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sábado, 1 de agosto de 2020

DOMINGO 18º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)


Primera Lectura: Is 55, 1-3

Salmo Responsorial: Salmo 144
Segunda Lectura: Rom 8, 35.37-39
Evangelio: Mt 14,13-21


Es verdad que tenemos mucha hambre. No hambre de comida. Eso, al menos en Occidente, es cosa del pasado... y no siempre.

Tenemos hambre de sentido, del significado de las cosas, de plenitud, hambre de felicidad y de paz. Un hambre de algo que llene los corazones, nuestros corazones, todos los corazones.

Podemos interpretar nuestra vida como la búsqueda de la saciedad de los afectos, de las satisfacciones, de las alegrías. Si lo pensamos, todo lo que hacemos va buscando llenar el hambre profunda y absoluta que habita en nuestros corazones.

Jesús ve nuestra hambre profunda. Él sabe que no tenemos las respuestas a las grandes preguntas que nos formulamos nosotros mismos. Sabe que corremos el riesgo, como les pasó a los deportados de Babilonia en la primera lectura, de estar satisfechos con el hoy, sin tener más sueños, ni desear nada más.

Seis veces hablan los evangelistas de la multiplicación de los panes. Es un milagro fundamental, no tanto por la potencia del hecho en sí, que tanto asombra, sino por la intensidad de su significado. No nos pase como dice el proverbio oriental que cuando el dedo del profeta señala la luna, el estúpido se queda mirando el dedo. El sentido del milagro es que Jesús siente compasión por la multitud y sufre juntamente con ella. El Señor sufre con nuestros padecimientos.

Es una actitud profunda, señalada por el término griego usado, que tiene que ver con las entrañas. Es un sentimiento profundo de compartir.

Bueno, si es así, pensamos, entonces está todo arreglado. Si Dios siente semejante compasión por nosotros, ¡será él quien resolverá el problema! Pero ¡qué va!

En el exilio

Isaías promete a los exiliados un pan gratis que alimentará cada corazón.

En realidad, el pueblo, en el exilio desde hace cincuenta años, tiene el estómago lleno. Los israelitas se integraron muy bien. Compraron casa en Babilonia, y nadie pensaba en serio en regresar a una tierra que nunca habían visto.

Pocos regresarían después del edicto de liberación y no encontraron pan y miel, sino dificultades y odio. Pero también encontraron el verdadero rostro de Dios.

Nosotros también, a veces, estamos satisfechos con la pequeña y efímera saciedad que la vida nos ofrece. Creemos que hemos entendido y que hemos hecho todo porque logramos hacer realidad algunos de nuestros sueños.

¡Qué difícil es despertar el hambre en quien tiene la barriga llena! ¡Despertar el hambre de sentido, de felicidad, de paz para aquellos que están satisfechos con las pequeñas – aunque legítimas - alegrías que la vida nos ofrece!

El primer paso hacia la conversión es tomar conciencia del profundo deseo de felicidad que llevamos en el corazón.

Multitudes

Vemos en el evangelio que mucha gente se reúne alrededor de Jesús. El Señor tiene compasión, ama a la gente y sabe lo que necesitamos. Nuestro Dios no está distraído, no se queda en las nubes para gobernar a unas hormigas. Sin embargo, ante la multitud, el Señor no actúa, sino que pide a sus seguidores que ellos actúen.

Con mucho sentido común, los discípulos le sugieren a Jesús que ignore el problema: que cada uno se las apañe.

¿No es el mensaje que el mundo nos transmite cada día? ¡Allá tú y tus problemas! Afróntalos lo mejor que puedas.

Jesús no está de acuerdo: el hambre se puede saciar, ya sea física o interior. Sólo es necesaria una condición: involucrarse, ponerse en juego.

Panes y peces

Pero, no somos capaces, no tenemos medios, no tenemos suficiente fe, tenemos demasiada cizaña en el corazón.

Cualquier excusa es buena para evitar la solicitud que Jesús nos hace. Pero él insiste: a él le vale lo que yo soy o tengo, incluso aunque sea algo pobre o pequeño.

La desproporción del relato está buscada: unos pocos panes y peces para una multitud interminable. Es una situación que produce incomodidad y desesperación. Es el mismo sentimiento que sentimos cuando intentamos proclamar la Palabra, o hacer gestos de solidaridad, de bondad. Una tarea ingente e inabarcable en un mundo que vive lo contrario: violencia, egoísmo, oportunismo.

Cuando vivimos como personas pacíficas y entregadas, muchas veces, la gente se aprovecha de ello y pasa olímpicamente de nuestro anuncio y entrega.

Sacerdotes o laicos que consagran su vida al Evangelio, que corren como locos de una parroquia a otra, o de un servicio a otros, y la gente piensa que son una especie de funcionarios de Dios, repartiendo bendiciones. ¿Es necesario rendirse?

Claramente, no. Es la acción de Dios la que da el fruto. Nuestra entrega es un signo profético que imita el gesto amplio del sembrador que siembra a voleo, es un icono de la esperanza que imita la paciencia del dueño del campo frente a la cizaña.

El otro pan

Mateo, al narrar el gesto de Jesús, alude claramente a la Eucaristía de la comunidad.

Encontramos la fuerza para comprometernos, para compartir lo poco que somos, únicamente con la condición de acudir al gesto extraordinario de Jesús, que primero se hace comida, pan compartido.

La Eucaristía se convierte, así, en fuerza y ​​modelo de nuestra acción: ser pan partido y repartido entre los otros.

También nosotros, como Cristo, podemos convertirnos en pan partido para los demás.


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