Primera Lectura: Hch 2,14a.36-41
Salmo Responsorial:
Salmo 22
Segunda Lectura: 1 Pe 2,20b-25
Evangelio: Jn 10, 1-10
El Señor ha resucitado. Lo han visto, lo han encontrado
y abrazado. Los discípulos han llorado y reído; están asombrados, perplejos,
turbados. Saben que hace falta tiempo para creer. También lo sabemos nosotros.
Pedro y Juan que corren al sepulcro; María
Magdalena que no se separa de su dolor; Tomás y su desgarrador sufrimiento ante
la duda; los discípulos de Emaús y su esperanza decepcionada. Convertirse al
resucitado no es un asunto que se solventa en un par de minutos, no es un
recorrido para personas débiles, sino para hombres y mujeres fuertes y tenaces.
El Señor los alcanza allí dónde están, en la
condición en que estén.
Los alcanza y los ayuda a superará cada miedo,
cada sufrimiento.
Los alcanza porque los quiere, porque quiere para
ellos la plena salvación, porque los ayuda a descubrir a Dios y a descubrirse
creyentes.
Lo hace porque su vida, nuestra vida, es
preciosa ante sus ojos. Lo hace porque sabe a dónde llevarlos, a dónde
llevarnos.
Preciosos
¿Para quién soy yo realmente importante? ¿Para quién
soy yo verdaderamente precioso? Instintivamente buscamos a alguien que esté dispuesto
a acogernos, a valorarnos, a querernos profundamente más allá de nuestra inevitable
pobreza y limitación.
El mundo a nuestro alrededor es desalentador.
Las personas son sólo un número, un consumidor o un problema social. Sólo
cuentan para los que producen o consumen y, por eso, muchos luchan para salir
del anonimato, cueste lo que cueste. Vivimos en una sociedad llena de llamadas
confusas que nos seducen para competir y rivalizar, para tener y aparentar. Llamadas
que son felicidades incapaces de llenar el corazón humano.
Corremos detrás de un sueño, como quien corre
tras una chica que se convierte en princesa, como si se tratara de una bonita
fábula. Pero la vida también está hecha de hombres que eligen la parte oscura,
y la fábula se convierte en un sueño de muerte, como sucede con tantos terroristas
o capos de todo tipo, traficantes y delincuentes. Los ladrones y bandidos de
los que nos habla el evangelio de hoy, que se cuelan por tantas falsas puertas
de nuestra vida.
Bueno, pues en medio de este desastre, la
Iglesia proclama con toda convicción, a pesar de las contradicciones de nuestro
tiempo, que cada persona, sea quien sea, es hija de Dios y es preciosa a sus
ojos.
El buen
Pastor
Ésta es la buena noticia desconcertante. Ésta es
la inesperada revelación: yo soy realmente importante para Dios. No lo seré para
otras personas, no lo seré para la sociedad, pero sí para Dios, porque sólo él me
quiere gratuitamente, sin ninguna otra razón. “Te quiero porque quiere quererte
el corazón, no encuentro otra razón”, cantaba aquel grupo “Mocedades”: así
podría definirse el amor de Dios.
El Señor
no es como los otros que nos quieren casi siempre para sacar algún provecho,
como si fueran mercenarios. El Señor nos ama libremente y amándonos nos hace a
nosotros capaces de amar. Nos ama gratis, porque sí.
Jesús se nos presenta hoy como un pastor bueno,
un pastor capaz. Un pastor espléndido, con esa belleza que no es sólo estética,
sino absoluta y global, que lleva consigo todo lo bueno y todo lo bello de la
humanidad.
Jesús pide a sus discípulos una relación
personal, íntima, envolvente con él. Hace falta pasar por Jesús, atravesar a
Jesús. Él no dice ser la puerta del redil, sino de las ovejas. Jesús se
presenta como aquél al que podemos encontrar, atravesar, como el que nos da acceso
a otro mundo, en el que podemos vernos a nosotros mismos y a los demás de un
modo completamente diferente y nuevo.
Jesús llama las ovejas por su nombre y las
ovejas reconocen su voz, porque es una voz que habla directamente al corazón,
que salva, que llena, que consuela, que sacude, que da energía, que perdona,
que inquieta, que desconcierta, que conduce a la verdad, a la verdad toda entera,
completa.
“Atravesar” a Jesús significa pasar por una
puerta estrecha, lo sabemos, en la que se nos pide ser auténticos, ser
confiados, estar desarmados y desnudos ante a él.
Jesús nos pide configurarnos con él, ensanchar nuestro
corazón, ampliar nuestros horizontes, huir de la cicatería, por muy santa y
devota que esta sea, para perder nuestra vida entregándola, como él ha querido
y sabido hacer en favor nuestro.
Jesús ha venido a llamarnos por el nombre, para
conducirnos al Padre. ¿Qué podemos temer, entonces? Nadie puede arrancarnos de
la mano del Padre.
Guardianes
El guardián del rebaño sabe que no es el pastor,
sino que ha recibido la tarea y el honor, el peso y la alegría, la cruz y la
gloria de velar por el rebaño mientras llega el pastor. Él no sabe dónde están
los campos fértiles, sólo es un guardián, y también él está llamado a cuidar su
propio corazón esperando la llegada del Señor. También él está en ansiosa espera
de escuchar la voz del Pastor.
Alegraros, los que buscáis a Dios. ¡Exultad, espíritus
atormentados! Confortad las rodillas vacilantes del rebaño del Señor.
¡No seáis borregos, tontos y resignados, no os
sintáis como seres aturdidos por el delirio de la sociedad actual, sino como personas
queridas y llamadas por vuestro nombre, llevadas a la salvación y a la libertad
por el único que os conoce de verdad!
¡Alégrate, Iglesia de Dios, sueño del
resucitado, pasión del encarnado, y tortura para tantos discípulos! ¡Tú
Iglesia, eres capaz de acoger a Dios, llamada a velar con sincero amor del
rebaño de la humanidad; tú, has de ser guardiana, y no mercenaria, ansiosa de mostrar
a Cristo a todo el que busca la vida en abundancia!
¡Exige de los discípulos del Señor una vida más
llena, más verdadera, y no una vida mediocre, como algunos necios desean, (¡incluso
entre los discípulos!), sino una vida entregada en abundancia!
Vocaciones
Es en este contexto en el que podemos pedir por
las distintas vocaciones en la Iglesia. En Jesús somos invitados a «tener vida y vida abundante», a «abrir
el corazón a grandes ideales, a cosas grandes». Esto es un reto que exige
esfuerzo, lucidez, discernimiento. Supone caminar contracorriente, superar
obstáculos dentro y fuera de nosotros mismos.
Hoy es la Jornada Mundial de Oración
por las Vocaciones, en la que escuchamos
una llamada: «Sal a darlo todo».
Prestemos atención a Jesús y sigámosle saliendo de nosotros mismos, de lo
cotidiano y rutinario, donde se mueven ladrones y bandidos. Tomemos conciencia
de la riqueza que supone dar la vida entera, en su totalidad, para poder
ganarla (cf. Lc 17, 33).
La pluralidad de vocaciones en la
Iglesia (vida religiosa, sacerdocio o laicado) se convierte en el reflejo luminoso
y variado de Cristo, al que no se le puede reducir en un modelo único y monótono.
Oremos para que todos los cristianos, especialmente los jóvenes, se atrevan a
ponerse en actitud de escucha, y se comprometan de forma radical con Cristo.
Haciéndonos conscientes de que la
vocación «surge del corazón de Dios», oremos, como comunidad cristiana para
que Él envíe a muchos a entregarse al servicio del Reino y de la humanidad en
el estado de vida a que sean llamados.
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