Primera Lectura: Is 42,1-4.6-7
Salmo Responsorial:
Salmo 28
Segunda Lectura: Hch 10,34-38
Evangelio: Mt 3, 13-17
En este domingo del Bautismo de Jesús cerramos
el ciclo litúrgico de la Navidad. Las dos fiestas de la Epifanía y el Bautismo
nos acercan a la venida de Jesucristo al mundo. La Epifanía es la manifestación
universal a las gentes y a todos los pueblos de la tierra. La fiesta del
Bautismo se refiere más a la manifestación pública de la misión de Jesús y,
también, a la nuestra como bautizados en Cristo que somos.
Predilecto
El comienzo de la misión cristiana está
enraizada en la conciencia de ser amado por Dios. “Este es mi hijo amado, en quien
me he complacido” dice Mateo, describiendo la teofanía que revela la verdadera
identidad y la misión de Jesús. La traducción más literal “muy querido” que subyace a la palabra griega original es
preferible a la de “predilecto”, que hemos escuchado en la lectura litúrgica.
Jesús es, sobre todo, “muy querido”, y en él, Dios se “complace”. El Padre está
orgulloso de su hijo y se complace en él.
En Cristo – dice san Pablo – también somos
hijos, también somos coherederos, también nosotros, también yo, soy muy querido
y el Padre se complace en mí. Comenzamos el año y finalizamos el tiempo de Navidad
con esta impactante verdad: Dios me ama y me quiere mucho.
¿No es tal vez ésta la última pieza del maravilloso
mosaico que nos ha ido acompañando en las tres semanas de la Navidad? Pensábamos
en un Dios en las nubes, y ahí lo tenemos en la tierra, en Belén; nos
esperábamos un Dios abstracto y conceptual, y ahí lo tenemos hecho hombre con
todas sus consecuencias; esperábamos un Dios al que pedir favores y ahí lo
tenemos como un niño que pide, porque lo necesita todo; nos esperábamos un Dios
triunfante bien acogido por la autoridad establecida y por los sabios del
momento, y en cambio es reconocido por quienes son habitantes de la periferias
de la vida; nos esperábamos un Dios claro y manifiesto, y en su lugar viene un
niño tímido que pide tener ganas de buscar para poder encontrarlo, como los Magos
fueron capaces de hacerlo. Por último - hoy – se nos presenta la más grande conversión:
espero un Dios presidente, severo pero benévolo, al que tengo que demostrar que
soy bueno, y en cambio aparece un Dios que me ama, a priori, sobre todo y sin ningún tipo de prejuicio.
Sin embargo, frente a este amor gratuito e
incondicional de Dios, a todos nosotros se nos educa para merecer ser amados,
para hacer las cosas que nos hacen merecedores del cariño de los demás; desde
muy temprana edad se nos enseña a ser buenos estudiantes, buenos hijos, buenos
novios, buenos esposos, buenos padres, buenos hombres y buenos sacerdotes... El
mundo premia a las personas que arriesgan, a los capaces y brillantes, y así
dentro de nosotros se introduce la idea de que Dios me quiere, ciertamente,
pero con algunas condiciones. Toda nuestra vida es la limosna de un piropo, de
un reconocimiento. Más aún, si una persona me contradice o me acusa, yo reacciono,
pero en el fondo pienso que tiene razón, y me digo: “tienes que rendirte a la
evidencia, tú no vales tanto.”
La reacción espontánea es entonces de defensa y
agresividad, o de excesiva superficialidad, y paso mi vida persiguiendo la idea
que de mí me devuelven los otros. En cambio Dios me dice que yo soy bien amado,
desde el principio, antes de que yo haga nada: Dios no me quiere porque yo sea
bueno sino que es Él quien, queriéndome, me hace bueno. Dios se complace
conmigo porque ve la obra maestra que soy, la obra de arte que puedo llegar a
ser, la dignidad con la que Él me ha revestido. Entonces, sólo entonces, podré mirar
el recorrido que tengo que hacer para convertirme en obra de arte, los
cansancios que me frenan, las fragilidades que tengo que superar. Todo el
cristianismo está aquí: Dios me quiere por lo que soy, Dios me desvela en
profundidad lo que soy: alguien bien-amado. Es difícil querer “bien”. El amor
es grandioso y ambiguo, puede construir o destruir, no se trata de adorar a
alguien, sino de quererlo “bien”, hacerlo autónomo, adulto, verdadero,
consciente. Y es lo que Dios hace con nosotros.
Espíritu
de Dios
Todo esto lo sabemos por Jesús y su Bautismo.
Jesús no es un hombre vacío ni disperso interiormente. No recorre aquellas
aldeas de Galilea de manera arbitraria ni movido por diversos intereses. Los
evangelios nos dejan claro desde el principio que Jesús vive y actúa movido por
“el Espíritu de Dios.” No quiere ser confundido con un “maestro” cualquiera
de la ley, preocupado por introducir más orden en la conducta de Israel. No
quiere ser identificado con un falso profeta,
dispuesto a buscar un equilibrio entre la religión del templo de Jerusalén y el
poder de Roma. El evangelista Mateo, además, no quiere que nadie
equipare a Jesús con el Bautista. Que nadie lo vea como un simple discípulo y
colaborador de aquel gran profeta del desierto. Jesús es “el Hijo querido” de
Dios. Sobre el que “desciende” el Espíritu de Dios. Solamente él puede “bautizar”
con Espíritu Santo y con fuego.
Según toda la tradición bíblica, el Espíritu de
Dios es el aliento de Dios que crea, envuelve y sustenta la vida entera. La
fuerza que Dios posee para renovar y transformar a los vivientes. Su energía
amorosa que busca siempre lo mejor para sus hijos e hijas. Por eso, Jesús
se siente enviado, no a condenar, destruir o maldecir, sino a curar, construir
y bendecir; es decir, a querer a los demás como él es bien-querido por el
Padre. El Espíritu de Dios lleva a Jesús a potenciar y mejorar la vida. Lleno
de aquel buen Espíritu de Dios, se dedica a liberar a todos de los espíritus
malignos, que no hacen más que perjudicar, esclavizar y deshumanizar a las
personas.
Las primeras generaciones cristianas tenían muy
claro quién era Jesús. Así resumieron el recuerdo incisivo que les dejó en sus
seguidores: “El Ungido por Dios con la
fuerza del Espíritu Santo, que pasó la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos
por el diablo, porque Dios estaba con él.”
Bautismo
Así hace Dios con cada uno de nosotros el día de
nuestro Bautismo, día tan lejano ya de nuestros sentimientos. El Papa esta
semana nos ha exhortado a que recordemos y recuperemos la fecha de nuestro
bautismo.
Aquel día fue la siembre de la semilla de la
presencia de Dios en nuestro corazón. No fue un conjuro mágico, sino una
semilla para cultivar y cuidar, porque es tan frágil que, si se descuida,
desaparece. Es dentro del corazón donde encuentro a Dios; y todo lo que en la
vida me lleva a la interioridad (arte, música, silencio, naturaleza), me acerca
a Dios. Todo lo de afuera (caos, apariencia, superficialidad), me aleja.
Con el Bautismo he entrado a formar parte de la
Iglesia, de aquel del sueño de Dios, no del garabato de institución que tengo
en cabeza. La Iglesia de los santos y los mártires, la Iglesia que camina,
canta y espera, no esa grotesca de mis juicios superficiales. Con el Bautismo estoy
salvado, rescatado, se me ha quitado el pecado original, es decir, la
fragilidad en el amor: como a Cristo Jesús se me ha hecho capaz de dar la vida
por los hermanos. Pasamos la vida intentando llegar ser algo bello y bueno... pero
nunca podremos ser más que hijos bien-amados de Dios, y ya lo somos.
Esta fiesta, hoy, es la fiesta de lo que está
escondido en nosotros y que debe ser redescubierto: ¡cristiano, conviértete en
lo que eres! Podemos preguntarnos a lo largo la semana que hoy empieza: ¿Qué “espíritu”
nos anima hoy a los seguidores de Jesús? ¿Cuál es la “pasión” que mueve la
Iglesia? ¿Cuál es la “mística” que hace vivir y actuar a nuestras comunidades?
¿Qué semilla estamos metiendo en el mundo?
No
es extraño que, al invitarnos a vivir en los próximos años “una nueva etapa
evangelizadora”, el Papa nos recuerde que la Iglesia necesita más que nunca
“evangelizadores con Espíritu”. Sabe muy bien que solo el Espíritu de Jesús nos
puede infundir fuerza para poner en marcha la conversión radical que necesita
la Iglesia. ¿Por qué caminos? Si el Espíritu de Jesús está en nosotros,
viviremos “curando” a tantos oprimidos, deprimidos, ahogados por el mal. Que así
sea con la ayuda de Dios.
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