Primera
lectura: 2 Re 4, 42-44
Salmo
Responsorial: Salmo 144
Segunda
lectura: Ef 4, 1-6
Evangelio:
Jn 6, 1-15
No descansó mucho el Señor.
Mucha gente, quizás demasiada, lo estaba buscando y lo alcanzó. Él sintió que se
le retorcían las entrañas, sintió una compasión entrañable, ninguna rabia. Acaba
sus vacaciones y vuelve a predicar, a enseñar, sin medida, porque él es
totalmente un regalo. Y no sólo enseña sino que se da en comida.
La gente lo busca, porque
todos están buscando una ayuda para soñar, para esperar, para creer. Y es que Jesús
les habla con las palabras de Dios. Las horas pasan y la gente no se levanta.
Jesús está cansado, pero feliz.
Quizás el Reino esté ya aquí.
Quizás el tiempo se ha cumplido. Quizás ahora la gente esté lista para la
salvación... Pero no: Jesús se equivoca, clamorosamente.
El
peor milagro
El milagro de la
multiplicación de los panes es contado seis veces por los evangelistas: es el
prodigio más impactante, más clamoroso, y sin embargo señala el principio del
fin de Jesús, la apoteosis de la incomprensión, el delirio de una humanidad que
prefiere más a un brujo que le saque las castañas del fuego, que a Jesús, el mesías, el prodigio del amor.
Juan elige este milagro
para iniciar una compleja catequesis sobre quién es Dios y sobre quiénes somos
nosotros, y cuál ha de ser la actitud correcta del discípulo hacia el Maestro. Durante
casi un mes escucharemos el duro discurso sobre el Pan de vida.
Jesús se encuentra en
este momento en un punto de inflexión. El carpintero de Nazaret que ha dejado
su taller, y ahora anda por ahí con un grupo de discípulos hablando de Dios, se
ha hecho famoso: en cosa de pocos meses el rabino Jesús adquiere una fama
inesperada (recordad el apunte de Marcos la semana pasada, cuando nos decía que
el grupo no lograba ni comer con tranquilidad); una muchedumbre numerosa lo
seguía atraída un poco por sus palabras, pero sobre todo por su fama de sanador
poderoso.
Es en Cafarnaúm donde se
fragua la tragedia, y donde tiene lugar la fractura, el fin de una recién nacida
y brillante carrera política. Jesús multiplica los panes y la gente lo quiere hacer
rey: ¿quién no coronaría a uno que distribuye gratis panes y peces? Pero Jesús
no quiere ser coronado rey, sólo quiere hablar de Dios y de la lógica de la
donación y del regalo; rechaza los aplausos y las exaltaciones, que ni busca ni
quiere.
Detalles
Sabemos cómo sucedió
todo: la multitud, un calor enorme, Jesús que habla y la gente que repite a los
que están detrás lo que el maestro está diciendo, las horas que pasan
escuchando cosas sobre la belleza de Dios, luego Jesús se da cuenta de que se
hace tarde, y que la debilidad en el estómago le ha cogido también a él. Todos
sienten hambre.
Conocemos la petición de
los apóstoles y su respuesta realista y decepcionante: Felipe dice que harían
falta doscientos denarios (lo equivalente a doscientos días de trabajo) para
dar un mísero trozo de pan a las cinco mil familias presentes.
Pero Juan añade un
detalle: es un rapaz el que ofrece su merienda a Jesús para provocar el
milagro. Un adolescente generoso oye la solicitud que Jesús les dirige a los
discípulos y tira de la túnica del que estaba más cerca, de Andrés, enseñándole
lo que su precavida madre le había metido en la mochila. Unos panes de cebada,
el pan de los más pobres.
Jesús sonríe: ¿cuándo
entenderemos los adultos que Dios necesita la feliz inconsciencia de los
adolescentes? ¿No fue elegido David como rey cuándo todavía era un pastorcito? Y
María, ¿no fue llamada a ser la madre de Jesús cuando era novia, con trece o
catorce años?
Nuestro problema de
adultos es perder los sueños, es ser tan realistas que nos hacemos áridos y
estériles. En cambio, el Señor, eterno adolescente, acepta el gesto ingenuo y
extraordinario de aquel rapaz ingenuo. Y sacia a la muchedumbre con muy poco.
¡Vamos!
Así que dejemos de
recitar la letanía de nuestras fragilidades y de nuestra incapacidad ante las
tragedias del mundo, dejemos de ensortijar pesimistas análisis sobre la fatalidad
del mundo y la Iglesia, dejemos de lamentarnos cuando vemos que el número de
cristianos disminuye y la increencia avanza.
El Señor necesita de nuestra
merienda para saciar al mundo. Necesita nuestra fe, nuestra dedicación, nuestras
capacidades, aunque, obviamente, no sea suficiente. Pero lo que falta lo pondrá
el corazón de Dios. Jesús transforma en abundancia la escasa merienda de este muchacho,
que es el más sabio de todos.
Dios funciona así: no
interviene en vez de nosotros, sino que pide nuestra colaboración; no nos sustituye,
sino que exige que nos pongamos en juego, que demos de lo nuestro.
Ante la tristeza y la
devastación de nuestro mundo, Dios se manifiesta como el más equilibrado y el
más lógico de todos, pidiéndonos que seamos nosotros los que intervengamos: los
que demos de comer a la multitud hambrienta. ¿Queremos de verdad un Dios así?
Así,
no
La gente mira atónita
las cestas de pan que pasan. La gente come y come, y sigue comiendo, mete pan
en las alforjas, las llena y todavía sobra, un bocado, otro, los estómagos
revientan y todavía sobra.
Se hace algún momento de
silencio, luego el murmullo se convierte en clamor, la gente se levanta porque ahora
ha entendido… Pero no, no ha entendido nada, ha entendido justo lo contrario.
Jesús, con aquel gesto, está
diciendo: “Ante la dificultad, aunque no tengas fuerzas, ponte en juego, da lo poco
que tienes y todo se convertirá en el milagro del compartir”.
La muchedumbre, en
cambio, ha entendido: “Jesús nos da de comer, se acabaron las penas”. Justo lo
contario.
Jesús, ante semejante
error, escapa, preocupado. ¿Por qué es tan difícil explicarse a la gente?
¿Escapará también el
Señor, preocupado, de nuestra comunidad por la dureza de nuestro corazón?
Preguntémonoslo.
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