Primera Lectura: Rom 14, 7-9.10-12
Salmo Responsorial: Salmo 102
Evangelio: Mt 25, 31-46
En el año 998, el monje Odilón de Cluny prescribió
a todos los monasterios de su jurisdicción celebrar la memoria de todos los
difuntos el día 2 de noviembre. Luego la liturgia romana, en el siglo XIV, propone
la celebración de los Fieles Difuntos después de la fiesta de los Santos, para
indicar una continuidad y para dar una clave de interpretación de la muerte.
Necesitamos fijarnos en la alegría de los Santos para entender el misterio de
la muerte, para acoger la buena noticia que Dios nos ofrece también en el
momento más crucial y misterioso de nuestro recorrido terrenal.
¿Qué hacer
con la muerte?
Dos de noviembre, imágenes antiguas, recuerdos
de niño: los cementerios llenos de gente, las tumbas limpias, las flores, la
gente que se encuentra por los caminos, el silencio, el ambiente triste. Hoy
nos ponemos ante el misterio de la muerte, amigos. Misterio teórico y un poco
molesto para quien - joven y lleno de fuerza - mira con suficiencia a estos
rituales que percibe como lejanos y raídos, como gestos llenos de un sordo
dolor para quien ha perdido a alguien querido, para quien se ha encontrado solo
después de una vida hecha de hábitos consolidados.
Las personas, hoy, no sabemos qué hacer con la
muerte. A veces, lo único que se nos ocurre es ignorarla y no hablar de ella.
Olvidar cuanto antes ese triste suceso, cumplir los trámites religiosos o
civiles necesarios, y volver de nuevo a nuestra vida cotidiana.
Pero tarde o temprano, la muerte va visitando
nuestros hogares arrancándonos nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar
entonces ante esa muerte que nos arrebata para siempre a nuestra madre? ¿Qué
actitud adoptar ante el esposo querido que nos dice su último adiós? ¿Qué hacer
ante el vacío que van dejando en nuestra vida tantos amigos y amigas?
Hoy es un día que nos obliga a reflexionar pero
que, desgraciadamente, se ve cada vez más asechado por la destructora y
alienante lógica del olvido, del “mejor no pensar”, que se nos impone ante el
menor atisbo de sufrimiento.
Se habla poco y mal de la muerte, en este tiempo nuestro
extraño y esquizofrénico: por una parte cenamos delante del televisor que nos mete
en casa matanzas y crónicas de sucesos, y por otra importamos tradiciones extrañas,
como la fiesta de Hallowen, que intenta exorcizar la muerte cubriéndola con
risas y bromas superficiales.
La buena
noticia
Pero quien ha conocido la muerte, quien ha
tenido una persona querida que se ha ido, toma muy en serio la muerte, más aún,
es la respuesta al dilema de la muerte lo que dará sentido a nuestra vida. La actitud que
tengamos hacia la propia muerte, una actitud adulta, que no es ni deprimente ni
mágica, marcará la búsqueda más profunda del misterio de la vida de cada uno.
Ciertamente, tenemos que morir. ¿Contradice esto
la existencia de Dios? Delante de la muerte ¿no sentimos con fuerza la rebelión
y la rabia? Nunca es el momento de morir…, si tuviéramos que elegir quien, cómo
y cuándo morir sería una verdadera catástrofe. Dios calla y el hombre es el
único ser viviente que percibe la muerte como una injusticia. ¿Pero con
respecto a qué? Paradójicamente esta rabia revela nuestra identidad profunda,
el misterio que cada uno de nosotros es: la búsqueda incesante de la vida.
Jesús y sus seguidores no nos limitamos a asistir pasivamente al
hecho de la muerte. Confiando en Cristo resucitado, acompañamos a los difuntos
con amor y con nuestra plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. En la
liturgia cristiana por ellos no hay desolación, rebelión o desesperanza. En su
centro solo hay una oración de confianza: “En tus manos, Padre de bondad, confiamos
la vida de nuestro ser querido”. Es la buena noticia sobre la muerte, sobre
este misterioso encuentro, sobre esta cita segura para cada uno de nosotros. La
muerte, la hermana muerte que decía San Francisco de Asís, es la puerta por la que
alcanzamos la dimensión profunda de la que provenimos; ese aspecto invisible en
que creemos, las cosas que permanecen eternas porque - como decía sabiamente El Principito - lo esencial es invisible
a los ojos.
El cristianismo tiene una revelación
extraordinaria que nos llena de esperanza: somos inmortales y nuestra alma, es
decir, la parte más auténtica, inmortal, de cada uno de nosotros, va creciendo día
a día - si la dejamos - en la conciencia
de lo que ella es.
Amigos, desde el momento de nuestra concepción
somos inmortales y toda nuestra vida consiste en descubrir las reglas del
juego, en descubrir el tesoro escondido, como un feto que crece, para al final
ser paridos en una nueva dimensión de
plenitud. Somos inmensamente más de lo que aparentamos, más de lo que
creemos ser. Somos mucho más: nuestra vida, por muy realizada que esté, por más
satisfactoria que sea, no podrá llenar nunca la necesidad y el ansia absoluta
de plenitud que llevamos en nuestro interior. Nuestra
vida es la oportunidad que se nos da para encontrar el tesoro de la presencia
de Dios en Cristo.
Y Jesús, el Cristo, nos lo confirma: nuestra vida
continúa, brota, florece, crece tras la muerte. En plenitud de acogida y
dispuesta a ser llenada por la ternura de Dios, si hemos descubierto las reglas
del juego; o en una vida de duda e inquietud, si hemos rechazado con
obstinación el poder ser alcanzados por Él o hemos jugado mal nuestra libertad.
Con Dios o
sin Dios
Parece extraño decirlo, pero el infierno - qué
es la ausencia de Dios - existe y es la
oportunidad que todos tenemos de rechazar para siempre el amor de Dios, es una
señal de respeto a nuestra libertad. Ciertamente todos esperamos que esté vacío
porque Dios se manifiesta siempre como un testarudo Padre que quiere a toda
costa la salvación de sus hijos.
La eternidad ya ha comenzado, amigos, juguémosla
bien, no esperemos a que venga la muerte, tampoco la evitemos, pensemos en
cambio con serenidad cómo volver a nuestra vida cotidiana, yendo a lo esencial,
entregando nuestra vida a lo auténtico y desde lo mejor de nosotros mismos.
Nuestros amigos difuntos - qué confiamos a la
ternura de Dios - nos preceden en esta aventura. Dios quiere la salvación de
cada uno con obstinación, pero, porque nos ama, nos deja libres para responder a
este amor o rechazarlo. Oremos hoy, amigos, para que, de verdad, Jesús el
Maestro nos dé fidelidad a su proyecto de amor.
Nuestra oración nos pone en comunión con
nuestros difuntos, les hace sentir nuestro
cariño, en la espera de los cielos nuevos y la tierra nueva que a todos nos
esperan. Digámosles que los seguimos queriendo, pero no sabemos cómo
encontrarnos con ellos ni qué hacer por ellos. Nuestra fe es débil y no sabemos
rezar bien. Pero los confiamos al amor de Dios, los dejamos en sus manos. Ese
amor de Dios es hoy para ellos un lugar más seguro que todo lo que nosotros
podemos ofrecerles. Disfrutad de la vida plena. Dios os quiere como nosotros no
os hemos sabido querer. Un día nos volveremos a ver.
Roguemos para que nosotros y nuestros difuntos nos
dejemos abrazar siempre por la ternura de nuestro padre Dios. Que así sea.
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