Primera Lectura:
Salmo Responsorial:
Salmo 111
Segunda Lectura:
Evangelio: Mt 5, 13-16
Arduo asunto éste de ser sal. Si no llegas,
queda todo soso. Y si te pasas, serás escupido de todas las bocas sin
contemplaciones. Así que aplicamos la justa medida y, por prudencia o por
pereza, tendemos siempre a quedarnos cortos. Empeñarse en algo que luego no
sale nos pone en evidencia y eso es muy incómodo. La sal dentro del tarro,
cerradita, da la sensación de estar siempre disponible aunque no se mueva de
ahí…
Chirría bastante y hasta molesta oír y leer
palabras beatíficas en un tiempo en el que parece que todos están dando lo peor
de sí.
En una situación semejante, ¿tenemos que resignarnos
y abandonar?
¿Tenemos que conservar la fe cerrada en el tarro,
sacarla a pasear el domingo, y el resto de la semana “sálvese quien pueda”?
¿Tiene sentido, o es realista, llevar en el
corazón una página como la de las bienaventuranzas y tratar de orientar la vida
a la luz de esa Palabra?
Son preguntas espinosas. Preguntas que los
primeros cristianos también se hicieron, cuando se topaban con el cansancio de
cada día, con las incomprensiones de la comunidad naciente, estrujados entre
una religiosidad tradicional totalizadora (como el judaísmo), o irrelevante (como
la religión romana tradicional), y una vida social y política agresiva y
decadente. ¡Exactamente como hoy!
Jesús y
las bienaventuranzas
Jesús vive las bienaventuranzas que proclama. Y
nos desvela el rostro de un Dios muy diferente de nuestros miedos, y de un
hombre que es todo lo opuesto a lo que quisiéramos. Si el mundo exalta a los guapos,
a los fuertes, a los arrogantes, a los emancipados, a los falsos, a los
ambiciosos, Dios nos desvela que un corazón humilde, sincero, confiado, dispuesto
a cargar con las consecuencias de las propias acciones, es el construye una
nueva humanidad.
Jesús no exalta la desdicha pero proclama felices
a los que lloran, a los pobres y a los perseguidos, porque es justo a ellos a
quien Dios elije y destina su mensaje y, como decía magníficamente Dostoievski,
la verdad se hace más clara en el sufrimiento.
Felices nosotros, si buscamos imitar lo que el
Señor elije. Felices nosotros, si no nos asustamos por lo que ocurre, felices nosotros
si no nos dejamos abatir por el desaliento, porque el mar que atravesamos está
agitado y nos falta la fe.
Pero ante la perplejidad, ante la fatiga de
vivir, Jesús, en vez de bajar el tiro, lo levanta. No afloja, no busca componendas.
Alza el objetivo: “¿si la sal se vuelve
sosa, con qué la salarán?”
Sabrosos
La fe hace sabrosa la vida, el evangelio es una
pizca de sal que da sabor a todo el resto. Es verdad: quien entre nosotros ha
hecho experiencia de la belleza de Dios, sabe que su vida ha cambiado, sabe que
ha sido iluminada por la Palabra, sabe que se ve a sí y los otros de un modo diferente,
y que posee una clave de lectura de la historia (de la gran Historia y de su propia
pequeña historia) completamente nueva: el mundo no es una sucesión de
acontecimientos violentos e inexplicables, sino la manifestación del gran
proyecto de amor que Dios tiene sobre la humanidad.
Pero Jesús nos advierte del terrible riesgo que
supone que la sal se humedezca.
La sal es una riqueza. No sólo por hacer
sabrosos los alimentos, sino por los múltiples usos que tiene… hasta quitar el
hielo, o producir el frío. Es preciosa la sal: no en vano era dada como a los soldados
romanos: el salario.
Hemos recibido la sal, la riqueza del sabor del
evangelio. Pero no para quedarnos con ella en el tarro. También estamos llamados,
dice el Señor, a convertirnos nosotros mismos en sal: “Vosotros sois la sal de la tierra”.
Sosos
La sensación, en cambio, es que nos hemos hecho sosos.
No hay necesidad de mucha sal para aliñar un manjar, no necesitamos una
muchedumbre de cristianos para dar sabor a la sociedad. No necesitamos muchos
cristianos, pero sí cristianos con mucho amor y que crean en lo que dicen.
El drama de nuestro tiempo, en occidente, es
experimentar un cristianismo sin Cristo, una religión sin fe, un culto sin
celebración.
Tenemos que pagar un alto precio a un
cristianismo cultural y social que todavía empapa nuestra sociedad, pero que ya
no basta para crear discípulos del Señor. Un cristianismo que se reduce simplemente
a costumbre, a tradición, a ética, a solidaridad, pero que no da más sabor a la
vida.
Nos hemos vuelto luz debajo del taburete, temerosos
de ser transparencia de Dios en nuestro mundo, muy cuidadosos de presentarnos
ante la gente con un cristianismo “políticamente correcto”, con toda suerte de distingos
y aclaraciones.
Nos avergonzamos, demasiado a menudo, de
pertenecer a una Iglesia que tiene flancos fáciles para las críticas e ironías.
Sugerencias
saladas
Isaías nos desvela el modo concreto de ser luz y
sal: por medio del amor, por la caridad efectiva que se inclina hacia el pobre
y el que sufre. Para un cristiano el gesto de amor, que es compartir el pan, se
convierte en gesto teológico, en explicitación del amor de Dios. Hoy es una
tarea ineludible de la Iglesia estar entre los pobres, encontrando modos nuevos
de vivir lo inmutable del Evangelio, proponiendo no sólo gestos de limosna sino
estilos de vida que contrasten la creciente pobreza, el provecho y la economía como
centro de toda opción, el egoísmo y el hedonismo como soluciones de compromiso en
la vida.
Pablo nos recuerda, a partir de su experiencia,
que la lógica de Dios es distinta de la lógica del mundo: es una lógica
crucificada. La medida de nuestro resultado está en el corazón de Dios, no en
las estadísticas y en los porcentajes. Aunque a los ojos del mundo esta
disponibilidad, este amor sea perdedor, inútil, insignificante, aunque nos
inquiete continuamente el espectro de una batalla que vayan a vencer las
tinieblas, nosotros -hijos de la luz- confiamos en el Señor y, como él,
queremos con un amor total y a veces atormentado, sabiendo que la aparente derrota
de Dios es, en realidad, la salvación del mundo.
Ánimo, amigos, haced un mundo más sabroso y aliñado.
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