Seguimos hoy con la catequesis de san Lucas que escuchábamos el domingo pasado. Allí Jesús nos pedía poner en las cosas de Dios el mismo empeño que solemos poner en los asuntos terrenos, especialmente en lo que se refiere al dinero. Recordemos su sentencia clara: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). Algunos fariseos que lo escuchaban, amigos del dinero, se reían de él. Pero Jesús no se deja intimidar: denuncia su aparente rectitud, esa altanería que —dice él— repugna a Dios, y a continuación cuenta la parábola que hemos proclamado hoy.
La parábola de Lázaro y el rico, al que llamamos Epulón —no es un nombre propio, sino un apodo que significa algo así como “comilón y marchoso”—. La escena refleja muy bien la contradicción de nuestro mundo: millones de personas mueren de hambre, mientras en otros lugares la obsesión es perder peso.
El nombre y el anonimato
Dios conoce al pobre por su nombre: Lázaro. En la Biblia, el nombre expresa intimidad, cercanía, relación personal. Dios no es indiferente a su sufrimiento. En cambio, el rico no tiene nombre propio. Vive satisfecho de sí mismo, autosuficiente, aparentemente sin problemas religiosos, pero con un corazón cerrado, indiferente al que muere en su puerta.
No se trata de que Dios haga justicia como venganza, poniendo las cosas al revés, castigando al rico y premiando al pobre. El centro de la parábola está en otra palabra clave: abismo.
El abismo
Hay un abismo entre el rico y Lázaro, y ese abismo no nace sólo en la otra vida, sino ya en esta. No se condena al rico por tener bienes, sino por la indiferencia que cava un barranco en su corazón. Puede que fuera un hombre religioso, incluso cumplidor, pero nunca atravesó el abismo para salir de sí mismo y acercarse al hermano.
Ese es el drama: el abismo de la autosuficiencia, de la presunción, de las falsas seguridades. El abismo de la omisión. No hacer el mal directamente, pero dejar de hacer el bien posible. Y ese vacío se convierte en una distancia que ni siquiera Dios puede forzar si nosotros mismos no queremos tender puentes.
Lo social y lo personal
Podemos preguntarnos: ¿qué podemos hacer frente a las inmensas injusticias de nuestro tiempo? A veces nos refugiamos en una limosna ocasional o en una devoción que nos calma la conciencia pero no nos cambia la vida. Y así el abismo permanece.
La fe no puede reducirse a una intimidad privada con Dios. Ha de convertirse en compromiso concreto. Sería inhumano encerrarnos en nuestra “sociedad del bienestar” e ignorar a los que viven en la “sociedad del malestar”. Estamos llamados a vivir una ciudadanía responsable, como el buen samaritano que se detuvo junto al herido.
Eso significa romper la indiferencia, dejarnos afectar por el dolor del mundo. No desplazar la miseria a una lejanía abstracta, sino mirarla de frente y reconocerla como llamada de Dios.
La compasión
Antes que la acción social o el compromiso concreto, hay una actitud que todos podemos cultivar: la compasión. Tú, madre que trabajas y cuidas de tu familia; tú, joven que estudias o trabajas en medio de un ambiente competitivo; tú, jubilado que acompañas discretamente a los tuyos… Todos podemos vivir la compasión como estilo de vida, mirando la realidad con los ojos de Dios.
Dios se inclina ante el sufrimiento humano. Sentir con él, llevar dentro su amor y su dolor, es lo primero. No una compasión superficial o sentimental, sino adulta, firme, que cambia nuestro modo de estar en el mundo.
La verdadera respuesta
El Evangelio de hoy nos dice que la alternativa al consumismo no es simplemente la austeridad, sino la solidaridad inteligente y comprometida. No basta con limosnas que tranquilizan: Dios nos llama a reconocer al hermano por su nombre, a escuchar sus razones, a dejar que crezca. El Espíritu suscita nuevas formas de fraternidad y nuevas respuestas ante las pobrezas de hoy.
La advertencia del profeta Amós contra los “confiados de Sión” resuena también para nosotros: no nos durmamos en la superficialidad. Hoy también hay nuevos Lázaros a nuestra puerta. La llamada es fuerte: convertirnos, abrir los ojos, escuchar la Palabra y acogerla en serio.
El rico de la parábola pidió un milagro para que sus hermanos reaccionaran. Como hacemos también nosotros. Pero no nos será dado: ya tenemos la Palabra de Dios, y los profetas suficientes de nuestro tiempo.
Que esta Palabra nos despierte, que nos ayude a tender puentes sobre los abismos de nuestra indiferencia, y que nos disponga a reconocer a Lázaro en los pobres de hoy. Así sea.

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