La
restauración de la Compañía es un tema mucho
menos estudiado que la supresión. Es un
tema difícil, no sólo por su complejidad, sino
también por su carácter polémico.
“Habiendo
implorado el auxilio divino con fervorosas oraciones y atendido el parecer de
muchos Venerables Hermanos Nuestros, Cardenales de la Santa Romana Iglesia […]
hemos decidido ordenar y establecer con plena potestad Apostólica […] que todas
las concesiones y las facultades conferidas por Nosotros sólo para el Imperio
Ruso y el Reino de las Dos Sicilias, se entiendan ahora […] extendidas […] a
todo Nuestro Estado Eclesiástico y a todos los demás Estados…”.
El 7 de agosto de 1814 Pio VII decretaba mediante la bula
Sollicitudo omnium ecclesiarum la
reconstitución universal la Compañía de Jesús. La Orden había sido suprimida
canónicamente en 1773. Era una decisión histórica en la medida que se abrogaba
una decisión pontificia y significaba a su vez el inicio de una nueva etapa de
la historia de la Compañía que iba a estar marcada por el resurgimiento de la
propia tradición y por un extraordinario vigor apostólico.
La restauración es
un tema mucho menos estudiado que la supresión.
Es un tema complejo que además tiene un carácter polémico, debido al influjo
que ejerce cierto estereotipo del jesuita de esta época en la comprensión de la
historia del siglo XIX. En esta perspectiva, la Compañía habría sido ante todo
el baluarte del conservadurismo más recalcitrante. Como todo cliché, éste
también genera unos prejuicios que empañan la comprensión histórica.
La restauración de la Compañía plantea ciertas cuestiones
sobre las que la historiografía todavía no ha dicho la última palabra: ¿Cuáles
son sus límites cronológicos? ¿Se da una continuidad en la Compañía antes y
después de la supresión? ¿Hasta qué punto es justo aplicar a la Compañía
restaurada el adjetivo de “conservadora”?
De supresión a Bula de restauración (1801-1814)
En 1801 Pío VII reconoció a la Compañía de Jesús en Rusia
Blanca, donde alrededor de doscientos jesuitas estaban protegidos por el
Gobierno imperial desde el tiempo de Catalina II. El breve Catholicae fidei, por el que se hacía oficial dicho reconocimiento,
motivó en los siguientes diez años una oleada de peticiones de afiliación al
grupo ruso por parte de antiguos jesuitas que habitaban en Suiza, Bélgica,
Inglaterra, Holanda y Estados Unidos.
¿Qué tuvo que ocurrir para que el papa decidiese abrogar
en 1814 el breve de supresión promulgado por Clemente XIV? Tres factores
aceleraron el proceso iniciado trece años antes:
A) La quiebra de la unidad en la Casa de Borbón en su
política hostil a los jesuitas. En 1793, Fernando de Parma anulaba el decreto
de expulsión que él mismo había emanado años atrás y solicitaba a Catalina II
que hiciera llegar a su ducado un grupo de los jesuitas acogidos en Rusia.
B) La evolución de Pío VI desde una postura de cauta
aprobación al deseo explícito de restablecer la Orden, aunque murió sin poder
hacer una declaración oficial.
C) La decisión de Pío VII de extender los privilegios del
breve Catholicae fidei al Reino de
las Dos Sicilias (breve Per alias
1804). El rey Fernando IV, impactado por los efectos de la revolución francesa,
sugirió al papa el retorno de los Padres a Nápoles.
D) La determinación de Pio VII a la hora de restablecer
la Compañía, al objeto de asegurar la reconstrucción religiosa tras la caída de
Napoleón.
En la bula Sollicitudo
omnium ecclesiarum el pontífice encomienda a los jesuitas la instrucción de
los jóvenes en la religión católica y las buenas costumbres, finalidad que
habrían de cumplir en colegios y seminarios, en otro tiempo tan florecientes.
El papa acogía a los jesuitas y los ponía bajo su inmediata
tutela, reservándose el derecho intervenir para “consolidar, disponer y […]
purgar la Sociedad si fuera necesario […]”. El Prepósito general, Tadeo
Brzozowski, recibía facultades para
“admitir y agregar libre y lícitamente […] todos los que soliciten ser
admitidos […] los cuales […] conformen su forma de vida según […] la Regla de
San Ignacio de Loyola, aprobada y confirmada por las Constituciones Apostólicas
de Paulo III”. La Compañía podría ejercer sus ministerios y regir los colegios
contando con el permiso de los obispos.
Fiel a las Constituciones,
la Compañía afrontaría la misión encomendada con gran fervor y celo apostólico.
Sin embargo, reemprendía su andadura en un marco histórico determinado por la
política restauradora del Congreso de Viena (1814-1815). En lo sucesivo, sería
inevitable asociar a los jesuitas a la reacción antiliberal, ya que los
príncipes absolutistas se aprovecharían de su disponibilidad para asegurar la
permanencia y la estabilidad del Antiguo régimen. Se generaba así un vínculo
que tendría graves consecuencias. En adelante, la burguesía revolucionaria
haría de la neutralización o erradicación de la Compañía de Jesús un objetivo
prioritario del reformismo liberal.
La consolidación y la expansión misionera de la Compañía
de Jesús
El
generalato de Louis Fortis (1820-1829)
El zar Alejandro I, celoso de preservar su influjo en
Europa, decidió retener en Rusia al P. Brzozowski impidiéndole trasladarse a
Roma. Brzozowski, que moriría en 1820, nombró entonces Vicario general a Mariano
Petrucci.
La Congregación General XX, reunida en el Gesù de Roma,
eligió a Luis Fortis como sucesor. Durante su mandato (1820-1829) el nuevo
prepósito tuvo que responder a tres grandes desafíos: el mantenimiento del
carácter jurídico y espiritual del Instituto, la formación de sus individuos y
la eficacia apostólica de los colegios. Fortis se dedicó a un vasto programa de
reconstrucción condicionado por muchas dificultades. Éstas provenían no sólo de
la política internacional, sino también de las diferencias existentes entre los
jesuitas sobre el modo en que había que
proceder para mantener el equilibrio entre las tradiciones antiguas y las
nuevas circunstancias.
En 1824, León XII devolvió a los jesuitas el Colegio
Romano y la iglesia de san Ignacio, les encargó de la dirección del Colegio de
Nobles y del Germánico. Dos años más tarde, el pontífice confirmaría los
privilegios del Instituto añadiendo otros nuevos (bula Plura inter). El éxito mayor de Fortis fue seguramente legar a la
generación de jesuitas siguiente una Compañía segura de su continuidad
histórica. Si en 1820 la formaban 1.300 miembros, a su muerte llegaban a 2.100.
El
generalato de Jan Roothaan (1829-1853)
El sucesor de Fortis fue el holandés Jan Roothaan, quien
durante los veinticuatro años de mandato ejerció una influencia decisiva el en
desarrollo y expansión misionera de la Orden.
1. La Compañía se extendió geográficamente (países de
América del norte y del sur, África y Australia) y aumentó hasta los 5.200
miembros, cuyo 19% estaba en territorios de ultramar.
2. Roothaan dirigió varias exhortaciones a toda la
Compañía, de las que destacan De amore
Societatis et Instituti nostri (1830), De
Missionum exterarum Desiderio (1833) y De
spiritualium Exercitorum S.P.N. studio usu (1834).
3. La nueva versión de la Ratio studiorum (1832), además de dejar un espacio a las lenguas vernáculas, incluía la historia
de la Iglesia y el derecho canónico en el currículum de teología. En el
programa filosófico se reforzaban las matemáticas y la física-química, mientras
que las humanidades pasaban a integrar la geografía y la historia.
4. El General holandés concedió a los Ejercicios Espirituales
un lugar central en la formación y en la vida de los jesuitas. A Roothaan se
debe la edición de la versio litteralis
y también de la vulgata de los
Ejercicios de san Ignacio (1835). Promovió el Apostolado de la Oración, las
misiones populares, y dio un gran impulso a las misiones de ultramar. La
fecundidad misionera de la Compañía dio importantes resultados, como fueron la
fundación de seminarios en China, India, Albania, Siria y la isla de Reunión.
5. Un aspecto curioso de este generalato es que las
frecuentes visitas que Roothaan hacía a Gregorio XVI (1831-1846) inspiraron al
pueblo de Roma, parece que por primera vez, el sobrenombre de “papa negro” para
referirse al Superior general de los jesuitas. Parece que el motivo de tal
frecuencia era que el papa quería estar informado permanentemente de los
asuntos de la Orden.
Reflexión:
Novedad y tradición en la Compañía restaurada
Pio VII se proponía
reconstituir la misma orden religiosa que había fundado san Ignacio y
que Paulo III había aprobado. La Compañía de Jesús, sin embargo, nunca había
llegado a desaparecer. La supervivencia del grupo ruso garantizó el carisma
ignaciano así como su transmisión a las siguientes generaciones de jesuitas.
La lentitud y las dificultades del proceso de
reconstitución tuvieron su contrapunto en el florecimiento vocacional que se
dio al mismo tiempo. A lo largo de esta evolución, sobre todo durante el
generalato de Roothaan, adquirieron carta de naturaleza los rasgos de identidad
del Instituto que perdurarían hasta el tiempo del concilio Vaticano II.
Comenzábamos el presente artículo planteando la cuestión
relativa a la continuidad de la Compañía de Jesús antes y después de la
restauración. Hay una pregunta que surge inmediatamente: ¿Es posible que
después un vacío de cuarenta años tantas vocaciones perseverasen sin arriesgar
la tradición jesuítica? La respuesta tal vez más difundida a este problema es
opinar que la Compañía restaurada no se atuvo con fidelidad al carisma
fundacional. Suele decirse que la Compañía del siglo XIX fue más “conservadora”
que la anterior, en la medida que su estilo de vida terminó por asimilarse al
de los conventos. Por otro lado, el apostolado de los jesuitas, al asumir un
acento marcadamente apologético se convirtió en prototipo de lo anti-moderno.
Notemos que la hipótesis de la discontinuidad, sin dejar
de ser legítima, puede resultar engañosa. Es preciso aclarar que el acento en
regular la vida espiritual y doméstica del Instituto no pertenece en exclusiva
al siglo XIX. La insistencia en ordenar la vida religiosa de los jesuitas se
remonta al tiempo del P. Mercuriano (1573-1580), a quien se debe el Sumario, las reglas de los oficios, el
mantener la hora de oración diaria incluso para los profesos, las normas para
la organización interna de las casas,
así como el Ordo domus probationis.
Creemos que la historia no debería reducirse a simplificaciones
basadas en el binomio conservación-progreso. Tendríamos que considerar más bien
que la evolución se da en la Compañía durante el siglo XIX, es en realidad la
actualización de una tensión estructural que la caracteriza desde su fundación.
Recurriendo a la facultad imaginativa y utilizando un símil pictórico,
podríamos contemplar la imagen de la Orden en los diversos momentos de su
historia, de la misma forma que Claude Monet hiciera con la fachada de la
catedral de Rouen a distintas horas del día. Al visualizar el cuadro
correspondiente al siglo XIX, notaríamos que su “autor” había querido poner
ante nuestros ojos una figura, si bien reconocible por todos, cargada de
patetismo y por ello impregnada de tonalidades intensas.
El fervor, el celo apologético, el ultramontanismo, la
militancia antiliberal y una concepción disciplinar de la obediencia serían
esos “colores”, o mejor, las “tonalidades” que definen la semblanza de la
Compañía restaurada. Si a ello añadimos la protección que brindaron sectores de
marcado signo conservador, comprenderemos mejor por qué los jesuitas se
convirtieron en el siglo XIX, una vez más, en blanco de aceradas críticas.
Desde 1814 la Compañía reemprendía su andadura en un
marco histórico muy diferente al de su fundación. Las penalidades del periodo
de supresión y las que habrían de padecer como consecuencia de la legislación
anticlerical, obligaron a los jesuitas a adoptaran una actitud defensiva. Ésta
les impedirá a largo plazo comprender la importancia de dos valores aportados
por la revolución, a saber la libertad y la igualdad. Con todo, la generosidad
y la abnegación de una multitud de apóstoles, hijos espirituales de San Ignacio,
revelarían probablemente que el proceso de consolidación y expansión de la
Compañía restaurada no fue una simple demostración de conservadurismo.
Miguel Coll, S.J.
Pontificia Universidad Gregoriana, Roma
Traducción: Juan Ignacio García
Velasco, S.J.
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