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sábado, 9 de octubre de 2021

DOMINGO 28º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


 Primera lectura: Sab 7, 7-11
Salmo Responsorial: Salmo 89
Segunda lectura: Heb 4, 12-13
Evangelio: Mc 10, 17-30


Un hombre rico se acerca a Jesús corriendo, como si tuviera una enfermedad incurable. Corre para saber cómo poder vivir en la lógica de Dios.

Es una persona correcta y honesta en su planteamiento: sabe que la salvación no “se merece” sino que se recibe en herencia si se desea con corazón puro. Su actitud es teológicamente impecable.

Jesús lo acoge con simpatía, y le pide con sencillez que observe los mandamientos. Y fijaros: Jesús ignora los primeros, los que se refieren a Dios, y se centra en los que se refieren a las personas. Es decir: sólo sirviendo al ser humano respetamos y damos gusto al Dios que nos ha creado.

El hombre rico contesta que esos mandamientos los ha observado siempre, desde su más tierna edad. Quizás tenga razón, o quizás presuma, da lo mismo. Jesús lo ama, mirándole fijamente.

Una mirada de bien, una mirada que ve lo positivo, aunque el rico pueda exagerar. Jesús tiene siempre y para siempre una mirada positiva sobre nosotros, también cuando disimulamos y no queremos ver las sombras de nuestro corazón.

Jesús ama y exige. Reclama porque ama. Y se atreve a pedir todo: “deja todas tus riquezas”. Y aquí ya se acaba el rollito místico.

Riquezas

Marcos pone en la mitad de su evangelio los asuntos más comprometidos: la semana pasada el matrimonio, hoy las riquezas. Es necesario conocer y amar a Cristo antes de poder vivir sus irritantes exigencias, sentirnos queridos antes de poder atrevernos a hacer nada.

Jesús no le pide al rico que tire el dinero, sino que lo comparta. Le pide entrar en la lógica de sentirnos hermanos, de saber que la riqueza es un regalo de Dios, pero que la pobreza es culpa del rico.

El rico no se entera, y seguirá siendo rico, pero triste. No usa la sabiduría de la que habla y a la que invoca la primera lectura que hemos escuchado. Ni acoge la espada de la Palabra que penetra hasta el fondo de las entrañas, descrita en la Carta a los Hebreos.

Su problema no es la riqueza sino el egoísmo. Lo entienden muy bien los discípulos, que no son ricos pero que también sienten malestar por esta Palabra. Hermanos, la riqueza no es cuestión de cartera sino de corazón.

Jesús insiste: una lógica tan mezquina, “rica”, impide entrar en la lógica de Dios. Incluso la familia (!) puede convertirse en una rica posesión, incluso los afectos más sagrados. Por eso hace falta dejarlo todo, y el Señor nos lo devolverá todo de la manera correcta.

Lo original

Jesús no condena a toda costa la riqueza, ni exalta la pobreza sin más.

Lo digo porque a menudo nosotros los católicos resbalamos en el moralismo criticando el dinero… sobre todo el de los otros, e invitando a la generosidad… también la de los otros. Jesús, en cambio, ama al hombre rico, lo mira con ternura, ve en él una gran fuerza y la posibilidad de crecer en la fe. Le pide librarse de todo para tener más, le pide que haga la mejor inversión de su vida.

Jesús frecuenta tanto a personas ricas como a personas pobres, porque es libre. Pero él nos advierte a nosotros, sus discípulos, que la riqueza es peligrosa porque promete lo que no puede mantener de ningún modo. Jesús nos dice que la riqueza puede engañarnos, puede hacer fracasar una vida miserablemente; que la plenitud está en otro sitio, no en la fugaz emoción de haber realizado el sueño de poseer aquello que anhelo como si se tratara de un juguete precioso.

Pero tampoco la pobreza es deseable, porque la miseria no acerca a Dios, sino que puede precipitar a uno en la desesperación.

Por tanto, el Señor nos pide tener un corazón libre y solidario. La pobreza bienaventurada es la que los discípulos del Señor elegimos porque nos es insoportable ver a un hermano en la miseria. Eso sí. De esos pobres es el Reino de los Cielos.

 Diferentes

Una vez más el Señor nos pide ser diferentes. Aquello de “entre vosotros no sea así”, en este caso, se trata de elegir compartir desde una vida austera; de socorrer toda pobreza, y de contentarse con tener lo necesario, sin acabar destrozados en la espiral de la codicia. Sobre todo, en estos tiempos de delirio del consumismo, de la banalidad y del despilfarro.

Las noticias que, últimamente y desde hace ya demasiado tiempo, nos asaetean con quienes ofensivamente usan el dinero público en beneficio propio, con quienes evaden y defraudan, con quienes usando la política mezquinamente y de manera perversa, nos han de convocar más que nunca a ejercitar en nuestras vidas los principios de la honestidad y la solidaridad.

Dios se pone de parte de los últimos, de los enfermos, de los parados, de los pobres. También nosotros, día a día, estamos llamados a ser transparentes y honestos tanto en lo pequeño como en lo grande. Cada uno según sus obligaciones.

Honestidad, limosna, cooperación, regalo, compartir son aún los protagonistas de una sana vida de discípulo, sin afanarse por acumular, sino encomendándose conscientemente y confiando en el Dios que viste con esplendor la hierba del campo.

Esta lógica tiene que empapar también las relaciones en las comunidades cristianas, en las que el dinero que ha de servir al anuncio del evangelio sin opacidades y sin ambigüedad. Si formamos parte de una comunidad también hemos de mantenerla económicamente, pidiendo y ofreciendo transparencia, orientando las diversas opciones al servicio del anuncio del evangelio.

Ojalá que, entre nosotros, en nuestras iglesias, en nuestras opciones de vida, prevalezca siempre la generosidad y la confianza en la Providencia, frente al cálculo que empaña la libertad que hemos de tener respecto a lo que poseemos, porque todo es don de Dios. Nosotros sólo somos administradores, no propietarios.

Por tanto, hagámonos donación, hagamos de nuestra vida un regalo y obtendremos misteriosamente el ciento por uno. Es lo que Pedro, y tantos otros que siguieron al Señor, han experimentado en sus vidas. ¡Que ésta sea también nuestra experiencia!

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