Primera
Lectura: 2 Sam 12, 7-10.13
Salmo
Responsorial: Salmo 31
Segunda
Lectura: Gal 2,16.19-21
Evangelio:
Lc 7, 36-50
Simón el fariseo creyó que había hecho un noble gesto
al invitar al controvertido Maestro de Nazaret a su mesa. No lo miraba con
desprecio, como hacían muchos de su movimiento, todo lo contrario. Estaba muy
interesado por la predicación de aquel carpintero del norte de Palestina,
convertido en profeta.
Después de los saludos protocolarios todos se tumbaron
alrededor de la estera que hacía de mesa, colmada de todos los bienes de Dios. Era
normal, con ocasión de los banquetes, dejar las puertas de casa abiertas, para
que los transeúntes pudiesen entrar y admirar la suntuosa hospitalidad del
dueño de casa.
Pero cuando Simón y los demás invitados ven
entrar a “aquella furcia”, todos se callan de golpe.
La incomodidad va creciendo, la mujer se acerca
a Jesús, se arrodilla y se echa a llorar mojándole los pies. Se desata el pelo,
un gesto ambiguo, un gesto de seducción, que era suficiente en una pareja para
pedir el divorcio, y con la melena seca los pies de Jesús. En ese momento la
incomodidad ya es estratosférica.
En su corazón, Simón intenta defender a Jesús. Éste
no puede ser un profeta, de lo contrario sabría qué tipo de mujer era aquélla y
no se dejaría tocar, para no contraer la impureza ritual.
Jesús sonríe, porque tiene frente a si a dos
prostitutas: La mujer y el fariseo.
Prostituciones
La mujer es una prostituta, es una furcia señalada,
una pecadora, una condenada de antemano. A nadie importa por qué ha llegado
hasta aquel punto de abyección, a la respetabilidad hipócrita no le importan las
razones de una elección, que tuvo que ser dolorosa, sino que ya está condenada
desde siempre y para siempre. En nombre de la religión y la moralidad que
yergue los muros para no ponerse en tela de juicio, se juzga que esta mujer tiene
su papel, ejerce su profesión. Y ya…
No encuentra ninguna comprensión, ninguna
posibilidad, sólo desprecio, incluso cuando es deseada y usada.
Ahora llora. Llora sin desesperación, llora
sintiéndose querida por un hombre verdadero, sintiéndose comprendida y acogida
por Dios. Sin ningún juicio, sin ningún peso, sin ambigüedad ninguna.
Llora todo su dolor, toda su oscuridad y toda su
rabia. La niña que hay en ella descubre el rostro de la misericordia más
absoluta.
Simón, el fariseo, también es una prostituta. Se
vende a Dios, y se vende bien. Conoce bien la religión, vive hasta el final las
reglas de Israel, no como esa gentuza ignorante que se condena porque no conoce
la Ley. Él, en cambio, paga el diezmo sobre la ruda y la menta, reza con fervor
y estudia la Torah día y noche. Está
en una posición ventajosa en la clasificación de los méritos. Es devoto, pero
frío. Cumplidor pero sin misericordia.
Simón puede permitirse juzgar a los otros,
porque la ley está de su parte; puede mantener las distancias... para no
contaminarse.
Pero, mira por dónde, Jesús convierte a ambos.
Maestro
A la mujer le enseña que la medida del juicio de
Dios es el amor y el perdón. La mujer ha amado mucho y mal, haciéndose daño,
pero ha amado. A Dios le basta eso, él, que es amor, también sabe reconocer el
amor cuando está hecho trizas y se muestra frágil y desesperado. Para Dios eso
es bastante, pasa por encima de toda lógica - religiosa, moral, respetable - y
va directo a lo esencial: se fija en el interior de la persona, en el deseo, en
el dolor, en la verdad. Ese amor es el origen del perdón, el perdón que Dios regala,
siempre gratis, siempre sin condiciones, y suscita el amor recíproco.
A Simón, con delicadeza y sin rabia, Jesús le
propone un caso que solucionar, aquel de los dos deudores, uno de algunos
euros, el otro de varios centenares de miles de euros, que se ven
inesperadamente perdonados de toda deuda. ¿Quién estará más contento? Simón razona,
reflexiona y juzga bien: está aprendiendo a mirar las situaciones desde el
punto de vista de Dios. El fariseo es llamado a ponerse en el lugar del deudor.
Otro evangelista dice que Simón había sido
leproso; una razón más para él, que había experimentado la soledad y la
marginación, una razón para acortar las distancias que crea la lepra del juicio
duro e inmisericorde.
A Dios no le importa para nada la devoción si no
está sustentada por la pasión. Dios no busca justos, sino hijos, a él no le importa
nuestra imagen espiritual, a nosotros, en cambio, sí y ¡mucho! Aparentar que
somos buenos.
El Señor, quiere que sus discípulos tengan verdad,
pasión, fuerza, aún a costa de equivocarse.
El rey
David
Así David experimenta la compasión de Dios que
lo expulsa de la falsa imagen en que se había refugiado. El poderos rey David, plenamente
realizado, saciado y aburrido, trata de salvar la cara después de haber tenido
una relación con Bersabé, qué ahora está esperando un hijo de él.
David, en vez de admitir su propio error y
asumir sus responsabilidades se inventa una trágica comedia en la que, al
final, se convertirá en el asesino de Urías, el marido de Bersabé. Por salvarse
la cara, David la ha perdido ante el pueblo.
Pero Natán, profeta incómodo, lo pone frente a sus
responsabilidades y David toma conciencia de sus límites. Y, reconociéndolos, es
cómo llega a ser grande, el más grande. Porque Dios prefiere a quien se equivoca
por demasiada pasión, que a quien no se equivoca por demasiada tibieza. El que es
tibio, lo sabemos, es vomitado, como dice el libro del Apocalipsis.
El fariseo
Pablo, otro gran fariseo, fue un asesino en
nombre de Dios. Luego el Señor lo tiró por tierra.
En la segunda lectura, escribiendo a los gálatas,
reflexiona sobre su experiencia de fe anterior: no es la ley la que salva, no es
la norma, ni el mandamiento que puedo observar no por superabundancia de
pasión, sino por escrúpulo y por complacencia de mi bondad espiritual. Pablo,
habiendo sido un acérrimo practicante de la ley, reconoce de haberse convertido
en un asesino, creyendo que así complacía a Dios. Pero no es así: la ley no
sirve a nada, es el amor el que salva.
Así que…
Todo somos prostitutas. Nos vendemos por una
felicitación, para cultivar nuestro ego,
también el espiritual; para tener un papel social o eclesial reconocido y
estimado; para ser, si no mejores, al menos no inferiores a los demás; dispuestos,
como David, a traicionar una amistad sincera con tal de no admitir nuestros
errores.
Pero también, todo somos perdonados y queridos. La
mujer y Simón, David y Paolo, tú y yo. Todos somos amados y perdonados por
Dios, rescatados y salvados, hechos hijos y discípulos buscadores de Dios.
Todos, si queremos, podemos construir la
Iglesia, el sueño de Dios, la comunidad de las personas que han experimentado
en su vida la ternura del Padre y que, por tanto, son capaces de perdonar y de ser
misericordiosos con los demás, como el Señor lo ha sido con cada uno de
nosotros.
Proclamemos con el Salmo 31: Bendito sea el Señor, que ha hecho por mí prodigios de misericordia. Amad al Señor,
fieles suyos; el Señor guarda a sus leales,
y a los soberbios los paga con creces. Sed fuertes y valientes de corazón
los que esperáis en el Señor. Que así sea.
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