Hay experiencias o situaciones en la vida que nos
aíslan de los demás, que nos hacen caer en un grupo especial no deseado y condenado
a ser marginado.
Como cuando perdemos a una persona querida, como
cuando el dolor físico irrumpe en nuestra vida, como cuando una quiebra afectiva
resetea nuestra vida. En esos momentos nos sentimos extraños a la vida y la
gente nos evita.
¿De qué hablar? ¿Con quién? ¿Quién quiere tener cerca
a alguien que ha sido mordido por el demonio del sufrimiento?
En esos momentos, a veces, nos acercamos a Dios.
Sólo a veces. Es más frecuente, por desgracia, que en el dolor y en la soledad se
pierda la fe, sin más historias.
Y de eso el leproso de hoy sabe algo.
¡Leproso! ¡Leproso!
La lepra era una enfermedad de la pobreza; una
enfermedad que hace que tu carne se pudra, que te hace sentir solo, que anula
los encuentros, que impide los abrazos. Desoladora, incesante, inmunda, en la
que uno se va consumiendo, pudriéndose poco a poco. En Israel, como en todas las
civilizaciones del pasado, se entendía muy bien la gravedad de aquella enfermedad
y de su contagio, lo que imponía a los leprosos quedarse lejos de las
poblaciones y gritar su condición de leproso en caso de que se encontraran con
otras personas.
Una enfermedad que estaba recargada además con un sentido
de culpa que todos echaban sobre el enfermo. La lepra era el más terrible de
los castigos de Dios, según la mentalidad punitiva de aquella cultura del
Antiguo Testamento. No había ninguna piedad para los leprosos, ninguna compasión,
sólo fastidio y miedo a encontrarse con ellos.
Una enfermedad que aislaba, como un cáncer del
alma.
La breve narración que hoy nos ofrece Marcos, es
una joya de matices.
El leproso tiene confianza en Jesús, se acerca a
él con confianza, con cautela y con humildad. Es el único caso del evangelio en
que un enfermo se presenta él solo ante el Señor.
Y no le pide la curación sino la purificación.
Para esta persona es más fuerte el deseo de ser rescatada socialmente que el de
volver a estar sana. Lo mismo nos pasa a nosotros: lo que nos mata es la
soledad, el aislamiento, y no tanto el mal físico. Jesús, diversamente a los
demás, siente compasión. Siente el sufrimiento del leproso. Lo toca y lo sana.
Nuestro Dios
Los devotos de aquel tiempo (y los de hoy) dividían
la realidad en dos categorías: por una parte, la luz y la pureza, donde está Dios
y todos los buenos chicos y, por otra, las tinieblas y la impureza, donde están
todos los demás que no sean ellos mismos.
Que Dios toque a un leproso no puede imaginárselo
nadie. Que Dios no esté en la pureza es una provocación infinita. Sin embargo ésta
es la gran novedad del evangelio, la conversión que supone acoger a todos; la
locura ya expresada en el bautismo de Jesús, cuando el Hijo de Dios se puso en
fila con los pecadores.
Ese es nuestro Dios insólito que se ensucia las manos.
Ya no es la oscuridad la que entra en una
habitación, sino que es la luz la que sale por la ventana para iluminar la
noche. Y así es: Jesús lo toca y no se infecta, sino que contagia al leproso
con su energía divina, con su espíritu de luz y de paz, y así lo sana. El
Señor, si nos dejamos, nos contagia su vida y así nos salva.
Dios se mete en la impureza de nuestra lepra y así
somos curados de todo mal, de toda soledad, de todo pecado.
Molesto
Pero, en la segunda parte del relato, el tono cambia de repente. Jesús parece ser
otra persona: se enfada, reprocha e intimida al leproso; se nota evidentemente que
está molesto. El leproso tenía que haberse callado y visitar a los sacerdotes
para ser readmitido en la comunidad, como estaba previsto por la Ley de Moisés,
a la que Jesús no ignora ni desdeña.
Pero el leproso desobedece, exagera los hechos y se
desmadra. Hasta el punto de que Jesús ya no puede entrar tranquilo en ninguna ciudad.
¿Jesús pasa de la compasión a la rabia, qué es lo
que ha sucedido?
Gurú
Jesús pide silencio al leproso curado porque no
quiere ser tenido por un curandero, por un santón o por un gurú esotérico (tan
de moda en nuestros días).
¿Cómo va a poder invitar a la gente a escuchar su
Palabra y la novedad del Reino de Dios, si la gente sólo lo busca para
solucionar sus propios problemas? ¿Cómo podrá atender a la gente que sólo pide
a Dios su curación y no su conversión? ¿Cómo podrá hacer entender a las
personas el sentido profundo de la vida, si éstas creen que ya lo conocen y sólo
le piden a Dios que se adapte a sus propias exigencias?
En
aquel tiempo, como hoy, éste es el dilema que atenaza a Jesús: por una parte, sentir
compasión, ciertamente, e intervenir en la vida humana, pero sin por ello convertirse
en ese Dios pelele que, mezquinamente, llevamos en el corazón; sin por ello convertirse
en un Dios a nuestro servicio. ¡No es así, hermanos! Somos nosotros los que
tenemos que servir al Señor y a los hermanos. No al revés.
Testigos
Leyendo esta página del evangelio, nos viene a la
memoria el padre Damián de Veuster (canonizado por Benedicto XVI, el año 2009).
El P. Damián, en 1873, desembarcó en Molokai, una isla de las Hawái en la que había
aislados 600 leprosos, una isla donde la violencia y la depravación eran
comparables sólo a la inhumanidad de aquella enfermedad.
El padre Damián murió en Molokai, haciendo renacer
la dignidad de los leprosos, dándoles fe, esperanza, fiestas, un cementerio,
canciones, cariño; en definitiva dándoles a Jesucristo.
Obligado a confesarse gritando sus pecados a un compañero,
que los escuchaba desde un barco; visto con fastidio por sus superiores, que lo
consideraban un extravagante, el padre Damián moriría de lepra después de
dieciséis años devolviendo la dignidad a los leprosos de Molokai.
Después de su muerte, en las páginas de la prensa
internacional, apareció un obsceno artículo de un polemista inglés, que insinuaba
la idea de que el padre Damián hubiera contraído la lepra a causa de relaciones
sexuales, queriendo convertir así al santo de los leprosos en un atroz personaje.
El gran escritor R.L. Stevenson, anglicano – el autor
de La isla del tesoro, El doctor Jekill y mister Hyde - habiendo
leído el artículo en su cama de enfermo tuberculoso, escribió una carta abierta
a todos los periódicos ingleses diciendo que quien ultrajaba de ese modo la
memoria del padre Damián se “había
quedado sin gloria, inmerso en su bienestar, sentado en su bonita habitación (...)
mientras el padre Damián, coronado de glorias y de horrores, trabajaba y se pudría
en aquella pocilga de los arrecifes de Kalawao.”
Ante el
misterio del dolor, Jesús no da respuestas, sino que sufre amando. Es lo que el
padre Damián y tantos seguidores de Jesús hicieron y hacen: compadecerse =
padecer con el que sufre, estar presentes amando. Sin respuestas elaboradas,
pero amando.
Este año de Manos Unidas, quiere ponerse al
lado de los llamados «descartados climáticos», aquellos que son más vulnerables
a la variación y los efectos cambiantes del clima, aunque sean los que menos
han contribuido al deterior ambiental. Con el lema “El efecto ser humano”
quiere concienciarnos de que el maltrato al planeta tiene consecuencias mucho mayores
al otro lado del mundo. La verdadera lucha contra la injusticia climática debe
partir de la convicción tantas veces evidenciada por el papa Francisco de que
existe una auténtica «deuda ecológica» entre los países del Norte y los
del Sur.
Para bien y para mal, somos la única especie capaz
de cambiar el planeta a mejor, o podemos ser causa de la injusticia climática
cuando contaminamos la naturaleza inconscientemente. ¡Que el Señor nos perdone!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.