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miércoles, 1 de noviembre de 2017

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS


Primera Lectura: Rom 14, 7-9.10-12 
Salmo Responsorial: Salmo 102
Evangelio: Mt 25, 31-46


En el año 998, el monje Odilón de Cluny prescribió a todos los monasterios de su jurisdicción celebrar la memoria de todos los difuntos el día 2 de noviembre. Luego la liturgia romana, en el siglo XIV, propone la celebración de los Fieles Difuntos después de la fiesta de los Santos, para indicar una continuidad y para dar una clave de interpretación de la muerte. Necesitamos fijarnos en la alegría de los Santos para entender el misterio de la muerte, para acoger la buena noticia que Dios nos ofrece también en el momento más crucial y misterioso de nuestro recorrido terrenal.

¿Qué hacer con la muerte?
Dos de noviembre, imágenes antiguas, recuerdos de niño: los cementerios llenos de gente, las tumbas limpias, las flores, la gente que se encuentra por los caminos, el silencio, el ambiente triste. Hoy nos ponemos ante el misterio de la muerte, amigos. Misterio teórico y un poco molesto para quien - joven y lleno de fuerza - mira con suficiencia a estos rituales que percibe como lejanos y raídos, como gestos llenos de un sordo dolor para quien ha perdido a alguien querido, para quien se ha encontrado solo después de una vida hecha de hábitos consolidados.
Las personas, hoy, no sabemos qué hacer con la muerte. A veces, lo único que se nos ocurre es ignorarla y no hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese triste suceso, cumplir los trámites religiosos o civiles necesarios, y volver de nuevo a nuestra vida cotidiana.
Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares arrancándonos nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar entonces ante esa muerte que nos arrebata para siempre a nuestra madre? ¿Qué actitud adoptar ante el esposo querido que nos dice su último adiós? ¿Qué hacer ante el vacío que van dejando en nuestra vida tantos amigos y amigas?
Hoy es un día que nos obliga a reflexionar pero que, desgraciadamente, se ve cada vez más asechado por la destructora y alienante lógica del olvido, del “mejor no pensar”, que se nos impone ante el menor atisbo de sufrimiento.
Se habla poco y mal de la muerte, en este tiempo nuestro extraño y esquizofrénico: por una parte cenamos delante del televisor que nos mete en casa matanzas y crónicas de sucesos, y por otra importamos tradiciones extrañas, como la fiesta de Hallowen, que intenta exorcizar la muerte cubriéndola con risas y bromas superficiales.

La buena noticia
Pero quien ha conocido la muerte, quien ha tenido una persona querida que se ha ido, toma muy en serio la muerte, más aún, es la respuesta al dilema de la muerte lo que dará  sentido a nuestra vida. La actitud que tengamos hacia la propia muerte, una actitud adulta, que no es ni deprimente ni mágica, marcará la búsqueda más profunda del misterio de la vida de cada uno.
Ciertamente, tenemos que morir. ¿Contradice esto la existencia de Dios? Delante de la muerte ¿no sentimos con fuerza la rebelión y la rabia? Nunca es el momento de morir…, si tuviéramos que elegir quien, cómo y cuándo morir sería una verdadera catástrofe. Dios calla y el hombre es el único ser viviente que percibe la muerte como una injusticia. ¿Pero con respecto a qué? Paradójicamente esta rabia revela nuestra identidad profunda, el misterio que cada uno de nosotros es: la búsqueda incesante de la vida.
Jesús y sus seguidores  no nos limitamos a asistir pasivamente al hecho de la muerte. Confiando en Cristo resucitado, acompañamos a los difuntos con amor y con nuestra plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. En la liturgia cristiana por ellos no hay desolación, rebelión o desesperanza. En su centro solo hay una oración de confianza: “En tus manos, Padre de bondad, confiamos la vida de nuestro ser querido”. Es la buena noticia sobre la muerte, sobre este misterioso encuentro, sobre esta cita segura para cada uno de nosotros. La muerte, la hermana muerte que decía San Francisco de Asís, es la puerta por la que alcanzamos la dimensión profunda de la que provenimos; ese aspecto invisible en que creemos, las cosas que permanecen eternas porque - como decía sabiamente El Principito - lo esencial es invisible a los ojos.
El cristianismo tiene una revelación extraordinaria que nos llena de esperanza: somos inmortales y nuestra alma, es decir, la parte más auténtica, inmortal, de cada uno de nosotros, va creciendo día a día  - si la dejamos - en la conciencia de lo que ella es.
Amigos, desde el momento de nuestra concepción somos inmortales y toda nuestra vida consiste en descubrir las reglas del juego, en descubrir el tesoro escondido, como un feto que crece, para al final ser paridos en una nueva dimensión de  plenitud. Somos inmensamente más de lo que aparentamos, más de lo que creemos ser. Somos mucho más: nuestra vida, por muy realizada que esté, por más satisfactoria que sea, no podrá llenar nunca la necesidad y el ansia absoluta de plenitud que llevamos en nuestro interior. Nuestra vida es la oportunidad que se nos da para encontrar el tesoro de la presencia de Dios en Cristo.
Y Jesús, el Cristo, nos lo confirma: nuestra vida continúa, brota, florece, crece tras la muerte. En plenitud de acogida y dispuesta a ser llenada por la ternura de Dios, si hemos descubierto las reglas del juego; o en una vida de duda e inquietud, si hemos rechazado con obstinación el poder ser alcanzados por Él o hemos jugado mal nuestra libertad.

Con Dios o sin Dios
Parece extraño decirlo, pero el infierno - qué es la ausencia de Dios -  existe y es la oportunidad que todos tenemos de rechazar para siempre el amor de Dios, es una señal de respeto a nuestra libertad. Ciertamente todos esperamos que esté vacío porque Dios se manifiesta siempre como un testarudo Padre que quiere a toda costa la salvación de sus hijos.
La eternidad ya ha comenzado, amigos, juguémosla bien, no esperemos a que venga la muerte, tampoco la evitemos, pensemos en cambio con serenidad cómo volver a nuestra vida cotidiana, yendo a lo esencial, entregando nuestra vida a lo auténtico y desde lo mejor de nosotros mismos.
Nuestros amigos difuntos - qué confiamos a la ternura de Dios - nos preceden en esta aventura. Dios quiere la salvación de cada uno con obstinación, pero, porque nos ama, nos deja libres para responder a este amor o rechazarlo. Oremos hoy, amigos, para que, de verdad, Jesús el Maestro nos dé fidelidad a su proyecto de amor.
Nuestra oración nos pone en comunión con nuestros difuntos, les hace sentir  nuestro cariño, en la espera de los cielos nuevos y la tierra nueva que a todos nos esperan. Digámosles que los seguimos queriendo, pero no sabemos cómo encontrarnos con ellos ni qué hacer por ellos. Nuestra fe es débil y no sabemos rezar bien. Pero los confiamos al amor de Dios, los dejamos en sus manos. Ese amor de Dios es hoy para ellos un lugar más seguro que todo lo que nosotros podemos ofrecerles. Disfrutad de la vida plena. Dios os quiere como nosotros no os hemos sabido querer. Un día nos volveremos a ver.

Roguemos para que nosotros y nuestros difuntos nos dejemos abrazar siempre por la ternura de nuestro padre Dios. Que así sea.

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