Primera lectura: 1 Sam 3, 3b-10.19
Hoy
comenzamos la celebración de los domingos del tiempo ordinario, aunque no sé por
qué lo llama así la liturgia. ¿Qué tiene de “ordinario” un tiempo habitado por Dios
para siempre? ¿Un tiempo que se convierte para nosotros en el lugar donde podemos
encontrar la plenitud de Dios, y descubrir nuestra verdadera identidad y
nuestra misión?
¿Qué
tiene de “ordinario” un tiempo que comienza con la experiencia de la llamada de
los dos primeros discípulos, y que nos invita a reflexionar sobre nuestra propia
vocación?
Vocación
que es para todos, y no sólo cosa de curas y monjas. Todos estamos llamados a
hacer la experiencia de Dios, a conocerlo y buscarlo.
Como
el pequeño Samuel.
En el templo
Samuel
- como ocurre otras veces en la Biblia - es hijo de Ana, una mujer estéril. Con
la alegría de tener un hijo inesperado, la madre decide confiarlo al cuidado de
Elí, el sacerdote. Samuel se convertirá así en un profeta extraordinario que habrá
de consagrar a los primeros reyes de Israel.
Samuel
está en el templo, asiste a las liturgias y tiene una óptima dirección
espiritual con Elí. Pero todavía no conoce Dios. Lo mismo nos puede pasar a
nosotros, que podemos frecuentar el templo sin “conocer” a Dios allí dónde su conocimiento
se muestra en una cercanía íntima y absoluta: en las sagradas escrituras de la
Biblia.
El
encuentro con Samuel ocurre en plena noche, el tiempo del silencio, porque sólo
si sabemos reservarnos espacios de quietud y silencio podemos “conocer” a Dios.
Pero, desgraciadamente, estamos demasiado faltos de estos espacios en las agitadas
vidas de nuestras ciudades.
Nosotros
también necesitamos de alguien que nos ayude a entender, alguien, como lo fue Elí
para Samuel, como el Bautista para sus discípulos, como Pablo para los gentiles:
ellos eran unos buenos guías que conducían hasta a Dios, sin buscarse a sí mismos.
Así, con esa guía, Samuel encuentra Dios.
Juan y Andrés
No es en el templo, sino en el desierto, donde Juan y Andrés encuentran a Dios. Ellos siguieron el carisma del Bautista y dejaron todo para seguirlo. También su piel ha sido abrasada por sol y el viento del desierto de Judá. Ahora su maestro sabe que se acabó su tiempo. El Bautista permanece en el punto al que ha llegado, mientras Jesús pasa por delante. Su tiempo se acabó, él lo sabe y señala a Jesús, mezclado entre los penitentes. Ahora es a Jesús a quien sus discípulos deben seguir.
Juan
lo llama “cordero de Dios”, como el cordero que los hebreos inmolaban la noche
de la Pascua, como el cordero inmolado en vez del pueblo el día del Yom kippur, como el cordero sacrificado en
vez de Isaac, como el cordero manso llevado al matadero del que habla el profeta
Isaías.
No
sé si el Bautista veía ya en el Nazareno la sombra del sufrimiento y la
determinación de su entrega para todos los pueblos. Pero, ciertamente, sí que
la ve Juan, el evangelista que nos describe el encuentro con Jesús.
Qué
bonito es tener un maestro que nos señale al verdadero Maestro, que se quede aparte
y que nos conduzca al encuentro con el verdadero pastor de nuestras vidas.
¿Qué queréis?
La
primera palabra que Jesús pronuncia en el evangelio de Juan es: ¿qué queréis?
Jesús
no va al Jordán a buscar discípulos, no los halaga o se felicita con ellos por
la elección que hayan hecho, sino que les pregunta por la razón de su elección:
¿qué queréis? Dios no quiere discípulos a remolque, cristianos descuidados, religiosos
de rutina, católicos por costumbre. Pide que seamos conscientes de lo que somos
y vivimos. Nuestro Dios quiere que le sigamos como adultos, no como personas infantilizadas.
Porque
la fe verdadera nunca es un cómodo refugio para protegernos del mundo malo, nunca
es la alfombra bajo la que barremos y escondemos nuestras miserias.
Dios
quiere personas auténticas y libres.
Juan
y Andrés quedan descolocados ante la pregunta de Jesús, naturalmente. Es demasiado
fuerte como para no inquietarse. ¿Qué buscan? Todavía no lo saben. Piden ayuda,
buscan luz, algún agarradero, algún punto de referencia.
¿Dónde vives?
¡Cuánta
necesidad de certezas tenemos antes de poder confiarnos! ¡Cuánto “sí, pero”
ponemos antes de decir nuestro “sí” definitivo a Dios!
Y
Él, entonces como hoy, nos contesta: venid y veréis. Es decir, no preguntes, fíate,
muévete, haz de tu búsqueda una experiencia viva, arriésgate. Venid a vivir
conmigo y descubriréis entonces cómo vivo yo, desde dónde oriento mi vida, a
quiénes me dedico, y por qué vivo así.
Hagamos
nosotros mismos esa experiencia. No busquemos información desde fuera. Este es
el paso decisivo que necesitamos dar hoy para inaugurar una fase nueva en la
historia del cristianismo. Millones de personas se dicen cristianas, pero no
han experimentado un verdadero contacto íntimo y personal con Jesús. No saben
cómo vivió, ignoran su proyecto. No aprenden nada especial de él. Sólo cumplen
normas y practican ritos que nos les dicen nada.
Venid y veréis
La
fe no es hacer cosas, saber conceptos y doctrinas, sino conocer y experimentar
a Dios. Y nosotros, cristianos, somos los primeros llamados a ir y ver, a
experimentar a Dios, al que conocemos en Jesús; nosotros, cristianos, somos los
primeros llamados a seguirle como discípulos.
Juan
y Andrés fueron, vieron y se quedaron con Jesús. Después de confiar en él, se
quedan, lo aceptan y se dejan implicar. Y no al revés.
La
anotación final de Juan es muy simpática: era alrededor de las cuatro de la
tarde. Aquel día, aquel instante, fue tan importante para ellos como para
acordarse de la hora, porque marcó el principio de una vida nueva. Cuando uno
se encuentra con el Señor, recuerda ese momento para siempre.
Habían
pasado ya unos sesenta años desde aquel acontecimiento y el discípulo recuerda
la hora precisa porque todo había cambiado para él y su hermano Andrés. Aquel
día fue para ellos como el principio de una nueva Creación.
Si
supiéramos abrir cada día los ojos y reconocer al cordero de Dios que pasa por
delante de nosotros; si supiéramos abrir cada día los oídos sin dejar perder ni
una sola de las palabras que el Señor quiera todavía decirnos, podría cambiar radicalmente
nuestra vida. Es a lo que estamos llamados, hermanos, a hacer la experiencia de
Dios, en este tiempo verdaderamente tan poco ordinario: en el día a día de
nuestra vida. Que así sea.
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