El
27 de septiembre de 2014, el Papa presidió las Vísperas de Acción de Gracias
por la Restauración de la Compañía de Jesús, hace 200 años. Estas son las palabras
dirigidas a los jesuitas en el transcurso de la celebración:
La Compañía distinguida con el
nombre de Jesús ha vivido tiempos difíciles, de persecución. Durante el generalato
del p. Lorenzo Ricci "los enemigos de la Iglesia llegaron a obtener la
supresión de la Compañía" (Juan Pablo II, Mensaje al p. Kolvenbach, 31 de
julio de 1990) por parte de mi predecesor Clemente XIV. Hoy, recordando su
reconstitución, estamos llamados a recuperar nuestra memoria, recordando los
beneficios recibidos y los dones particulares (cf Ejercicios Espirituales,
234). Hoy quiero hacerlo aquí con ustedes.
En tiempos de tribulaciones y
turbación se levanta siempre una polvareda de dudas y de sufrimientos, y no es
fácil seguir adelante, proseguir el camino. Sobre todo en los tiempos difíciles
y de crisis llegan tantas tentaciones: detenerse a discutir las ideas, a
dejarse llevar por la desolación, concentrarse en el hecho de ser perseguidos y
no ver nada más.
Leyendo las cartas del p. Ricci
me impactó una cosa: su capacidad para no dejarse sujetar por estas tentaciones
y de proponer a los jesuitas, en el tiempo de la tribulación, una visión de las
cosas que los arraigaba aún más a la espiritualidad de la Compañía.
El p. General Ricci, que
escribía a los jesuitas de entonces, viendo las nubes que se espesaban en el
horizonte, los fortalecía en su pertenencia al cuerpo de la Compañía y a su
misión. He aquí: en un tiempo de confusión y turbación hizo discernimiento. No
perdió el tiempo para discutir ideas y quejarse, sino que se hizo cargo de la
vocación de la Compañía.
Y esta actitud ha llevado a los
jesuitas a experimentar la muerte y resurrección del Señor. Antes de la pérdida
de todo, incluso de su identidad pública, no opusieron resistencia a la
voluntad de Dios, no opusieron resistencia al conflicto, tratando de salvarse a
sí mismos. La Compañía -y esto es hermoso- vivió el conflicto hasta el final,
sin reducirlo: vivió la humillación con Cristo humillado, obedeció. Nunca se
salva uno del conflicto con la astucia y con estratagemas para resistir. En la
confusión y ante la humillación, la Compañía prefirió vivir el discernimiento
de la voluntad de Dios, sin buscar una salida al conflicto de modo aparentemente
tranquilo.
No es jamás la aparente
tranquilidad la que satisface nuestros corazones, sino la verdadera paz que es
un don de Dios. Nunca se debe buscar la "negociación de compromiso"
fácil, ni se deben practicar fáciles "irenismos". Sólo el discernimiento
nos salva del verdadero desarraigo, de la verdadera "supresión" del
corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida de nuestro horizonte, de
nuestra esperanza, que es Jesús, que es sólo Jesús. Y así el p. Ricci y la
Compañía en fase de supresión privilegió la historia, en lugar de una posible
"historieta" gris, sabiendo que es el amor el que juzga la historia y
que la esperanza - aun en la oscuridad - es más grande que nuestras
expectativas.
El discernimiento debe hacerse
con intención recta, con ojo simple. Por esta razón, el p. Ricci llega,
precisamente en esta ocasión de confusión y desconcierto, a hablar de los
pecados de los jesuitas. No se defiende sintiéndose una víctima de la historia,
sino que se reconoce pecador. Mirarse a sí mismos reconociéndose pecadores
evita ponerse en condiciones de considerarse víctimas ante un verdugo.
Reconocerse como pecadores; reconocerse realmente pecadores significa ponerse
en la actitud justa para recibir consuelo.
Podemos volver a recorrer
brevemente este camino de discernimiento y de servicio que el padre General
señaló a la Compañía. Cuando en 1759 los decretos de Pombal destruyeron las
provincias portuguesas de la Compañía, el P. Ricci vivió el conflicto sin
lamentarse y sin dejarse llevar a la desolación, sino invitando a la oración
para pedir el espíritu bueno, el verdadero espíritu sobrenatural de la
vocación, la perfecta docilidad a la gracia de Dios. Cuando en 1761 la tormenta
avanzaba en Francia, el padre General pidió poner toda la confianza en Dios.
Quería que se aprovecharan las pruebas sufridas para una mayor purificación
interior: éstas nos conducen a Dios y pueden servir para su mayor gloria; a
continuación, recomienda la oración, la santidad de la vida, la humildad y el
espíritu de obediencia. En 1760, después de la expulsión de los jesuitas
españoles, sigue llamando a la oración. Y, por último, el 21 de febrero de
1773, apenas seis meses antes de la firma del Breve Dominus ac Redemptor, ante
la absoluta falta de ayuda humana, ve la mano de la misericordia de Dios, que
invita a los que somete a la prueba a no confiar en otro que no sea sólo Él. La
confianza debe crecer precisamente cuando las circunstancias nos derrumban. Lo
importante para el padre Ricci es que la Compañía sea fiel hasta el último al
espíritu de su vocación, que es la mayor gloria de Dios y la salvación de las
almas.
La Compañía, incluso ante su
propio final, se mantuvo fiel a la finalidad para la que fue fundada. Por ello,
Ricci concluye con una exhortación a mantener vivo el espíritu de caridad, de
unión, de obediencia, de paciencia, de sencillez evangélica, de verdadera
amistad con Dios. Todo lo demás es mundanidad. Que la llama de la mayor gloria
de Dios nos atraviese también hoy, quemando toda complacencia y envolviéndonos
en una llama que llevamos dentro, que nos concentra y nos expande, nos
engrandece y nos hace pequeños.
Así la Compañía vivió la prueba
suprema del sacrificio que injustamente se le pedía, haciendo propio el ruego
de Tobit, que con el alma llena de aflicción, suspira, llora y luego reza:
"Tú eres justo, Señor, y todas tus obras son justas. Todos tus caminos son
fidelidad y verdad, y eres tú el que juzgas al mundo. Y ahora, Señor, acuérdate
de mí y mírame; no me castigues por mis pecados y mis errores, ni por los que
mis padres cometieron delante de ti. Ellos desoyeron tus mandamientos y tú nos
entregaste al saqueo, al cautiverio y a la muerte, exponiéndonos a las burlas,
a las habladurías y al escarnio de las naciones donde nos has dispersado".
Y concluye con el ruego más importante: "No apartes de mí tu rostro,
Señor". (Tb 3,1-4.6d).
Y el Señor respondió enviando a
Rafael para quitar las manchas blancas de los ojos de Tobit, para que volviera
a ver la luz de Dios. Dios es misericordioso, Dios corona de misericordia. Dios
nos ama y nos salva. A veces el camino que lleva a la vida es estrecho y
angosto, pero la tribulación, si se vive a la luz de la misericordia, nos
purifica como el fuego, nos da tanto consolación e inflama nuestro corazón
aficionándolo a la oración. Nuestros hermanos jesuitas en la supresión fueron
fervientes en el espíritu y en el servicio del Señor, gozosos en la esperanza,
constantes en la tribulación, perseverantes en la oración (cf. Rom 12:13). Y
ello dio honor a la Compañía, no ciertamente los encomios de sus méritos. Así
será siempre.
Recordemos nuestra historia: a
la Compañía "se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino
también sufrir por Él" (Filipenses 1,29). Nos hace bien recordar esto.
La nave de la Compañía fue
zarandeada por las olas y ello no debe sorprender. También la barca de Pedro lo
puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca. Es
fatigoso remar. Los jesuitas deben ser "expertos y valerosos remeros"
(Pío VII, Sollecitudo omnium Ecclesiarum): ¡remen entonces! ¡Remen, sean
fuertes, incluso con el viento en contra! ¡Rememos al servicio de la Iglesia!
¡Rememos juntos! Pero mientras remamos - todos remamos, también el Papa rema en
la barca de Pedro - debemos orar tanto: "¡Señor, sálvanos!",
"¡Señor salva a tu pueblo ". El Señor, aun si somos hombres de poca
fe nos salvará. ¡Esperemos siempre en el Señor! ¡Esperemos siempre en el Señor!
La Compañía reconstituida por
mi predecesor Pío VII estaba integrada por hombres valientes y humildes en su
testimonio de esperanza, de amor y de creatividad apostólica, la del Espíritu.
Pío VII escribió que quería reconstituir la compañía para "socorrer
oportunamente las necesidades espirituales del mundo cristiano sin distinción
de pueblos y de naciones" (ibid). Por ello dio la autorización a los
jesuitas, que todavía existían aquí y allí, gracias a un soberano luterano y a
una soberana ortodoxa, a "permanecer unidos en un solo cuerpo." ¡Que
la Compañía permanezca unida en un solo cuerpo!
Y la Compañía fue enseguida
misionera y se puso a disposición de la Sede Apostólica, comprometiéndose
generosamente "bajo el estandarte de la cruz por el Señor y su Vicario en
la tierra" (Fórmula Instituti, 1). La Compañía reanudó su actividad
apostólica con la predicación y la enseñanza, los ministerios espirituales, la
investigación científica y la acción social, las misiones y la atención a los
pobres, a los que sufren y los marginados.
Hoy la Compañía afronta con
inteligencia y laboriosidad también el trágico problema de los refugiados y de
los prófugos; y se esfuerza con discernimiento en integrar el servicio de la fe
y la promoción de la justicia, en conformidad con el Evangelio. Confirmo hoy lo
que Pablo VI nos dijo en nuestra trigésimo segunda Congregación General y que
yo mismo escuché con mis propios oídos: "Por doquier en la Iglesia,
incluso en los campos más difíciles y extremos, en las encrucijadas de las
ideologías, en las trincheras sociales, ha habido y hay confrontación entre las
exigencias ardientes del hombre y el mensaje perenne del Evangelio, allí han
estado y están los jesuitas ".
En 1814, en el momento de la
reconstitución, los jesuitas eran un pequeño rebaño, una "mínima
Compañía", que sin embargo se sentía investido, después de la prueba de la
cruz, con la gran misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines de
la tierra. Así debemos sentirnos nosotros hoy, por lo tanto: en salida, en
misión. La identidad jesuita es la de un hombre que adora sólo a Dios y ama y
sirve a sus hermanos, mostrando con el ejemplo, no sólo en qué cree, sino
también en qué espera y quién es Aquel en quien ha puesto su confianza (cf. 2
Tim 1, 12). El jesuita quiere ser un compañero de Jesús, uno que tiene los
mismos sentimientos de Jesús.
La Bula de Pío VII que
reconstituyó la Compañía fue firmada el 7 de agosto de 1814 en la Basílica de
Santa María la Mayor, donde nuestro santo padre Ignacio celebró su primera
Eucaristía, en la Nochebuena de 1538. María, Nuestra Señora, Madre de la
Compañía, estará conmovida por nuestros esfuerzos por estar al servicio de su
Hijo. Ella nos custodie y nos proteja siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.