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domingo, 12 de junio de 2016

DOMINGO 11º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: 2 Sam 12, 7-10.13
Salmo Responsorial: Salmo 31
Segunda Lectura: Gal 2,16.19-21
Evangelio: Lc 7, 36-50


Simón el fariseo creyó que había hecho un noble gesto al invitar al controvertido Maestro de Nazaret a su mesa. No lo miraba con desprecio, como hacían muchos de su movimiento, todo lo contrario. Estaba muy interesado por la predicación de aquel carpintero del norte de Palestina, convertido en profeta.
Después de los saludos protocolarios todos se tumbaron alrededor de la estera que hacía de mesa, colmada de todos los bienes de Dios. Era normal, con ocasión de los banquetes, dejar las puertas de casa abiertas, para que los transeúntes pudiesen entrar y admirar la suntuosa hospitalidad del dueño de casa.
Pero cuando Simón y los demás invitados ven entrar a “aquella furcia”, todos se callan de golpe.
La incomodidad va creciendo, la mujer se acerca a Jesús, se arrodilla y se echa a llorar mojándole los pies. Se desata el pelo, un gesto ambiguo, un gesto de seducción, que era suficiente en una pareja para pedir el divorcio, y con la melena seca los pies de Jesús. En ese momento la incomodidad ya es estratosférica.
En su corazón, Simón intenta defender a Jesús. Éste no puede ser un profeta, de lo contrario sabría qué tipo de mujer era aquélla y no se dejaría tocar, para no contraer la impureza ritual.
Jesús sonríe, porque tiene frente a si a dos prostitutas: La mujer y el fariseo.

Prostituciones
La mujer es una prostituta, es una furcia señalada, una pecadora, una condenada de antemano. A nadie importa por qué ha llegado hasta aquel punto de abyección, a la respetabilidad hipócrita no le importan las razones de una elección, que tuvo que ser dolorosa, sino que ya está condenada desde siempre y para siempre. En nombre de la religión y la moralidad que yergue los muros para no ponerse en tela de juicio, se juzga que esta mujer tiene su papel, ejerce su profesión. Y ya…
No encuentra ninguna comprensión, ninguna posibilidad, sólo desprecio, incluso cuando es deseada y usada.
Ahora llora. Llora sin desesperación, llora sintiéndose querida por un hombre verdadero, sintiéndose comprendida y acogida por Dios. Sin ningún juicio, sin ningún peso, sin ambigüedad ninguna.
Llora todo su dolor, toda su oscuridad y toda su rabia. La niña que hay en ella descubre el rostro de la misericordia más absoluta.
Simón, el fariseo, también es una prostituta. Se vende a Dios, y se vende bien. Conoce bien la religión, vive hasta el final las reglas de Israel, no como esa gentuza ignorante que se condena porque no conoce la Ley. Él, en cambio, paga el diezmo sobre la ruda y la menta, reza con fervor y estudia la Torah día y noche. Está en una posición ventajosa en la clasificación de los méritos. Es devoto, pero frío. Cumplidor pero sin misericordia.
Simón puede permitirse juzgar a los otros, porque la ley está de su parte; puede mantener las distancias... para no contaminarse.
Pero, mira por dónde, Jesús convierte a ambos.

Maestro
A la mujer le enseña que la medida del juicio de Dios es el amor y el perdón. La mujer ha amado mucho y mal, haciéndose daño, pero ha amado. A Dios le basta eso, él, que es amor, también sabe reconocer el amor cuando está hecho trizas y se muestra frágil y desesperado. Para Dios eso es bastante, pasa por encima de toda lógica - religiosa, moral, respetable - y va directo a lo esencial: se fija en el interior de la persona, en el deseo, en el dolor, en la verdad. Ese amor es el origen del perdón, el perdón que Dios regala, siempre gratis, siempre sin condiciones, y suscita el amor recíproco.

A Simón, con delicadeza y sin rabia, Jesús le propone un caso que solucionar, aquel de los dos deudores, uno de algunos euros, el otro de varios centenares de miles de euros, que se ven inesperadamente perdonados de toda deuda. ¿Quién estará más contento? Simón razona, reflexiona y juzga bien: está aprendiendo a mirar las situaciones desde el punto de vista de Dios. El fariseo es llamado a ponerse en el lugar del deudor.
Otro evangelista dice que Simón había sido leproso; una razón más para él, que había experimentado la soledad y la marginación, una razón para acortar las distancias que crea la lepra del juicio duro e inmisericorde.
A Dios no le importa para nada la devoción si no está sustentada por la pasión. Dios no busca justos, sino hijos, a él no le importa nuestra imagen espiritual, a nosotros, en cambio, sí y ¡mucho! Aparentar que somos buenos.
El Señor, quiere que sus discípulos tengan verdad, pasión, fuerza, aún a costa de equivocarse.

El rey David
Así David experimenta la compasión de Dios que lo expulsa de la falsa imagen en que se había refugiado. El poderos rey David, plenamente realizado, saciado y aburrido, trata de salvar la cara después de haber tenido una relación con Bersabé, qué ahora está esperando un hijo de él.
David, en vez de admitir su propio error y asumir sus responsabilidades se inventa una trágica comedia en la que, al final, se convertirá en el asesino de Urías, el marido de Bersabé. Por salvarse la cara, David la ha perdido ante el pueblo.
Pero Natán, profeta incómodo, lo pone frente a sus responsabilidades y David toma conciencia de sus límites. Y, reconociéndolos, es cómo llega a ser grande, el más grande. Porque Dios prefiere a quien se equivoca por demasiada pasión, que a quien no se equivoca por demasiada tibieza. El que es tibio, lo sabemos, es vomitado, como dice el libro del Apocalipsis.

El fariseo
Pablo, otro gran fariseo, fue un asesino en nombre de Dios. Luego el Señor lo tiró por tierra.
En la segunda lectura, escribiendo a los gálatas, reflexiona sobre su experiencia de fe anterior: no es la ley la que salva, no es la norma, ni el mandamiento que puedo observar no por superabundancia de pasión, sino por escrúpulo y por complacencia de mi bondad espiritual. Pablo, habiendo sido un acérrimo practicante de la ley, reconoce de haberse convertido en un asesino, creyendo que así complacía a Dios. Pero no es así: la ley no sirve a nada, es el amor el que salva.

Así que…
Todo somos prostitutas. Nos vendemos por una felicitación, para cultivar nuestro ego, también el espiritual; para tener un papel social o eclesial reconocido y estimado; para ser, si no mejores, al menos no inferiores a los demás; dispuestos, como David, a traicionar una amistad sincera con tal de no admitir nuestros errores.
Pero también, todo somos perdonados y queridos. La mujer y Simón, David y Paolo, tú y yo. Todos somos amados y perdonados por Dios, rescatados y salvados, hechos hijos y discípulos buscadores de Dios.
Todos, si queremos, podemos construir la Iglesia, el sueño de Dios, la comunidad de las personas que han experimentado en su vida la ternura del Padre y que, por tanto, son capaces de perdonar y de ser misericordiosos con los demás, como el Señor lo ha sido con cada uno de nosotros.
Proclamemos con el Salmo 31: Bendito sea el Señor, que ha hecho por mí  prodigios de misericordia. Amad al Señor, fieles suyos; el Señor guarda a sus leales,  y a los soberbios los paga con creces. Sed fuertes y valientes de corazón los que esperáis en el Señor. Que así sea.


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