
A menudo, pedimos, gritamos nuestro dolor a Dios
pero no estamos dispuestos a confiarnos a él, a correr junto a él, a liberarnos
del manto que nos retiene atados a nuestras rutinas.
Diálogo
El diálogo entre el ciego y Jesús da escalofríos.
¿Qué quieres que haga por ti? El Señor, hoy y siempre, nos
pregunta qué es lo que queremos de él. Podríamos pedirle mil cosas: suerte,
dinero, afecto, salud, carrera... Bartimeo solo pide una cosa: la luz. Señor,
que vea.
¿Qué importa tener mil cosas si no reconocemos a
quien nos las da, o no nos satisfacen el deseo que sentimos? ¿Qué importa tener
salud si malgastamos la vida que Dios nos da? ¿Qué importa convertirse en alguien importante
si nos quedamos en tinieblas?
El Señor nos devuelve la luz a los ojos y al
corazón. Ahora, iluminados, como Bartimeo, podemos convertirnos en discípulos.
Iluminados
Bartimeo sigue siendo el mismo que era, su vida no
cambia, pero ahora ve y sabe adónde ir, ahora se pone en camino y sigue a
Jesús.
El cristiano vive las dificultades y los problemas
de todos, no es alguien diferente, ni mejor que los demás, sólo que ve la
realidad a la luz del evangelio. Y vistas así las cosas ya no dan miedo, la
oscuridad es soportable y el Señor nos cambia la vida.
Los discípulos de Jesús, en los primeros años,
fueron llamados de distintos modos: “nazarenos”, “los del camino” y, también, “iluminados”,
los nacidos de la luz.
No llevamos nuestra luz como algo añadido, sólo hemos
de permanecer encendidos, abrazando fuerte al Evangelio para recibir de él la luz
y la paz.
En
las densas tinieblas del dolor somos capaces de comunicar la luz del Señor
Jesús. No
para presumir de ella, sino para alumbrar el camino a tantos que, como Bartimeo,
anhelan salir de su oscuridad.
Que
el Señor nos conceda la gracia de soltar nuestros “mantos”, aquello que nos
ata, para seguirle con la misma decisión que Bartimeo. Amén.
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