El
ministerio público de Jesús comenzó en la sinagoga de Cafarnaúm, la ciudad donde
vivían Pedro y Andrés. Son precisamente ellos, junto con Santiago y Juan, los
primeros discípulos a los que Jesús llama. Los cuatro dejan las redes que están
zurciendo para seguirlo, para iniciar la loca aventura del evangelio.
Dios
nos llama allí donde estamos y nos convierte en pescadores de humanidad,
capaces de sacar fuera de nosotros mismos, y de los demás, toda la humanidad
que necesitamos para vivir.
Dejemos
de zurcir las redes, tratando de arreglar o de apañar todas las cosas; lo que
necesitamos es cambiar nosotros radicalmente, lo que necesitamos es la conversión.
Marcos
se muestra como un hábil narrador. Su estilo seco y sintético esconde unos matices
que hemos de captar para entender la intensidad del anuncio de la buena nueva.
Saliendo
de la sinagoga Jesús entra en casa de Pedro, cura a su suegra, acoge a la
muchedumbre al caer de la tarde, luego, por la noche, sale a orar. Éste es el
esquema de una jornada corriente de Jesús.
¿Nos
quejamos de tener poco tiempo y de andar corriendo desde la mañana hasta la tarde? No se lo digamos al
Maestro…
Curados para servir
La
suegra de Pedro está con calentura. La fiebre, como sabemos, puede ser señal de
una leve enfermedad o de una enfermedad mortal. Aquí sin embargo se convierte
en el símbolo de cualquier estado de malestar humano.
Pedro
y Andrés van a Jesús y le hablan. No piden una intervención del Señor, ni una
curación; ellos son el modelo de discípulo que hace de la oración un momento
para confiar en Dios, y no una imposición al Señor de las soluciones hechas que
cada uno desea y ya tiene previstas.
Jesús
interviene con garbo y amabilidad, coge la mano de la suegra de Pedro y la
cura. La mujer se pone a servir al Señor y a los suyos, a sus amigos y
familiares.
El
verbo que Marcos usa aquí para la curación tiene que ver con la resurrección (egeiro)
y el verbo usado a continuación indica un servicio permanente y continuo (diakonein).
Estos son los dos atributos del discípulo: una persona curada que se pone a servir,
un renacido que se pone al servicio del Reino.
Y
aquí, como más adelante el día de la resurrección del Señor, va ser una mujer,
la parte débil según la cultura judía, la que es curada y la que se pone a servir.
Estamos sanados y salvados para servir, para anunciar el Reino de Dios, como la suegra de Pedro. Resucitados para en todo amar y servir.
En el umbral
La
primera escena del evangelio de Marcos se desarrolla en la sinagoga, como vimos
la semana pasada; el pasaje de hoy, en cambio, se desarrolla en casa; en el
capítulo siguiente, de nuevo, volveremos a la sinagoga.
Quiere
decir esto que el nuevo lugar donde Dios está, y donde podemos hacer la experiencia
del encuentro con él, es en casa, en lo cotidiano, y no tanto en el templo. La
fe de Jesús y sus seguidores se desviste de la solemnidad, de la exterioridad y
de la ritualidad para entrar en lo cotidiano, en lo pequeño, en el hogar, en el
despacho, en el aula o en el taller. “Entre los pucheros”, como diría Santa
Teresa.
Jesús
también se encuentra en la plaza del pueblo con los habitantes de Cafarnaúm, que
se convierten en el emblema de toda la humanidad que anhela la curación, tanto exterior
como interior, que busca la salvación, que ansía ser sanada. Jesús los acoge los
bendice a todos a la puerta, en el umbral de la casa de Pedro.
Así
tenemos que hacer los discípulos del Señor: estar en la frontera como Jesús,
que inicia su ministerio a Cafarnaúm, la ciudad situada en los confines de
Israel. Como discípulos, no podemos enrocarnos nuestras posiciones, haciendo de
nuestra fe una ciudad fortificada e inexpugnable. Como discípulos del Señor,
hemos de estar siempre disponibles en el umbral para anunciar el evangelio de
salvación a todas las personas y a todos los pueblos.
Una
expresión muy del Papa Francisco es hablar de “la Iglesia en salida”, no
encerrada en sí misma, que deja la propia comodidad y sus seguridades, y se
atreve a llegar a todas las periferias y fronteras necesitadas de la luz del
Evangelio. Y allí bendecir a todos sin distinción. Como Jesús en Cafarnaúm.
Desde las barricadas no se puede bendecir a nadie.
Salgamos
de nosotros mismos, de nuestros localismos y particularismos, aunque en medio
de nosotros haya también grandes necesidades. Ahí está el ejemplo de Cristo:
son muchos los que lo buscan, los que lo reclaman en Cafarnaúm, pero él,
además, opta por salir a las aldeas cercanas para llevar también a ellas el
Reino de Dios. De la misma manera, las necesidades más cercanas a nosotros no
pueden servirnos de excusa para no escuchar el grito de nuestros hermanos en
otros lugares del mundo.
La fuerza
Pero
¿de dónde toma su fuerza Jesús para lograr acoger y bendecir a todos, para escucharlos
y curarlos? ¿De dónde toma la energía para hacer de su vida un anuncio
constante? La fuerza la consigue en la oración.
En
una oración larga y cuidada, para discernir cuál es la voluntad del Padre. Una oración
que asombra y fascina a sus discípulos. Un oración que no es la “lista de la compra”
para presentar a Dios cuando las cosas no funcionan, acordándonos de Santa
Bárbara cuando truena, sino el diálogo íntimo, intenso y continuo de quien busca una identificación con el Señor, dejándose
modelar por Él y sus inspiraciones.
Y
como la jornada es bastante frenética, Jesús reza por la noche. Cuando tenemos
demasiadas cosas que hacer y no encontramos tiempo para orar, es exactamente ese
el momento en que podemos recortar un tiempo para Dios, incluso restándolo al
sueño.
El
“secreto” de Jesús es una íntima conversación con el Padre que le permite hacer
de su vida un regalo para los demás. Ese puede ser también nuestro “secreto”,
nuestra fuerza para poder amar y servir a los otros.
Acaparadores
Una
última reflexión: Pedro busca a Jesús, pero con una connotación negativa. Pedro,
al principio, no se pone en búsqueda de Jesús como un discípulo, sino que lo
busca para acapararlo y poseerlo. El reproche que lanza a Jesús, cuando le dice
“todos te buscan” está ocultando una queja: ¿por qué te vas de Cafarnaúm?
A
Dios no se le “posee” ni se le manipula. No podemos atar a Dios a nuestros deseos,
ni a nuestras tradiciones. Porque nuestro Dios no tiene donde reposar la cabeza.
Es inútil querer hacerle un hermoso “chalet con piscina” donde encerrarnos con
él para vivir tranquilos, sin preocupaciones, huyendo del mundo.
En
cambio, si lo deseamos de verdad,
podemos hacernos seguidores del Señor. Salir con Jesús de nuestros cuarteles de
invierno para “predicar el Reino de Dios por las otras aldeas vecinas”. Pasar
del estar curados de nuestras propias ataduras, a contagiarnos con su misma
pasión de anunciar el verdadero rostro de Dios a todas las gentes. Que Él nos
ayude.
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