Salmo responsorial:
Salmo 23
Segunda lectura: 1Jn 3,1-3
Evangelio: Mt 5, 1-12a
Hoy la Iglesia celebra en una única fiesta la
santidad que Dios derrama sobre las personas que confían en él. ¡Una fiesta
extraordinaria, que hace crecer en nosotros el deseo de imitar a los santos en
su amistad con Dios!
¡Qué
bonito convertirse en santo! Ciertamente no por las imágenes y los devotos que
encienden cirios a sus pies.... Sino porque llegar a ser santo significa
realizar el proyecto que Dios tiene sobre nosotros, significa convertirse en la
obra maestra que él ha pensado para nosotros. Dios cree en nosotros y nos
ofrece todos los elementos para convertirnos en santos, como él es Santo. Sólo
Dios es Santo, pero desea compartir esta santidad con nosotros. ¡La santidad,
como diría santa Teresa de Lisieux, no consiste en hacer cosas extraordinarias,
sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias!
Hoy es la fiesta de nuestro destino, de nuestra
llamada. La Iglesia en camino, hecha de santos y pecadores, nos invita a fijarnos
en la verdad profunda de cada persona: tras cada mirada, dentro de cada uno de
nosotros, se esconde un santo en potencia. Cada uno de nosotros nace para realizar
el sueño de Dios y nuestro puesto es insustituible en este mundo.
El santo es el que ha descubierto este destino y
lo ha realizado; mejor aún: se ha dejado hacer, ha dejado que Dios tome posesión
de su vida.
El santo
La santidad que celebramos es la de Dios y,
acercándonos a él, primero somos
seducidos y después contagiados. La Biblia a menudo habla de Dios y de su
santidad, de su amor perfecto, de equilibrio, de luz, de paz. Él es el Santo,
el totalmente otro, pero la Escritura nos revela que Dios desea fuertemente
compartir la santidad con su pueblo.
Dios ya nos ve santos, ve en nosotros la
plenitud que ni siquiera nos atrevemos a imaginar, conformándonos con nuestras
mediocridades.
No hay más que una tristeza: la de no ser
santos. ¡Qué gran verdad!
El santo es todo lo que de más bello y noble
existe en la naturaleza humana; en cada uno de nosotros existe la nostalgia de la
santidad, de lo que somos llamados a ser: escuchemos esa llamada, esa nostalgia.
Saquemos a los santos de las hornacinas de la devoción en las que los hemos
desterrado y convirtámoslos en nuestros amigos y consejeros, en nuestros
hermanos y maestros, repongámoslos en la cotidianidad de nuestra vida,
escuchémoslos cuando nos sugieran el recorrido que nos lleva hacia la plenitud
de la felicidad. Los que han vivido a Dios en su totalidad desean vivamente que
también nosotros experimentemos la inmensa alegría que ellos han vivido.
Los santos no son personas extrañas, hombres y
mujeres macerados en la penitencia sino discípulos que han creído en el sueño
de Dios.
Los santos no son personas que hayan nacido
predestinadas, sino hombres y mujeres como nosotros, que se han fiado y dejado hacer
por Dios.
Los santos no son pequeños operadores de
prodigios: el mayor milagro de sus vidas es su continua conversión.
Los santos no son perfectos e impecables, sino
que han tenido el ánimo, que a menudo nosotros no tenemos, de volver a empezar después
de haberse equivocado.
Los santos no son solitarios sino todo lo
contrario: después de haber conocido la gloria y la belleza de Dios, no tienen más
deseo que compartirla con nosotros.
Pidamos a los santos una ayuda para nuestro
camino: que Pedro nos dé su fe rocosa; Francisco, su perfecto regocijo; Pablo,
el ardor de la fe; Teresa de Lisieux, la sencillez de la entrega al Señor;
Ignacio de Loyola, su espíritu de discernimiento para hallar a Dios en todas
las cosas; Javier, la intrepidez misionera; y así tantos otros… ¡Así, juntos,
nosotros aquí en la tierra y ellos que ahora están colmados de gracia, cantemos
la belleza de Dios en este día que es nostalgia de lo que podremos llegar a ser,
con sólo creer, con sólo fiarnos de Él!
Ser santos
ya
¿Y nosotros? Si la santidad es el modelo de la plena
humanidad, ¿por qué no alcanzamos este objetivo?
Santo es cualquiera que deja que Dios llene su
vida hasta convertirla en un regalo para los otros.
Celebrar a los santos significa celebrar una
Historia alternativa. La historia que estudiamos en la escuela, la historia que
llega dolorosamente a nuestras casas, hecha de violencia y prepotencia entre
unos y otros, no es la verdadera Historia. Entretejida y mezclada con la
historia de los poderosos, existe una Historia diversa que Dios ha inaugurado:
su Reino de justicia, de amor y de paz.
Las Bienaventuranzas nos recuerdan con fuerza
cuál es la lógica de Dios. Una lógica en la que se percibe claramente la
diferencia entre la mentalidad de Dios y la de los hombres: los bienaventurados,
los que viven ya desde ahora la felicidad, son los mansos, los pacíficos, los limpios
de corazón, que viven con intensidad y entrega la propia vida como los santos.
Este reino que Dios ha inaugurado y que nos ha
dejado en herencia, depende de nosotros hacerlo presente y operante cada día en
nuestro tiempo.
Dejemos, hoy, que sea la parte más auténtica de
nosotros la que prevalezca, la que crezca, la que tome el mando en nuestras
vidas. Y pidamos a los santos, a los que están en el calendario y a los otros muchos
que se agolpan en el Reino de Dios, que nos ayuden a creer, a apoyarnos en la
esperanza, a enseñarnos a querer como ellos lo han sabido hacer. ¡Que nuestra
vida se convierta en transparencia de Jesús, el Señor, el único camino hacia
Dios! Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.