Primera Lectura: Is 49,3. 5-6
Salmo Responsorial: Salmo 39
Segunda Lectura: 1 Cor1, 1-3
Evangelio: Jn 1, 29-34
Hoy tenemos un baile de “juanes” en el
Evangelio: El evangelista narrador y el
bautista que cuenta su descubrimiento en el Jordán: Jesús, el hijo de José, el de
Nazaret, es el Hijo de Dios. El esperado. El inaudito.
No somos cristianos para cosquillear nuestra
devoción. Somos cristianos porque creemos que el carpintero de Nazaret es la presencia
misma del Altísimo. Jesús no es una buena persona, un profeta incomprendido, es
el sello de Dios, su rostro ostensible y manifiesto.
Pero los dos Juanes se atreven a más. Juan
evangelista nos dice que el Bautista ve venir a Jesús hacia él. Dios toma siempre
la iniciativa, es él siempre el que se aparece.
Y afirma: él es el cordero de Dios.
Cordero
El cordero, un animal que es matado sin un
quejido. El cordero, parecido al macho cabrío que el día de Kippur, o de la
Expiación, era cargado con todos los pecados del pueblo y luego dejado libre en
el desierto.
Juan ya ve, en aquel hombre que se le acerca, la
determinación y la mansedumbre, la fuerza y la resignación. Juan, la voz que
grita en el desierto, queda sin palabras.
Pero el Bautista se equivocó. El Mesías no venía
para echar la paja en el fuego inextinguible, no hubo ninguna hacha lista para derribar
ningún árbol. El Mesías, aquel Mesías, zaparía y abonaría el árbol, en espera
de un improbable cambio.
El asombro del Bautista es el nuestro, su reflexión
es la nuestra: ¡nuestro Dios es siempre así de inesperado, siempre tan diferente
de cómo lo imaginamos!
Espíritu
El asombro crece y se extiende. Ahora Juan
Bautista está seguro de lo que, mirando, ha visto: el Espíritu baja con abundancia
sobre Jesús y lo habita. Los gestos que Jesús hace están llenos de
interioridad, densos de espiritualidad, transparentan sobre sus vestidos la
profundidad que lo habita.
No es la apariencia sino la esencia lo que asombra
al Bautista. Jesús está repleto de Espíritu, aun antes de que pronuncie una
sola palabra.
Mejor aún: Jesús es el único capaz de dar espíritu
en abundancia. Solo su Espíritu nos
puede conducir a recuperar nuestra verdadera identidad, abandonando caminos que
nos desvían una y otra vez del Evangelio. Solo ese Espíritu nos puede dar luz y
fuerza para emprender la renovación que necesita hoy la Iglesia.
Hijo
Juan proclama: Jesús es el hijo de Dios.
No un gran hombre, no un profeta, no un hombre
de ternura y compasión, él es ante todo la presencia misma de Dios.
No hay componendas acerca de esto, los sofismas
y los sutiles razonamientos no valen de nada: la comunidad primitiva cree que
Jesús de Nazaret, potente en palabras y obras, no sólo está inspirado por Dios,
sino que habla con las palabras mismas de Dios ya que en él habita la presencia
misma del Verbo de Dios.
Dios es accesible, visible, claro, manifiesto,
evidente; Dios se cuenta, se explica, se dice, se revela… en Jesús de Nazaret.
No lo
conocía
Juan admite que no lo conocía. El más grande
entre los profetas, el coherente, el intransigente, el nazireo ofrecido a Dios,
el asceta, el precursor, el místico, afirma cándidamente no haber conocido
todavía al Señor, no haber entendido hasta el fondo el alcance inmenso de su venida.
Podemos ser discípulos desde hace años, haberlo conocido y rezado, meditado y
estudiado, haber recorrido las sendas de los peregrinos hasta el agotamiento,
sin haber todavía conocido la plenitud de Dios.
Por nuestros medios, no se llega nunca
definitivamente a la plenitud. Es el Señor quien nos la concede: “De su plenitud todos hemos recibido gracia
tras gracia” (Jn 1, 16).
Testigos
Todo esto es lo que cree la comunidad de Juan,
el evangelista.
Así es como Isaías sueña la comunidad de Israel:
no más cerrada en sí misma, absorta en protegerse, sino abierta al anuncio del
verdadero rostro de Dios a las naciones extranjeras.
Así es como Pablo desea que sean los cristianos
de Corinto, ciudad delirante y violenta, que sean santos; porque santificados
por Cristo, también nosotros estamos llamados a dar testimonio del Hijo de
Dios.
Llamados a creer y decir que Dios viene al encuentro
a cada hombre; que perdona y salva; que se hace cargo de cada oscuridad nuestra;
que no ignora el pecado, sino que lo asume; que paga las deudas que hemos
contraído con la vida; que no apaga la llama vacilante y que está dispuesto a
llevar sobre sí todo dolor, toda violencia, toda locura.
Llamados a creer y decir que sólo retomando la
espiritualidad, reponiendo en el centro del anuncio el don del Espíritu,
podemos reconocer el paso de Dios por nuestra vida.
Llamados a creer y decir que nosotros
proclamamos que Jesús, nuestro maestro, hombre extraordinario, es la presencia
misma de Dios, de un Dios que se quiere dar a conocer, un Dios al que convertir
nuestro corazón habitado por visiones pequeñitas y demoníacas de la divinidad.
Llamados a admitir lo que no sabemos de él, porque
es una luz velada, un misterio luminoso.
El mundo no necesita cansadas comunidades de
cristianos sosos y aburridos, que se reducen a solucionar con dificultad las
“obligaciones y cumplimientos” institucionales, sino grupos de discípulos
llenados por la luz del Señor, testigos creíbles como el Bautista y su
discípulo Juan, el evangelista.
Jornada Mundial del
Emigrante
Hoy tenemos una oportunidad para caer en la
cuenta de estas llamadas que el Señor nos hace, al celebra la 100ª Jornada Mundial
del Emigrante. El Mensaje de la Jornada de este año dice: «Emigrantes y refugiados: hacia
un mundo mejor. Haciendo un mundo mejor».
¿Qué supone la creación de un mundo mejor?, nos
pregunta el papa Francisco. Y el papa dice «que
el mundo solo puede mejorar si la atención primaria está dirigida a la persona,
si la promoción de la persona es integral en todas sus dimensiones, incluida la
espiritual, si somos capaces de pasar de una cultura del rechazo a una cultura
del encuentro y la acogida».
Ser luz de las naciones, coger la antorcha de la
responsabilidad de que nuestro mundo se salve, significa, como bien dice Francisco,
pasar de una cultura del rechazo a una cultura del encuentro y acogida. Seamos
luz; seamos, pues, encuentro y acogida para nuestros hermanos inmigrantes y para
todos.
Crear un mundo mejor es poner nuestro granito de
arena en la construcción de la cultura de la fraternidad universal que es la
fraternidad evangélica. Caminar hacia un mundo mejor es sentir que la fe me
invita a ser luz para mi hermano inmigrante y recoger también su luz.
En otro momento, dice también el mensaje papal: «Emigrantes y refugiados no son peones sobre
el tablero de la humanidad. Se trata de niños, mujeres y hombres que abandonan
o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el
mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser algo más». Son
nuestros hermanos y hermanas en Cristo, y en ellos como en nosotros, reconocemos
el rostro de Dios. Solo así podremos avanzar en la construcción de una sociedad
igualitaria, justa y fraterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.