Primera Lectura: Is 55, 6-9
Salmo Responsorial: Salmo 144
Segunda Lectura: Flp 1, 20-27
Evangelio: Mt 20, 1-16
Difícil historia la del perdón. Una reflexión
ácida, dura, que nos inquieta por dentro. El perdón es laborioso, serio, exige una
conversión radical. Sin embargo en el perdón se juega gran parte de la
credibilidad del cristianismo. El perdón que trastorna la violencia, que se
vuelve profecía de un mundo nuevo, que redibuja el rostro humano, transformándolo
en imagen de Dios, devolviéndolo a su rostro auténtico.
La comunidad cristiana, con su modo de
entretejer relaciones, con su capacidad de discutir (¡ y pelear!) de “otra” manera,
con su capacidad de tomar en serio la suerte de cada hermano, se convierte en una
anticipación del mundo nuevo.
Todo esto en teoría, porque pasados ya trece años
del atentado a las torres gemelas el mundo sigue viviendo en la inquietud y en
la violencia, incapaz de convertirse a lo que es obvio: que sólo en el perdón y
en la aceptación de la diversidad podremos vivir una vida provechosa para todos.
En cada uno de nosotros, hay un pequeño déspota
que quisiera ser el dictador de los demás.
Hemos sobrevivido a dos semanas de Palabra de
Dios urticante, y hoy nos encontramos con la parábola del dueño de la viña, que
nos muestra la lógica de la gratuidad total, completamente diferente a la
lógica basada en los méritos.
Incomprensible
La actitud del dueño de la viña es ciertamente incomprensible:
la viña tiene mucha tarea, es grande y necesita muchos obreros para poder llevar
a cabo la vendimia. Sale a la calle pronto, por la mañana, para contratar a los
primeros obreros. Cuando ve que todavía no bastan, vuelve para buscar más obreros
y establece con ellos "lo que es justo" como recompensa del trabajo.
Cuando sale a las cinco de la tarde, una hora
antes del fin del trabajo, ve aún a algunos callejeando y los invita a
trabajar.
Ahí surge el verdadero problema: ¿qué es lo justo?
Cuando los obreros de la primera hora ven que
los otros que han estado desocupados la mayor parte del día reciben la misma cantidad
– por otra parte, justamente - se sublevan. ¡Ellos han trabajado todo el día,
estos últimos solamente una hora, y reciben el mismo sueldo, que injusticia!
Pero
Todo esto en teoría. Porque la clave de la
parábola está en su modo de pensar. Cuando ven que los obreros de última hora reciben
un denario, ellos creen que van a recibir más. Cuando reciben el denario pactado
no piden más, sino que exigen que los otros reciban menos.
Cobardes
y atemorizados, no dicen lo que legítimamente desean, sino que piden al patrón
que dé menos a los otros. Menos de un denario. Un denario era el sueldo mínimo diario
para poder dar que comer a una familia a los tiempos de Jesús.
En vez de ejercer un legítimo derecho (¡Danos
más, que hemos trabajado todo el día!), la emprenden con los débiles y piden
que se les dé menos; menos de lo que es indispensable para vivir. Fuertes con los
débiles, débiles con el fuerte. ¡Terrible!
¿No nos pensamos también así nosotros?
Ya sabemos lo que Jesús nos responde: “¿Vas a
tener envidia porque yo soy bueno?”. ¿Me vas a impedir con tus cálculos
mezquinos ser bueno con quienes necesitan su pan para comer?
Meritocracia
El dueño es bueno, no quiere dar la limosna a los
desocupados, no quiere humillarlos, quiere darles un atisbo de dignidad, la
posibilidad de redimirse, de atreverse, de renacer. Lo hace con elegancia, con
amabilidad, con misericordia.
El dueño es bueno, no es un tonto: con su dinero
puede hacer lo que quiera. Como salvar gratis a un pecador, que es lo que Dios
hace con nosotros. Jesús se mete aquí con la lógica del mérito, que dice: “Dios
me quiere y me premia porque me porto bien, porque hago méritos”. Así pensaban los
devotos de su tiempo. Así piensan también los devotos de nuestros días. ¡Qué
equivocación!
¡Qué pena da encontrarse con personas buenas que
se imaginan a Dios dedicado a anotar cuidadosamente los pecados y los méritos
de los humanos, para retribuir un día exactamente a cada uno según su merecido.
¿Es posible imaginar un ser más inhumano que alguien entregado a esto desde
toda la eternidad? ¿Es ésta la imagen que tenemos de nuestro Dios?
Jesús da una sacudida a la lógica humana que ve
la justicia como él único modo de relacionarse entre las personas y con Dios.
Es importante la justicia, ¡faltaría más!, sobre todo en nuestro tiempo cuando
la explotación reviste también otras formas y se disfraza con otro ropaje: “La situación de paro, la precarización del
empleo, la economía sumergida, los contratos basura y los bajos salarios, que
siembran en los trabajadores y sus familias una permanente inseguridad, los
horarios flexibles en función de la productividad, que produce un grave
atentado contra el estado físico y psíquico del trabajador, la movilidad
geográfica, que rompe relaciones familiares, culturales y sociales, la
siniestralidad laboral, la pérdida de la cultura y conciencia obrera…” (de
la POTI “Pastoral Obrera de toda la Iglesia, Conferencia Episcopal Española).
¡Claro que es importante la justicia!, pero siempre
y cuando no amenace desembocar en la árida y estéril contabilidad de los
méritos. Además del mérito está la gracia, el regalo, el don: esto es lo que
Jesús se atreve a decirnos hoy.
Es una gran satisfacción conseguir una licenciatura
después de años de estudio, o conseguir un trabajo después de buscarlo con
esfuerzo durante tiempo. ¡Pero es una sorpresa indecible el regalo inesperado
de la persona amada! Así es Dios: nos sorprende inesperadamente con su gracia,
que supera la justicia.
Recordémoslo, cuando queremos dar peso a nuestra
fe en la balanza de las buenas obras, cuando creemos que así le damos gusto a
Dios, o que le hacemos un favor.
Convertirse
a la bondad
Los obreros de la primera hora no comprendían con
quién estaban tratando. Reducían su fe a fatiga y sudor. Peor aún: miraban con
sospecha los otros, a los que veían como competidores de sus privilegios.
No es así para los que acogen la luz del
Evangelio. Asombrados, deslumbrados por la bondad del dueño, nos alegramos de la
gracia de poder trabajar en la viña, nos alegramos por la posibilidad de que
otros hermanos, incluso al final, puedan acoger la misma gracia que a nosotros
nos ha transformado.
Que la bondad de Dios contagie nuestra vida, de
modo que transforme nuestra jornada laboral, ya desde ahora, en imagen de la alegría
que Dios verterá en nuestros corazones forjados por el esfuerzo del amor.
Que nuestro Señor, manso y humilde de corazón,
que vivió en sí mismo esta parábola en el árbol de la cruz acogiendo el buen
ladrón, nos haga salir de las estrecheces de una fe “sindical”, de exigencia de
méritos y derechos, para percibir, al menos un poco, qué brasero de amor y de bondad
es su corazón; aprendamos del Señor, que
es manso y humilde de corazón...
Es lo que Isaías nos presenta en la primera
lectura que hemos escuchado. Isaías espabila a los deportados en Babilonia para
indicarles la correcta lógica de Dios: si van a ser rescatados, si van a poder volver
a Israel no será por sus méritos sino por iniciativa gratuita del Señor.
Cuando dejemos de usar la calculadora en nuestras
relaciones, tanto entre nosotros como con Dios, entonces entenderemos qué significa
convertirse en discípulos.
Creer en un Dios, amigo incondicional, puede ser
la experiencia más liberadora que se pueda imaginar, la fuerza más vigorosa
para vivir y para morir. Por el contrario, vivir ante un Dios justiciero y
amenazador puede convertirse en la neurosis más peligrosa y destructora de la
persona.
Hemos de aprender a no confundir a Dios con
nuestros esquemas estrechos y mezquinos. El Reino de Dios es gratis, no nos
engañemos.
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