Primera Lectura: Num 21,4b-9
Salmo Responsorial:
Salmo 77
Segunda Lectura: Flp 2,6-11
Evangelio: Jn 3, 13-17
Tenemos mucha razón al sentirnos
cansados muchas veces, incluso atormentados, ante tanto sufrimiento y dolor, no
sólo viendo el mundo que nos rodea, sino también en nuestro interior y en lo
más cercano y querido: el sufrimiento en nuestras familias y nuestros amigos.
Dios nos cura por dentro, en nuestro más profundo interior, cierto, pero ¿por
qué tanto sufrimiento inútil?
La fiesta de la exaltación de la
santa cruz, que hoy reemplaza la del domingo, creo que puede ayudarnos.
Historia
Es una fiesta que nace de un hecho
histórico: la reina Elena, madre de Constantino,
el primer emperador convertido a la fe, aprovechó su posición para organizar
una imponente peregrinación a Tierra Santa con la bendición y mucho dinero, de
su hijo. Su devoción la empujó a visitar todos los lugares en que se mantuvo la
memoria de la presencia del Señor - guardados con devoción por los discípulos
durante tres siglos - y a ordenar la construcción de imponentes basílicas.
Sobre el lugar de la crucifixión había surgido un templo pagano que la reina no
titubeó a hacer demoler hasta encontrar la colina del Gólgota y las tumbas
adyacentes.
Según una piadosa tradición, en una
de las cisternas contiguas a las excavaciones se encontraron cruces, entre las
cuales presuntamente estaba la de Jesús que fue llevada triunfalmente a
Constantinopla, un día 14 de septiembre.
Este descubrimiento suscitó gran sensación
y las comunidades cristianas, en veinte años, pasaron de ser perseguidas a ver la
cruz del Señor llevada triunfalmente a Constantinopla. Hoy, para nosotros esto
es ocasión de una seria reflexión sobre la cruz.
Fiesta
La fiesta que hoy celebramos los
cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el
significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener
celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que
busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar?
Más de uno se preguntará cómo es
posible seguir todavía hoy exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada para
siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el
sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía
del Calvario y las llagas del Crucificado?
Son sin duda preguntas muy
razonables que necesitan una respuesta clarificadora. Cuando los cristianos
miramos al Crucificado no ensalzamos ni el dolor, ni la tortura y ni la muerte,
sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios, que ha querido compartir
nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo.
La cruz en sí misma no es algo para
exaltar, el sufrimiento nunca es grato a Dios, hemos de quitarnos de la cabeza,
cuanto antes, esa trágica inclinación a la autolesión que demasiadas veces recuece
al cristiano en su propio dolor pensando que éste lo acerca a Dios.
Tenemos el riesgo de hacer de
nuestra fe una religión que se detiene en el Viernes Santo, porque todos
tenemos algún sufrimiento que compartir y nos gusta la idea de que también a Dios
le pasa como a nosotros. No es así, lo repito hasta el hastío: la felicidad
cristiana es una tristeza superada, una cruz abandonada porque ya es inútil.
Esta cruz vacía es la que hoy exaltamos. La cruz ya no es la señal del
sufrimiento de Dios, ya no es un instrumento de tortura sino la manifestación
de la medida del amor divino.
La cruz es la epifanía, la
manifestación del bien y del amor de Dios para cada uno de nosotros, porque una
cosa es usar dulces y consoladoras palabras, y otra tener al Señor clavado con tres
clavos suspendido entre cielo y tierra. La cruz es la paradoja final de Dios, la
admisión de su derrota y su docilidad: porque Dios se nos entrega por amor, podemos
crucificarlo.
Celebrar la cruz significa celebrar el
amor, exaltar la cruz significa abrir el corazón a la adoración y al asombro. Levantado
así sobre la cruz (Juan no usa nunca la palabra "crucificado" sino
levantado, mostrado y enseñado), así es cómo Jesús atrae todo a sí.
Ante un Dios desnudo, desfigurado, irreconocible
hasta el punto de necesitar un cartel sobre su cabeza, podemos elegir: o caer
en la displicencia o caer rendidos al pie de la cruz.
Dios está colgado en ella,
abismalmente lejos de la caricatura que hacemos de ella; Él está allí, entregado
a nosotros para siempre. Y a nosotros discípulos se nos pide llevar su cruz, que
no es simplemente soportar los inevitables sufrimientos que la vida nos da y
que ni siquiera al cristiano le son evitadas, sino llevar el amor a todas las
situaciones de la vida, hasta ser crucificados por ello si llegara el momento.
Y si no, que se lo digan a los muchos cristianos que están siendo crucificados y
masacrados hoy en día en Irak, y en otras partes, siguiendo el camino de Jesús,
el Maestro.
La cruz no es sinónimo de dolor sino
de regalo, es un don adulto, no simplista ni afectado. Dios nos ha tomado en
serio, arriesgándose a ser uno de los
muchos ajusticiados de la historia. Contemplar la cruz y a Dios crucificado en
ella puede cambiar de raíz nuestra actitud cuando padecemos la enfermedad,
somos víctima de la desgracia, sufrimos la dureza de la vida o las
consecuencias de seguir los pasos de Jesús. Y no diremos: "¿Por qué me
mandas esto?, ¿qué pecado cometí?", sino que nuestra súplica creyente
será: "Dios mío, contemplando tu cruz sé que mi sufrimiento te duele tanto
como a mí; sé que también ahora me acompañas y me sostienes, aunque no te
sienta. Confío en Ti. No sé cómo ni cuándo, pero un día conoceré contigo la paz
y la dicha".
Cuando gritemos a Dios nuestro dolor
no nos encontraremos con un muro de goma que rebota nuestro lamento, ni con un
rostro acartonado, sino sencillamente con un Dios que muere con nosotros en
nuestros dolores. Y podremos elegir blasfemar y seguir acusándolo de nuestra desgracia,
o bien quedar asombrados como Dimas, aquel otro crucificado que no acababa de persuadirse
de tanta locura.
Sí, amigos, tenemos mucho que
celebrar, mucho que exaltar y mucho con lo que exultar de alegría: el
testimonio del amor de Dios manifestado por Jesús con su muerte en la Cruz.
Esta fiesta, entonces, es para
nosotros la ocasión de poner la mirada en la medida del amor de un Dios que
muere por amor, sin excesos, sin compasiones, libre y desnudo para entregarse
expuesto y mostrado a todos. Ese es ahora el rostro de Dios. Que Él nos lo
conceda.
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