Primera Lectura: Mal 3,1-4
Salmo responsorial:
Salmo 23
Segunda Lectura: Heb 2,14-18
Evangelio: Lc 2,22-40
El tema de la celebración de hoy, parece más
ligado al ciclo de Navidad, con sus narraciones de la infancia de Jesús: de
hecho hemos leído el mismo trozo evangélico de la fiesta de la Sagrada Familia.
Sin embargo, el núcleo del mensaje que
hoy nos trae la liturgia lo hemos oído en el Evangelio y lo escucharemos
después subrayado en el Prefacio: Jesús es revelado por el Espíritu Santo como
gloria de Israel y luz de los pueblos. Jesús es el Mesías esperado desde hace
tiempo.
La
esperanza de un pueblo
Pero todo sucederá de una forma desconcertante. Cuando
los padres de Jesús se acercan al Templo con el niño, no salen a su encuentro
los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos. Dentro de unos años,
ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra
acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los
pobres.
Tampoco vienen a recibirlo los maestros de la
Ley que predican sus “tradiciones humanas” en los atrios de aquel Templo. Años
más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo la ley del sábado.
Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan
a vivir una vida más digna y más sana.
Toda la espera del Mesías incubada durante
siglos por el Pueblo Elegido se hace presente en el templo por medio de la
anciana Ana y del sacerdote Simeón. Dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto
que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios.
Los contemporáneos de Simeón y Ana ya se habían
olvidado de la promesa. Sin embargo, ellos son una fiel representación del
Israel que espera, y reciben en el templo al Dios de la gloria, cuando Jesús
entra en brazos de sus padres.
María, la bella y joven madre, cuya intimidad
con el Señor la llevó a ser la mediación de nuestra salvación; su esposo José,
el hombre bueno y justo que permitió a Dios realizar su plan de salvación (cfr.
Mt 1,19 -20); Simeón, un contemplativo conducido por el Espíritu, en cuyas
palabras resuenan los textos mesiánicos del profeta Isaías; y Ana, que “no se apartaba del templo día y noche, sirviendo
a Dios con ayunos y oraciones”. Todos ellos representan a ese tipo de
personas que no viven cerradas en sí mismas, o absorbidos únicamente por las circunstancias
de la vida, sino que viven para “el
Consuelo de Israel” y su liberación, para la salvación del mundo.
Aunque nadie lo sospecha – y ellos menos que ningún
otro -, justamente ellos, con su generosidad, son los verdaderos héroes de su
pueblo. Y del nuestro. Por el modo de vida que tuvieron y por su disponibilidad
a ser conducidos por el Espíritu Santo, ellos fueron capaces de dar testimonio de
que aquel niño era el Mesías que todo Israel - y toda la Humanidad - estaba
esperando. Y eso que el niño venía camuflado, porque ni había elegido venir en
gloria sino “parecido en todo a los hermanos” (2ª lectura), para poder así compartir
su sufrimiento y estar dispuesto a ser “señal de contradicción” (Evangelio).
Los ancianos, Simeón y Ana, dejan vía libre a
los jóvenes padres con su recién nacido; la promesa del Mesías redentor se
transforma ahora en presencia. En esta nueva situación, mirar de frente a la
salvación va a exigir un heroísmo aún más grande. Para María y José, antes de
la violenta y desgarradora contradicción que supondrá el rechazo de Jesús por parte
de su pueblo; antes de su crucifixión, se va a presentar la larga y silenciosa
prueba de fe que supone la contradicción de una tediosa normalidad de la vida
ordinaria en Nazaret.
Vivir en
esperanza
Mirando a estos testigos de la llegada del Señor
a la historia, hemos de vivir la vida con una esperanzada perspectiva de
salvación.
¿Cuáles son los horizontes en los que nos
movemos? ¿Cuáles son las cosas que realmente nos importan?, ¿el trabajo, el
equipo local, la diversión, salir con los amigos, el éxito, el dinero, la próxima
cita, la familia...? Nuestra vida, como cristianos que somos, no puede basarse
definitivamente en ninguna de estas cosas, aunque algunas sean importantes; porque ellas no son, ni nos dan el sentido de
la vida.
Cada cristiano tiene que ser para todos los
demás un testigo del verdadero sentido de la vida, y del lugar dónde ella se
encuentra: en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, que para muchos será signo de
contradicción y piedra de escándalo y tropiezo. Para cada uno de nosotros, lo
más importante ha de ser siempre la salvación, que empieza ya ahora, y que continúa
hasta la vida sin fin que el mismo Jesús nos ha ganado con su resurrección. Salvación
para nosotros mismos, para nuestros seres queridos, y para todo el género
humano, para todos los hijos de Dios.
¿Se basa de verdad nuestra vida en esto?
Todos los aspectos de nuestra existencia tienen
que ser encauzados hacia el único y gran torrente de vida eterna, que ya está presente
y que experimentamos de alguna manera en esta vida.
Indudablemente, en nuestro mundo, éste no es un
camino fácil. Cualquier señal que queramos dar en este sentido será
obstaculizada. Y es que el discípulo no puede ser mayor que el Maestro. Los santos,
los grandes fundadores de órdenes religiosas generalmente encontraron todo género
de resistencias, malentendidos y persecución. Ser entorpecidos en el camino
debería ser tenido cómo la suerte normal del cristiano, sin importar la situación
o momento en que uno viva. Ser radicalmente cristiano, al estilo de Jesús, es
ser piedra de toque y contradicción, porque ese estilo contrasta en todo con los
contravalores de esta sociedad en la que hemos sido llamados a vivir.
Vida
consagrada
Hoy celebra la Iglesia el Día Mundial de la Vida
Consagrada. Un estado de vida radicalmente cristiana. En ella se elige la
novedad de Cristo, que no envejece nunca, frente a la flaqueza de un mundo y
una cultura que están raídos y viejos, especialmente en nuestra caduca Europa.
El lema escogido para este año - La alegría del Evangelio en la vida
consagrada - está en plena sintonía con la exhortación apostólica del papa
Francisco, Evangelii gaudium, recientemente
publicada. «La alegría del Evangelio
llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús».
Estas son las primeras palabras de la exhortación.
Las personas consagradas viven la alegría de su
vocación, desde la consagración a Dios, la comunión fraterna y la misión
evangelizadora, siendo reflejo del Amor de Dios, dispuestas a abrazar todas las
miserias y a curar todas las heridas humanas, poniendo en ellas el bálsamo de
la ternura y de la misericordia divinas.
María, la joven Madre de Dios, desde su entrega
total a Dios y su plan de salvación, es causa de nuestra alegría e imagen de la
vida consagrada, que nos enseña a vivir a todos la verdadera alegría del
seguimiento de Jesucristo. María es la madre que, al presentar a su hijo en el
templo, reafirma el “sí” dado a la propuesta de ser Madre de Dios, en el
momento de la Anunciación.
Pidamos hoy por los religiosos y religiosas, y
por todas las personas que viven las diversas y variadas formas de vida
consagrada, para que sean verdaderas señales de contradicción en nuestro mundo:
no alineándose con un mundo que se va paganizando, sino haciendo vida la eterna
novedad del evangelio en cualquier parte donde otros hombres y mujeres tienen
velado el rostro de Dios y desconocen el verdadero sentido de la existencia.
Que María los sostenga y acompañe en su vocación,
protegiendo con su maternidad la consagración, comunión y misión de cada uno de
nuestros hermanos y hermanas de la vida consagrada. Así sea.
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