Los
apóstoles fueron enviados a predicar la conversión, a echar demonios, al lado
oscuro de las personas, y al fortalecimiento de los enfermos, de los inestables.
A
pesar de todo, el rechazo del que fue objeto en Nazaret no desalentó al Maestro,
sino que lo reforzó e, incluso, se atrevió a enviar a sus discípulos a
evangelizar.
Los
envió de dos en dos, porque la comunión es más importante que la habilidad de
cada individuo. Y lo hicieron sin grandes recursos, compartiendo y permaneciendo
con aquellos que los acogían.
Aquellos
discípulos no estaban muy preparados, ni eran muy capaces, ni siquiera eran particularmente
carismáticos. Pero el resultado fue extraordinario, y así vuelven con
entusiasmo, contando lo que pasó. Felices y llenos de alegría por la
efectividad del anuncio.
Como
un buen padre que ama a sus hijos, el Maestro comparte su alegría y también ve
su cansancio. Ahora es el momento de descanso, de retirarse, de dejar a la
multitud para dedicar un tiempo a lo que es precisamente el núcleo de la Palabra
de hoy: una forma inesperada de interpretar las vacaciones en este tiempo de
verano.
Es
grande Jesús, que hace que sus discípulos sean autónomos. Es grande el Señor,
que educa a los suyos, a nosotros, y nos hace responsables.
Ahora
es tiempo de ir a descansar. El Maestro lo sabe bien. Pero no lo saben tantos
otros, tal vez demasiados, que confunden las vacaciones con el olvido de todo, dando
al interruptor de apagado (¡a veces incluso del cerebro!) y dejándose arrullar por
la nada.
Jesús
descansa con sus discípulos. Ir de vacaciones con Jesús. ¡Qué fuerte!
En un lugar apartado
Sin un tiempo de desierto, de silencio e intimidad con
el Señor, no es posible seguir siendo cristianos, ni preservar la fe, ni crecer
como discípulos. Y cuanto más nos apremia el caos y la agitación diaria, más
urgente y necesario es tomarse un tiempo de respiro.
La oración diaria, un pequeño espacio para dedicar al alma, nos ayuda a sobrenadar durante la semana. Por eso, una hermosa celebración festiva, una verdadera “eucaristía”, nos permite encontrarnos con el resucitado y recargar las baterías. Pero sabemos también que la fatiga de la vida contemporánea extingue el deseo de vivir.
Sería bonito acoger la invitación que el Señor nos hace
para que nos retiremos con él, aunque sólo sea durante medio día, en un lugar
apartado, en un monasterio, en un lugar bonito de la naturaleza, o en el tranquilo
reposo de mi habitación. En silencio, para dejar que la Palabra de Dios,
reemplace nuestras pequeñas palabras.
Y si tenemos alguna responsabilidad en la comunidad,
es incluso más urgente encontrar esos tiempos de desierto. Es muy triste ver a
tantos sacerdotes y personas consagradas, abrumadas por las cosas que tienen
que hacer, convertidos en pequeños administradores de lo sagrado, que ya no
pueden vivir lo que proclaman.
Nuestras comunidades tienen graves responsabilidades
con sus pastores. Es un signo de atención evangélica notar el arduo trabajo de los
que han dedicado sus vidas al rebaño, pero que a menudo son considerados y
tratados como si fuesen mercenarios.
Y si, como Jeremías nos recuerda dramáticamente en la
primera lectura, los pastores se han convertido en mercenarios que se
apacientan a sí mismos, debemos acompañarlos con fuerza en la oración pidiendo
su conversión y la nuestra.
Jesús de Nazaret
Nos dice el evangelio que Jesús y los discípulos intentaron
apartarse en barca a un sitio tranquilo y separado de la multitud. Pero,
sorpresa, tan pronto como bajaron del bote, la multitud los reconoció y los alcanzó.
¡Las vacaciones terminaron antes de que comenzaran!
Uno estaría absolutamente molesto. Jesús, en cambio,
no. Él mira a la gente, se da cuenta de que la multitud está perdida, y siente
compasión y ternura. Pero no se trata de una ternura resbaladiza, pringosa y
falsa. Es una actitud llena de genuina compasión, de compartir de forma adulta
los sueños y dolores de las personas. Marcos usa para ello un verbo que es
característico de la actitud de Dios: la compasión que conmueve las entrañas.
Jesús conoce el dolor porque es hombre hasta el final
y porque ama de verdad al Dios suyo y Dios nuestro, porque es débil y plenamente
conocedor de las personas. Por eso, la Iglesia siempre está llamada a mirar al
mundo perdido sin juzgarlo, sin arrogancia, sin prepotencia, sino con compasión;
como Jesús el Maestro, que sabe lo que necesitamos profundamente: paz, luz, … y
vacaciones. Unas hermosas vacaciones que no sean estresantes y estúpidas, ni
aturdidoras y ruidosas.
¿Vacaciones?
Pocos
pueden darse el lujo de ir de vacaciones, uno de cada dos, dicen las
estadísticas. La crisis económica impide a muchos ausentarse durante más de una
semana. La pandemia y las restricciones desaniman a los turistas. Hoy día es
difícil irse de vacaciones.
Y
es triste ver a personas ancianas atrincheradas en casa para vencer el calor
sin poder salir a darse una vuelta. Y, contrariamente, las revistas del corazón
airean cómo hay personas que gastan decenas de miles de euros para alojarse en
lugares exóticos y exclusivos.
Jesús
tiene su propia idea de las vacaciones: apartarse de lo cotidiano, descansar,
cultivar el silencio y la relación con la naturaleza.
Aquí
hay una primera y preciosa indicación: las vacaciones son el momento de
redescubrir el alma, la propia interioridad. Está bien descansar el cuerpo,
hacer un poco de ejercicio, cambiar el ritmo de trabajo, dormir unas cuantas
horas más, quedar con la familia. Pero al mismo tiempo, dedicar un tiempo a la lectura
espiritual, a una caminata por la naturaleza, al silencio contemplativo.
¡Qué
pena da ver cómo muchos turistas se aturden de música e internet, incluso en
medio de la catedral de la Creación, que es la naturaleza, en valles, montes y
ríos!
Y
es que hay miedo al silencio. Tengamos el valor de recuperar el silencio, de
recuperar nuestro ser interior. Que las vacaciones
se conviertan en una oportunidad para encontrarse con la mirada compasiva del
Maestro. El único que sabe a dónde llevarnos.
Sepamos acoger las vacaciones como un regalo, como un
momento de escucha y compartir con otros, saliendo de nuestro horizonte y de nuestros
juicios para dar la bienvenida con dignidad a la vida de otros pueblos, para
dedicar tiempo al descanso, por supuesto, pero también para recuperar las
relaciones con la familia y con Dios.
Un
buen libro, unos evangelios, una buena lectura, pueden acompañarnos y apoyarnos
en esta aventura.
Compasión
Jesús
siente compasión de los discípulos y de toda la gente necesitada de ella. Una
compasión desde el fondo de las entrañas.
Para aquellos, la mayoría de la población, que no
tienen ni tendrán la oportunidad de irse de vacaciones, especialmente para
aquellos que viven aún más solos en el verano: los ancianos, los enfermos, los
separados, los que están en dificultades económicas…
No
sabemos, o no queremos, cómo salir de todo tipo de crisis en las que estamos
atrapados, ni cómo resolver la recepción de refugiados e inmigrantes de modo que
no se convierta en una invasión innecesaria y dañina. No tenemos la solución
para invitar a los amigos islámicos a que no se extravíen en la locura
extremista. Ni tampoco cómo convencer a las naciones y a sus gobernantes para
que no abrumen a los demás países.
Los
cristianos sólo sabemos que, si no sentimos compasión, si no sufrimos juntos
los dolores de la humanidad – como Jesús -, no iremos a ninguna parte.
Jesús,
ante tanto dolor y tanta perplejidad, empeña su palabra compasiva. Pongamos su Palabra
en el centro de nuestro verano, como sea. Porque esta Palabra con autoridad, verdadera,
compasiva y libre, es la que necesitamos.
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