Primera Lectura: Ez 37,12-14
Salmo Responsorial:
Salmo 129
Segunda Lectura: Rom 8,8-11
Evangelio: Jn 11, 1-45
Es magnífico nuestro Dios. Él sacia la sed del
alma, devuelve la luz a nuestra ceguera.
La Cuaresma es el tiempo en el que redescubrir
lo esencial de la fe, entrando en el desierto de nuestros días atascados de
cosas por hacer. Un tiempo para dejar que el alma nos alcance.
Y hoy, al final de este recorrido cuaresmal, nos
encontramos con un evangelio escalofriante, la historia de una amistad arrollada
por la muerte y la desesperación.
Todo pasa en Betania, una pequeña aldea que se
levanta sobre el Monte de los Olivos, en la ladera opuesta a la que domina
Jerusalén. Es donde gustosamente se refugia Jesús, en casa de sus tres amigos,
Lázaro, Marta y María, para encontrar un poco de clima familiar y hogareño. Para
huir de la Jerusalén que mata a los profetas.
¡Qué bonito pensar que hasta Dios necesita una
familia. Qué bonito hacer de nuestra vida un pequeño Betania!
Es aquí, en este contexto, donde ocurre el
drama: Lázaro enferma, se muere, y Jesús no está.
Como también nos sucede a nosotros, a veces,
ante la enfermedad y la muerte de una persona querida, sentimos que Jesús está
lejano.
Tragedia
La resurrección de Lázaro está puesta en el
evangelio de Juan poco antes de la Pasión de Jesús. Es la última y la más
clamorosa de las señales, es lo que determina la decisión, por parte del
Sanedrín, de declarar la peligrosidad de Jesús y la necesidad de su inmediata
detención, sin dilación alguna.
Como si Juan quisiera decirnos que la vuelta a
la vida de Lázaro determina la muerte de Jesús. Es la imagen de un intercambio
que, dentro de pocos días, va a ser para todas y cada uno de nosotros.
Jesús nos sacia la sed. Jesús nos da la luz.
Jesús entrega su vida por cada uno de nosotros. Por mí.
Suplicio
En la extraordinaria y compleja narración de
Juan, hay un pasaje que quiero subrayar.
Cuándo Marta y María, las hermanas de Lázaro,
acostumbradas a acoger al Señor en su casa de Betania, se enteran de la presencia
de Jesús, salen de casa, desesperadas y se encomiendan al amigo y Maestro.
La historia es un crescendo de emociones, de
testimonios de fe de las hermanas, pero también de un humanísimo desaliento y de
pena.
Cuándo Jesús ve la desesperación de las hermanas
y de la muchedumbre, se conmueve y estalla en un llanto.
Como si, hasta entonces, no hubiera visto hasta
el fondo cuánto dolor provoca la muerte. Como si hasta entonces Dios no hubiera
entendido todavía cuánto mal nos hace la muerte, cuánto desaliento lleva consigo
el luto.
Como si Dios no supiera… Como si Dios aprendiese
ahora lo que es el dolor. Dios llora, de verdad. Y ese llanto nos deja
pasmados.
Al principio del evangelio, a Juan y Andrés,
discípulos del Bautista, que, por indicación del profeta, siguieron a Jesús y
le preguntaron dónde vivía, Jesús les contestó “venid y veréis” (Jn. 1,39).
Ahora es Jesús el que se hace discípulo, el que va y, haciéndose discípulo, ve
y aprende lo que es el dolor… y llora con sus amigos.
Consternación
Ese llanto nos desconcierta, nos sacude, nos conmueve.
El Señor, ahora, experimenta lo que es el dolor.
Jesús no llora sólo por la muerte de un amigo
muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la
muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de
vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga,
más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de todas las épocas,
lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil de
responder: ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de
engañarnos. ¿Qué podemos hacer? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?
Dentro de pocas horas él mismo irá hasta el
final, llevando sobre de si todo el dolor del mundo. Dios y el dolor se
encuentran. Como si no hubiera bastado que Dios se hiciera hombre para
compartir con nosotros la vida. Dios ha querido aprender a sufrir, para redimir
cada una de las penas que nos atenazan.
¿Nos basta con esto? No lo sé.
Ante un Dios que comparte, no siempre nuestro
corazón se convence, ni se convierte. Como los que ven el llanto de Jesús.
Algunos sienten el amor de Jesús por Lázaro, sienten
su compasión.
Otros, cínicamente, objetan: ¿Él, que ha abierto
los ojos al ciego, no podía hacer también que ése no muriera? En estas palabras
tenemos toda la contradicción del ser humano.
Pero más allá, en el fondo, vemos un Dios que se
une al dolor humano, que sufre con él, que se conmueve por él, que no es
impasible sino cercano y comprometido. Es amor. Y el amor es lo que tiene:
alegría y sufrimiento.
¿Cómo podemos hablar de un Dios amor que no llore?
Me estremezco al pensar el profundo dolor del
Padre ante la cruz de su Hijo, sus lágrimas, su sufrimiento…
Me estremece pensar el dolor de Dios ante tanto
sufrimiento estéril en este mundo: tantos niños muertos, maltratados,
prostituidos, explotados…, ante la crueldad de la guerra y el desprecio,… del
egoísmo y del abandono…, de la soledad y la tortura… ¿Cómo no va a llorar Dios?
En esta entrañable historia del evangelio, aprendemos
que el amor es más poderoso que el dolor y el sufrimiento. El amor genera vida,
se alimenta de la esperanza. Es la Vida en plenitud.
Ante esta página llena de vida y amor, preguntémonos: ¿preferimos en nuestras vidas un
Dios que comparte nuestro dolor o un Dios que simplemente nos lo evita sin
compadecerse de nosotros?
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