Primera Lectura: Is 49,14-15
Salmo Responsorial:
Salmo 61
Segunda Lectura: 1 Cor 4,1-5
Evangelio: Mt 6,24-34
De verdad que estamos viviendo tiempos difíciles.
No solamente por la crisis económica, que expone a una dura prueba nuestras
familias. Pero sobre todo por la falta de esperanza que está atropellando a los
jóvenes, exasperados por la falta de futuro, aturdidos por un mundo que no los
quiere más que para consumir y, en muchos casos, para hacer el idiota.
Sin embargo, justo en estos momentos estamos llamados
sacar lo mejor de nosotros mismo e ir a lo esencial. Con los pies bien
plantados en tierra y con el corazón volando alto sobre los problemas, para mirarlos
desde otro ángulo: el de Dios.
Es lo que afirma el inaudito mensaje cristiano: Dios
existe y está presente en nuestra historia. No es un severo contable que desde
lo alto de su indiferencia nos deja chapotear en nuestras tragicómicas
vicisitudes. Dios se ocupa de nosotros, siempre, con entrañas de misericordia.
Ante todo,
el Reino
Con esta estupenda certeza la Palabra de hoy nos
invita a levantar la mirada de nuestras inquietudes y preocupaciones para mirar
a nuestro alrededor, para observar los pájaros del cielo y los lirios del
campo, y tener una mirada que sepa asombrarse todavía del hecho de que Dios ha
creado el mundo para nosotros, con sabiduría y providencia.
Hoy Jesús nos dice con fuerza en el evangelio
que el mayor enemigo de ese mundo más digno, justo y solidario que quiere Dios
es el dinero. El culto al dinero será siempre el mayor obstáculo que encontrará
la Humanidad para progresar hacia una convivencia más humana. “No
podéis servir a Dios y al Dinero”. Es lógico, Dios no puede reinar en el
mundo y ser Padre de todos, sin reclamar justicia para los que son excluidos de
una vida digna.
Y el Papa Francisco, en nombre de Dios, reclama:
“No a una economía de la exclusión y la
iniquidad. Esa economía mata”. “No
puede ser que no sea noticia que muera de frío un anciano en la calle y que sí
lo sea la caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede
tolerar que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es iniquidad”.
Y otra cita más: “La cultura del
bienestar nos anestesia, y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que
todavía no hemos comprado, mientras todas esa vidas truncadas por falta de
posibilidades nos parecen un espectáculo que de ninguna manera nos altera”.
Es verdad que estamos llamados a ganarnos el pan
con el sudor de nuestra frente, pero no con la preocupación de acumular, ni con
el demonio del ansia que amenaza con cegar nuestra alma. Por eso, no pueden
trabajar por ese mundo más humano querido por Dios los que, dominados por el
ansia de acumular riqueza, promueven una economía que excluye a los más débiles
y los abandona en el hambre y la miseria.
El corazón del discípulo de Jesús, en cambio, no
está agobiado por la vida porque sabe que el Padre lo conoce y vela sobre él.
En este domingo de marzo probemos a descubrir las
señales de la presencia de Dios en el Providencia que se ocupa de los pajarillos
y de los árboles que están despertando del frío del invierno.
Probemos a levantar la mirada más allá de los
estrechos límites de nuestra cotidianidad, buscando sobre todo el Reino de Dios
y lo demás se nos dará por añadidura. No hagamos como los paganos que se dejan
atropellar por la inquietud y la angustia. A cada día basta su afán: vivamos
intensamente el presente, dejando en las manos de Dios nuestro futuro.
Madre
Nuestro Dios es una madre; así lo experimenta el
profeta Isaías en la primera lectura. Un buen padre-madre. No es posesivo, ni
histérico, ni súper protector, ni severo, como a veces ocurre que son nuestros padres.
Dios sabe que tenemos que crecer, sigue de lejos
nuestro propio recorrido, no interviene para sonarnos los mocos o abrocharnos
los zapatos. Dios confía en nosotros, sabe que podemos hacerlo solos. Y nos
recuerda que no nos abandona nunca.
Como una buena madre no puede olvidarse del hijo
que ha llevado en su seno y al que ha engendrado a la vida.
Por lo tanto, en esta espléndida aventura que es
la vida, estamos llamados a fijar la mirada en él, a poner al centro de nuestro
crecimiento en la búsqueda del Reino de Dios.
Dios no es un asegurador que nos garantiza la
ausencia de dolor en nuestra vida, sino un adulto que nos trata como adultos,
que nos ofrece la posibilidad de fijarnos en las cosas con una mirada nueva.
Con esa mirada que nos dice que el mundo no es un engaño, ni una madriguera de
violencia que nos precipita en el caos. La vida no es inútil.
A nuestro alrededor se está construyendo el
Reino de Dios como un gigantesco mosaico de amor en el que cada uno de nosotros
es una pieza. El Señor nos pide colaborar en este gran proyecto suyo.
Ciertamente que para creer en este proyecto necesitamos
mucha fe.
Pájaros
Por eso Jesús nos invita a fijarnos mejor en lo
que nos rodea: los lirios, los pájaros del cielo. Y yo añado: el mar, el
viento, la lluvia, la primavera que brota. Alrededor todo nos grita que Dios ha
creado el mundo con sabiduría y lo conserva con previsión. Ocupémonos del
trabajo, del futuro, del préstamo que hay que pagar, sí, pero sabiendo que
nuestro corazón está en otro lugar, que el Reino está en otra parte.
Sabiendo que cada buena cosa que vivimos no es sino
la fianza del futuro que nos espera, la página publicitaria del absoluto de
Dios, de la plenitud que está más allá.
Con esta perspectiva podemos entender la
invitación de Pablo en la segunda lectura: ¿Qué importa que la gente a nuestro
alrededor viva al revés? ¿Por qué nos preocupamos de lo que piensa la gente y
de sus crueles juicios? Nuestra vida es vivir las bienaventuranzas, vivir la
paradoja del evangelio, vivir el deseo de mirar cara a cara a lo invisible. Aunque
seamos tomados por ingenuos, o por locos.
Sepamos, pues, poner en el centro de la vida lo
esencial. A cada día le basta su afán, cierto, pero nosotros queremos invertir
bien nuestras energías espirituales. No nos dejemos engañar por los mil cantos
de sirena que nos indican inverosímiles caminos de la felicidad (el éxito, el
dinero, las apariencias…). Miremos, en cambio, obstinadamente hacia el único
que puede llenar nuestra infinita necesidad de plenitud: Cristo Jesús, nuestro
salvador.
Pidámosle una fe viva para descubrirlo.
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