Un hombre rico se acerca a Jesús corriendo, como
si tuviera una enfermedad incurable. Corre para saber cómo poder vivir en la
lógica de Dios.
Es una persona correcta y honesta en su
planteamiento: sabe que la salvación no “se merece” sino que se recibe en herencia
si se desea con corazón puro. Su actitud es teológicamente impecable.
Jesús lo acoge con simpatía, y le pide con
sencillez que observe los mandamientos. Y fijaros: Jesús ignora los primeros, los
que se refieren a Dios, y se centra en los que se refieren a las personas. Es
decir: sólo sirviendo al ser humano respetamos y damos gusto al Dios que nos ha
creado.
El hombre rico contesta que esos mandamientos los
ha observado siempre, desde su más tierna edad. Quizás tenga razón, o quizás presuma,
da lo mismo. Jesús lo ama, mirándole fijamente.
Una mirada de bien, una mirada que ve lo positivo,
aunque el rico pueda exagerar. Jesús tiene siempre y para siempre una mirada
positiva sobre nosotros, también cuando disimulamos y no queremos ver las
sombras de nuestro corazón.
Jesús ama y exige. Reclama porque ama. Y se atreve
a pedir todo: “deja todas tus riquezas”. Y aquí ya se acaba el rollito místico.
Riquezas
Marcos pone en la mitad de su evangelio los
asuntos más comprometidos: la semana pasada el matrimonio, hoy las riquezas. Es
necesario conocer y amar a Cristo antes de poder vivir sus irritantes exigencias,
sentirnos queridos antes de poder atrevernos a hacer nada.
Jesús no le pide al rico que tire el dinero, sino que
lo comparta. Le pide entrar en la lógica de sentirnos hermanos, de saber que la
riqueza es un regalo de Dios, pero que la pobreza es culpa del rico.
El rico no se entera, y seguirá siendo rico, pero
triste. No usa la sabiduría de la que habla y a la que invoca la primera
lectura que hemos escuchado. Ni acoge la espada de la Palabra que penetra hasta
el fondo de las entrañas, descrita en la Carta a los Hebreos.
Su problema no es la riqueza sino el egoísmo. Lo
entienden muy bien los discípulos, que no son ricos pero que también sienten
malestar por esta Palabra. Hermanos, la riqueza no es cuestión de cartera sino
de corazón.
Jesús insiste: una lógica tan mezquina, “rica”,
impide entrar en la lógica de Dios. Incluso la familia (!) puede convertirse en
una rica posesión, incluso los afectos más sagrados. Por eso hace falta dejarlo
todo, y el Señor nos lo devolverá todo de la manera correcta.
Lo original
Jesús no condena a toda costa la riqueza, ni
exalta la pobreza sin más.
Lo digo porque a menudo nosotros los católicos resbalamos en el moralismo criticando el dinero… sobre todo el de los otros, e invitando a la generosidad… también la de los otros. Jesús, en cambio, ama al hombre rico, lo mira con ternura, ve en él una gran fuerza y la posibilidad de crecer en la fe. Le pide librarse de todo para tener más, le pide que haga la mejor inversión de su vida.
Jesús frecuenta tanto a personas ricas como a personas
pobres, porque es libre. Pero él nos advierte a nosotros, sus discípulos, que la
riqueza es peligrosa porque promete lo que no puede mantener de ningún modo.
Jesús nos dice que la riqueza puede engañarnos, puede hacer fracasar una vida miserablemente;
que la plenitud está en otro sitio, no en la fugaz emoción de haber realizado
el sueño de poseer aquello que anhelo como si se tratara de un juguete
precioso.
Pero tampoco la pobreza es deseable, porque la
miseria no acerca a Dios, sino que puede precipitar a uno en la desesperación.
Por tanto, el Señor nos pide tener un corazón
libre y solidario. La pobreza bienaventurada es la que los discípulos del Señor
elegimos porque nos es insoportable ver a un hermano en la miseria. Eso sí. De
esos pobres es el Reino de los Cielos.
Diferentes
Una vez más el Señor nos pide ser diferentes. Aquello
de “entre vosotros no sea así”, en
este caso, se trata de elegir compartir desde una vida austera; de socorrer toda
pobreza, y de contentarse con tener lo necesario, sin acabar destrozados en la
espiral de la codicia. Sobre todo, en estos tiempos de delirio del consumismo, de
la banalidad y del despilfarro.
Las noticias que, últimamente y desde hace ya
demasiado tiempo, nos asaetean con quienes ofensivamente usan el dinero público
en beneficio propio, con quienes evaden y defraudan, con quienes usando la
política mezquinamente y de manera perversa, nos han de convocar más que nunca a
ejercitar en nuestras vidas los principios de la honestidad y la solidaridad.
Dios se pone de parte de los últimos, de los
enfermos, de los parados, de los pobres. También nosotros, día a día, estamos llamados
a ser transparentes y honestos tanto en lo pequeño como en lo grande. Cada uno
según sus obligaciones.
Honestidad, limosna, cooperación, regalo,
compartir son aún los protagonistas de una sana vida de discípulo, sin afanarse
por acumular, sino encomendándose conscientemente y confiando en el Dios que viste
con esplendor la hierba del campo.
Esta lógica tiene que empapar también las
relaciones en las comunidades cristianas, en las que el dinero que ha de servir
al anuncio del evangelio sin opacidades y sin ambigüedad. Si formamos parte de
una comunidad también hemos de mantenerla económicamente, pidiendo y ofreciendo
transparencia, orientando las diversas opciones al servicio del anuncio del
evangelio.
Ojalá que, entre nosotros, en nuestras iglesias,
en nuestras opciones de vida, prevalezca siempre la generosidad y la confianza
en la Providencia, frente al cálculo que empaña la libertad que hemos de tener
respecto a lo que poseemos, porque todo es don de Dios. Nosotros sólo somos administradores,
no propietarios.
Por tanto, hagámonos donación, hagamos de nuestra
vida un regalo y obtendremos misteriosamente el ciento por uno. Es lo que
Pedro, y tantos otros que siguieron al Señor, han experimentado en sus vidas.
¡Que ésta sea también nuestra experiencia!
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