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domingo, 16 de febrero de 2014

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO (CicloA)


 Primera Lectura: Eclo 15,15-20
Salmo Responsorial: Salmo 118
Segunda Lectura: 1 Cor2, 6-10
Evangelio: Mt 5, 17-37

En muchas ocasiones nos preguntamos cuál es la originalidad de Jesús y del Evangelio y, en consecuencia, aquello que más nos identifica a sus seguidores. Originalidad respecto a la tradición religiosa de su pueblo y originalidad en relación a cualquier oferta que hoy se nos presenta. Podemos afirmar que en Jesús hay una continuidad con la religión judía y, al mismo tiempo, una ruptura con ella, porque presenta una visión de Dios y del hombre, de la ley y su cumplimiento, completamente nueva. Ciertamente, todo un cambio de perspectiva que provoca reacciones contradictorias a los que escuchan a Jesús, desde el máximo atractivo hasta un persistente rechazo.
 Así podemos entender mejor las primeras palabras que hoy hemos escuchado al mismo Jesús: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas, sino a dar plenitud».
Jesús desmonta pieza a pieza todo lo que los devotos de su tiempo, y de siempre, pensaban que era lo esencial de la fe. Jesús se permite corregir, mejor aún, reconducir al origen la Ley que Dios ha dado a los hombres, y nos desvela muchas cosas de Dios, de Jesús, y de nosotros.

De Dios
Nos dice que Dios sabe cómo funcionamos, que nos ha creado y su Palabra, su Ley, los “mandamientos”, no son otra cosa que indicaciones para nuestro buen funcionamiento. Dios no se entretiene con hacer que nos volvamos locos, poniéndonos estacas en el camino y haciéndonos sufrir, al proponernos conductas irreprensibles, y aburridas. Dios no está celoso de nuestra libertad y por eso nos la limita. Simplemente sabe cómo funcionamos, y desea intensamente llevarnos al manantial de la bienaventuranza y del bien. Dios es el colaborador de nuestra alegría: es el pecado el mal que nos hace daño.
¡Qué bonito es pensar que Dios se ocupa realmente de nosotros! ¡Y que, él sí, se preocupa de todo corazón por nuestro bien!


De Jesús
Jesús va tomando conciencia de quién es él realmente. Va encontrando su identidad, cuando lo humano y lo divino empiezan a interactuar en lo profundo de sí. Jesús descubre su misión, pero también descubre que su intimidad con Dios es diferente de la que cada hombre ha experimentado. Jesús de Nazaret llega a tener claro que en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad. Y entonces relee la Escritura y la reconduce a su origen. Toma las leyes hechas por los hombres para intentar (¡ingenuos!) proteger la Ley de Dios y las desmonta. Ese “pero yo os digo”, perentorio, loco, inconcebible al ser pronunciado por un carpintero hecho profeta, nos habla de la enorme autoridad de Jesús, capaz de poner en tela de juicio lo que nadie nunca habría osado contradecir. Jesús no es un anarquista que subvierte las tradiciones: Él sabe distinguir entre las tradiciones de los hombres y las de Dios. Jesús, desvelándonos el rostro de Dios, nos desvela nuestro rostro más auténtico, nos ayuda realmente a realizar la parte mejor de nosotros mismos. Jesús me desvela a ese Dios que me ha soñado, planeado, construido, moldeado, que sabe en qué consiste la felicidad. Y me la indica.
Aparentemente el camino es cuesta arriba, pero para subir a las cumbres casi siempre es necesario un poco de esfuerzo.
Jesús, en el discurso de la montaña, sigue un plan bien preciso: empieza hablando del Reino y de los que pertenecen a él, en las bienaventuranzas;  el domingo pasado nos exhortó a salir de una fe sosa, oscura y aburrida. Hoy y en los próximos domingos nos indicará cuáles son las actitudes concretas a seguir como consecuencia de la iluminación interior.
En tiempos pasados, algunos judíos, los más devotos, ya habían sido hábiles manipuladores de las enseñanzas de Moisés, para encadenar el vuelo de la libertad, para adaptarlo, minimizarlo, para corregir un tiro imparable.
Pero Jesús desquicia todo ese montaje. Retoma, una a una, las reglas y desvela su sentido profundo, se apropia de ellas, rasca el barniz de las tradiciones humanas que apagaron el resplandor de la Ley de Dios. ¡Fantástico Jesús! Haciendo esto desactiva la bomba, hace crecer a los presentes que lo escuchan, libera la ley orientándola hacia Dios.
Los presentes de entonces, como nosotros, nos construimos una jaula dorada, segura, una milimétrica serie de leyes para poder decir así a Dios, como si fuera un irreprensible funcionario: He hecho todo, no me he equivocado en nada.
Jesús derriba de nuevo las empalizadas y libera a Dios y a su proyecto de nuestras manipulaciones.
Esta autoridad y presencia de ánimo de Jesús será al origen de mucho rencor, de mucha hostilidad: ¿quién te crees que eres, Nazareno?

De nosotros
Si acogemos las bienaventuranzas, si queremos aliñar la vida, siendo sal y luz, no podemos andar poniendo excusas, negando la evidencia, para disculparnos y, tantas veces, engañarnos.
La violencia brota del corazón, no basta con atrincherarse detrás de un presunto “buenismo”: también se puede matar con la lengua, provocar matanzas haciendo juicios temerarios, crueles y despiadados, genocidios con nuestros análisis crueles y farisaicos.
En este mundo que da vía libre al chismorreo convirtiéndolo en una actividad benemérita y lucrativa (con sólo llamarlo “revista del corazón” o “reality show” de la TV ya produce millones), el discípulo de Jesús está llamado a ver y decir sólo el bien que habita el corazón de cada persona.
La lujuria y la dominación del otro están en nuestro corazón. No somos un cuerpo, sino que poseemos un cuerpo y el otro no puede convertirse en un objeto de placer y consumo. En este tiempo horrible en que muchos padres aplauden que las hijas se abran paso a cualquier precio en la efímera notoriedad de las modelos y el “famoseo”, y en el que las personas se miden por su belleza y juventud, el discípulo de Jesús ha de proponer una lectura de sí mismo y de los otros basado en la persona, y no en su apariencia.
La mentira nos rodea, y es inútil descargar siempre la responsabilidad sobre los otros. En un mundo falso y mentiroso el discípulo de Jesús no necesita jurar porque, dice sencillamente la verdad porque es la verdad. Y, además, no tiene miedo de pagar por sus propias equivocaciones.

Hay que elegir
Por eso es tan importante la elección que hagamos en cada momento de la vida. La exhortación del libro del Eclesiástico en la primera lectura nos coloca, ante esta alternativa: “echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja”.  Somos dramáticamente libres para elegir el bien o el mal; la muerte o la vida.

La participación en la Eucaristía puede ser hoy la respuesta más sincera y el reinicio de una nueva forma de ser y de actuar. Lo que se cuece en el interior de cada uno de nosotros, Dios lo contempla y lo fortalece para que sea según su voluntad. Dejemos que la luz de su Espíritu ilumine nuestro interior y acompañe siempre nuestra fidelidad. Que así sea.

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