Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda Lectura: Heb 2,14-18
Evangelio: Lc 2,22-40
El tema de la celebración de hoy, parece más ligado al ciclo de Navidad, con sus narraciones de la infancia de Jesús. Sin embargo, el núcleo del mensaje que hoy nos trae la liturgia lo hemos escuchado en el Evangelio y lo escucharemos después subrayado en el Prefacio: Jesús es revelado por el Espíritu Santo como gloria de Israel y luz de los pueblos. Jesús es el Mesías esperado desde hace tiempo.
Pero
todo sucederá de una forma desconcertante. Cuando los padres de Jesús se acercan
al Templo con el niño, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los
demás dirigentes religiosos. Al contrario, dentro de unos años, esos dirigentes
serán los que lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra ninguna acogida
en ese tipo de religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los
pobres.
Tampoco
vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus “tradiciones
humanas” en los atrios del Templo de Jerusalén. Años más tarde, rechazarán a
Jesús por curar a los enfermos rompiendo la ley del sábado. Jesús no encuentra
acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida
más digna y más sana.
Toda
la espera del Mesías, incubada durante siglos por el pueblo elegido de Israel,
se hace presente en el templo por medio de la anciana Ana y del sacerdote Simeón.
Dos ancianos de fe
sencilla y corazón abierto, que han vivido su larga vida esperando la salvación
de Dios.
Los
contemporáneos de Simeón y Ana ya se habían olvidado de la promesa de Dios. Sin
embargo, ellos son una fiel representación del Israel que espera, y reciben en
el templo al Dios de la gloria cuando Jesús entra en brazos de sus padres.
Los que acogen al Señor
Entonces, ¿quiénes acogen al Señor? María, la bella y joven madre, cuya intimidad con el Señor la llevó a ser la mediación de nuestra salvación; su esposo José, el hombre bueno y justo que permitió a Dios realizar su plan de salvación (cfr. Mt 1, 19-20); Simeón, un contemplativo conducido por el Espíritu, en cuyas palabras resuenan los textos mesiánicos del profeta Isaías; y Ana, que “no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones”. Todos ellos representan a ese tipo de personas que no viven cerradas en sí mismas, o absorbidos únicamente por las circunstancias de la vida, sino que viven para “el Consuelo de Israel”: para su liberación y para la salvación del mundo.
Aunque
nadie lo sospecha – y ellos menos que ningún otro -, justamente ellos, con su generosidad,
son los verdaderos héroes de su pueblo. Y del nuestro. Por el modo de vida que
tuvieron y por su disponibilidad a ser conducidos por el Espíritu Santo, ellos fueron
capaces de dar testimonio de que aquel niño era el Mesías que todo Israel - y toda
la Humanidad - estaba esperando. Y eso que el niño venía camuflado, porque ni
había elegido venir en gloria sino “parecido en todo a los hermanos” (2ª lectura),
para poder así compartir su sufrimiento y estar dispuesto a ser “señal de
contradicción” (Evangelio).
Los
ancianos, Simeón y Ana, dejan vía libre a los jóvenes padres con su recién
nacido; la promesa del Mesías redentor se transforma ahora en presencia. En
esta nueva situación, mirar de frente a la salvación va a exigir un heroísmo aún
más grande. En concreto, a María y José, antes de la violenta y desgarradora
contradicción que supondrá el rechazo de Jesús por parte de su pueblo; antes de
su crucifixión y muerte, se les va a presentar una larga y silenciosa prueba de
fe que supone la contradicción de una tediosa normalidad de la vida ordinaria en
Nazaret.
Vivir en esperanza
Mirando
a estos testigos de la llegada del Señor a la historia, hemos de vivir la vida con
una esperanzada perspectiva de salvación.
¿Cuáles
son los horizontes en los que nos movemos? ¿Cuáles son las cosas que realmente nos
importan?, ¿el trabajo, el equipo local, la diversión, salir con los amigos, el
éxito, el dinero, la próxima cita, la familia...? Nuestra vida, como cristianos
que somos, no puede basarse definitivamente en ninguna de estas cosas, aunque
algunas sean importantes; porque ellas no son, ni nos dan el sentido de la vida.
Cada
cristiano tiene que ser para todos los demás un testigo del verdadero sentido
de la vida, y del lugar dónde ella se encuentra: en Jesús de Nazaret, el Hijo
de Dios, que para muchos será signo de contradicción y piedra de escándalo y tropiezo.
Para cada uno de nosotros, lo más importante ha de ser siempre la salvación,
que empieza ya ahora, y que continúa hasta la vida sin fin que el mismo Jesús
nos ha ganado con su resurrección. Salvación para nosotros mismos, para nuestros
seres queridos, y para todo el género humano, para todos los hijos de Dios.
¿Se
basa de verdad nuestra vida en esto?
Todos
los aspectos de nuestra existencia tienen que ser encauzados hacia el único y
gran torrente de vida eterna, que ya está presente y que experimentamos de
alguna manera en esta vida.
Indudablemente,
en nuestro mundo, éste no es un camino fácil. Cualquier señal que queramos dar
en este sentido será obstaculizada. Y es que el discípulo no puede ser mayor
que el Maestro. Los santos, los grandes fundadores de órdenes religiosas
generalmente encontraron todo género de resistencias, malentendidos y
persecución. Ser entorpecidos en el camino debería ser tenido cómo la suerte
normal del cristiano, sin importar la situación o momento en que uno viva. Ser
radicalmente cristiano, al estilo de Jesús, es ser piedra de toque y
contradicción, porque ese estilo contrasta en todo con los contravalores de
esta sociedad en la que hemos sido llamados a vivir.
Vida consagrada
Hoy
celebra la Iglesia el Día Mundial de la Vida Consagrada, bajo el lema “La
vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido”.
En
la Encíclica Fratelli Tutti, el Papa Francisco nos invita a
actuar juntos, a reavivar en todos "una aspiración mundial a la fraternidad"
(n. 8), a soñar juntos (n. 9) para que "frente a diversas y
actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar
con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social" (n. 6).
A
partir de ahora no podemos prescindir de la verdad de ser todos hermanos y
hermanas, hijos del Padre Nuestro: porque "sin una apertura al Padre de
todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad"
(n. 272)
Esta
Encíclica, escrita en un momento de la historia que el mismo Papa Francisco ha
llamado "la hora de la verdad", es un don precioso para toda
forma de vida consagrada, un estado de vida radicalmente cristiana. En ella se
elige la novedad de Cristo, que no envejece nunca, frente a la flaqueza de un
mundo y una cultura que están raídos y viejos, especialmente en nuestra caduca
Europa.
María,
la joven Madre de Dios, desde su entrega total a Dios y a su plan de salvación,
es la imagen de la vida consagrada que nos enseña a vivir la misericordia en el
seguimiento de Jesucristo misericordioso.
Pidamos
hoy por los religiosos y religiosas, y por todas las personas que viven las diversas
y variadas formas de vida consagrada, para que sean verdaderas señales de
contradicción en nuestro mundo, no alineándose con un mundo que se va
paganizando, sino haciendo vida concreta la eterna novedad del evangelio de la
misericordia en cualquier parte del mundo, donde otros hombres y mujeres tienen
velado el rostro de Dios y desconocen el verdadero sentido de la existencia.
Que
María los sostenga y acompañe en su vocación, protegiendo con su maternidad la
consagración, comunión y misión de cada uno de nuestros hermanos y hermanas de
la vida consagrada. Así sea.
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