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lunes, 10 de febrero de 2014

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)


Primera Lectura:
Salmo Responsorial: Salmo 111
Segunda Lectura:
Evangelio: Mt 5, 13-16
  
Arduo asunto éste de ser sal. Si no llegas, queda todo soso. Y si te pasas, serás escupido de todas las bocas sin contemplaciones. Así que aplicamos la justa medida y, por prudencia o por pereza, tendemos siempre a quedarnos cortos. Empeñarse en algo que luego no sale nos pone en evidencia y eso es muy incómodo. La sal dentro del tarro, cerradita, da la sensación de estar siempre disponible aunque no se mueva de ahí…
Chirría bastante y hasta molesta oír y leer palabras beatíficas en un tiempo en el que parece que todos están dando lo peor de sí.
En una situación semejante, ¿tenemos que resignarnos y abandonar?
¿Tenemos que conservar la fe cerrada en el tarro, sacarla a pasear el domingo, y el resto de la semana “sálvese quien pueda”?
¿Tiene sentido, o es realista, llevar en el corazón una página como la de las bienaventuranzas y tratar de orientar la vida a la luz de esa Palabra?
Son preguntas espinosas. Preguntas que los primeros cristianos también se hicieron, cuando se topaban con el cansancio de cada día, con las incomprensiones de la comunidad naciente, estrujados entre una religiosidad tradicional totalizadora (como el judaísmo), o irrelevante (como la religión romana tradicional), y una vida social y política agresiva y decadente. ¡Exactamente como hoy!

Jesús y las bienaventuranzas
Jesús vive las bienaventuranzas que proclama. Y nos desvela el rostro de un Dios muy diferente de nuestros miedos, y de un hombre que es todo lo opuesto a lo que quisiéramos. Si el mundo exalta a los guapos, a los fuertes, a los arrogantes, a los emancipados, a los falsos, a los ambiciosos, Dios nos desvela que un corazón humilde, sincero, confiado, dispuesto a cargar con las consecuencias de las propias acciones, es el construye una nueva humanidad.

Jesús no exalta la desdicha pero proclama felices a los que lloran, a los pobres y a los perseguidos, porque es justo a ellos a quien Dios elije y destina su mensaje y, como decía magníficamente Dostoievski, la verdad se hace más clara en el sufrimiento.
Felices nosotros, si buscamos imitar lo que el Señor elije. Felices nosotros, si no nos asustamos por lo que ocurre, felices nosotros si no nos dejamos abatir por el desaliento, porque el mar que atravesamos está agitado y nos falta la fe.
Pero ante la perplejidad, ante la fatiga de vivir, Jesús, en vez de bajar el tiro, lo levanta. No afloja, no busca componendas. Alza el objetivo: “¿si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán?”

Sabrosos
La fe hace sabrosa la vida, el evangelio es una pizca de sal que da sabor a todo el resto. Es verdad: quien entre nosotros ha hecho experiencia de la belleza de Dios, sabe que su vida ha cambiado, sabe que ha sido iluminada por la Palabra, sabe que se ve a sí y los otros de un modo diferente, y que posee una clave de lectura de la historia (de la gran Historia y de su propia pequeña historia) completamente nueva: el mundo no es una sucesión de acontecimientos violentos e inexplicables, sino la manifestación del gran proyecto de amor que Dios tiene sobre la humanidad.
Pero Jesús nos advierte del terrible riesgo que supone que la sal se humedezca.
La sal es una riqueza. No sólo por hacer sabrosos los alimentos, sino por los múltiples usos que tiene… hasta quitar el hielo, o producir el frío. Es preciosa la sal: no en vano era dada como a los soldados romanos: el salario.
Hemos recibido la sal, la riqueza del sabor del evangelio. Pero no para quedarnos con ella en el tarro. También estamos llamados, dice el Señor, a convertirnos nosotros mismos en sal: “Vosotros sois la sal de la tierra”.

Sosos
La sensación, en cambio, es que nos hemos hecho sosos. No hay necesidad de mucha sal para aliñar un manjar, no necesitamos una muchedumbre de cristianos para dar sabor a la sociedad. No necesitamos muchos cristianos, pero sí cristianos con mucho amor y que crean en lo que dicen.
El drama de nuestro tiempo, en occidente, es experimentar un cristianismo sin Cristo, una religión sin fe, un culto sin celebración.
Tenemos que pagar un alto precio a un cristianismo cultural y social que todavía empapa nuestra sociedad, pero que ya no basta para crear discípulos del Señor. Un cristianismo que se reduce simplemente a costumbre, a tradición, a ética, a solidaridad, pero que no da más sabor a la vida.
Nos hemos vuelto luz debajo del taburete, temerosos de ser transparencia de Dios en nuestro mundo, muy cuidadosos de presentarnos ante la gente con un cristianismo “políticamente correcto”, con toda suerte de distingos y aclaraciones.
Nos avergonzamos, demasiado a menudo, de pertenecer a una Iglesia que tiene flancos fáciles para  las críticas e ironías.

Sugerencias saladas
Isaías nos desvela el modo concreto de ser luz y sal: por medio del amor, por la caridad efectiva que se inclina hacia el pobre y el que sufre. Para un cristiano el gesto de amor, que es compartir el pan, se convierte en gesto teológico, en explicitación del amor de Dios. Hoy es una tarea ineludible de la Iglesia estar entre los pobres, encontrando modos nuevos de vivir lo inmutable del Evangelio, proponiendo no sólo gestos de limosna sino estilos de vida que contrasten la creciente pobreza, el provecho y la economía como centro de toda opción, el egoísmo y el hedonismo como soluciones de compromiso en la vida.
Pablo nos recuerda, a partir de su experiencia, que la lógica de Dios es distinta de la lógica del mundo: es una lógica crucificada. La medida de nuestro resultado está en el corazón de Dios, no en las estadísticas y en los porcentajes. Aunque a los ojos del mundo esta disponibilidad, este amor sea perdedor, inútil, insignificante, aunque nos inquiete continuamente el espectro de una batalla que vayan a vencer las tinieblas, nosotros -hijos de la luz- confiamos en el Señor y, como él, queremos con un amor total y a veces atormentado, sabiendo que la aparente derrota de Dios es, en realidad, la salvación del mundo.


Ánimo, amigos, haced un mundo más sabroso y aliñado.

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