Salmo responsorial: Salmo 97
Segunda lectura: 2 Tim 2, 8-13
Evangelio: Lc 17, 11-19
Jesús está subiendo hacia Jerusalén, con el
rostro endurecido, decidido a dar testimonio del Padre, cueste lo que cueste. Los
apóstoles no saben que el Maestro ya intuye los derroteros de su misión y que
esta sensación, en lugar de derribarlo, no hace más que motivarlo y empujarlo a
la entrega total de sí.
En el camino se hacen encontradizos diez leprosos que gritan a distancia.
La lepra es una enfermedad terrible y
desoladora, que pudre el cuerpo, el espíritu y las relaciones humanas.
De los diez uno es extranjero, hostil, un
samaritano; pero la enfermedad y el dolor igualan a las personas, sin
distinciones de raza o religión o etnia. El sufrimiento es y permanece como la
experiencia más común del vagar humano.
Los leprosos gritan su dolor, su abandono, su
lento e inexorable pudrimiento.
Éste es el cuadro que nos pinta el Evangelio de
hoy.
Jesús les dice que vayan a los sacerdotes para
ser curados. A veces Jesús nos cura a plazos, nos pide ponernos en camino para
ver los resultados. A veces Jesús, tan simpático, nos pide que vayamos a un
cura para ser curados.
Normas
Es una herencia del antiguo Israel, cuando el sacerdote
también hacía de oficial médico: sólo él podía certificar la curación y la
reintegración en la sociedad de un leproso.
Esta solicitud, por parte de Jesús, indica su
profundo respeto por el pasado de Israel, él no ha venido a cambiar una jota o
una tilde, sino a dar cumplimiento, a reconducir el proyecto de Dios a sus orígenes.
La curación no es instantánea, exige un camino,
un fiarse; Dios no quiere milagros espectaculares, siempre pide conciencia,
camino, confianza, mediación.
Los diez se van y, mientras caminan, se dan
cuenta de que están curados.
También a muchos de nosotros nos pasa que somos
curados por la calle, cuando dejamos de poner condiciones a Dios y a nosotros
mismos.
Asombrados, inquietos, trastornados, los
leprosos curados cumplen la petición de Jesús y van al sacerdote. Excepto uno, el
samaritano, el que no tiene templo, el que no tiene sacerdotes, el que no tiene
religión oficial.
El samaritano no sabe dónde ir y vuelve sobre
sus pasos. Vuelve al verdadero Templo,
que es Jesús.
La lepra
de la ingratitud
Uno solo vuelve a dar las gracias, lleno de
fe.
Jesús, desalentado, constata que diez fueron
sanados, pero sólo uno ha sido salvado.
Una vez curados, vuelven las diferencias
(misterio de la fragilidad humana): nueve van al templo y el samaritano, de
nuevo solo, sin un templo en donde ser acogido, corre al Templo de la gloria de
Dios que es Jesús.
El samaritano regresa alabando a Dios dando
grandes voces, no puede callar, grita su alegría, porque su soledad y su
marginación por fin han terminado. ¿Y los otros? pregunta Jesús.
Nada, desaparecidos.
Curar a los hombres de su ingratitud es mucho más
difícil que curarlos de sus enfermedades.
La gratitud, la fiesta, el estupor, son actitudes
connaturales al hombre, que sin embargo, se manifiestan demasiado poco a menudo
en nuestra vida. Somos todos muy lamentosos, siempre listos a subrayar lo negativo
que pesa como una roca en nuestras balanzas.
Damos todo por supuesto: es normal existir,
vivir, respirar, querer; es normal y debido alimentarse, lavarse, habitar,
trabajar...
Nuestra mirada, tan acostumbrada a las cosas descontadas
y debidas, ya no sabe abrirse a la gratitud. ¡Cómo me gustaría ver salir de las
iglesias -al menos de vez en cuando- alguien que volviera a casa a Dios
alabando a grandes voces...!
Qué bonito sería ver más sonrisas en los labios
de los cristianos, más alabanza en sus ruegos, más gratitud en los gestos de
los que, curados de sus soledades interiores y de la lepra que es el pecado,
también son salvados y hechos hijos de Dios.
Así que, queridos hermanos estemos atentos a nuestra
ingratitud.
Curaciones
Ser curados no significa ser salvados.
Los nueve leprosos ingratos son el perfecto
icono de un cristianismo muy extendido, que acude a Dios como a un potente
curandero al que invocar en los momentos de dificultad. ¡Qué triste imagen de
Dios construyen los que acuden a Dios sólo cuando hay necesidad, y lo dejan bien
lejos de sus opciones, de su familia, salvo para enfadarse y ponerlo en juego cuando
algo va mal en sus proyectos!
Los nueve fueron curados: han conseguido lo que pedían,
pero no están salvados. Encerrados en su parcial y distorsionada visión de
Dios, curados de la lepra sobre la piel, no ven la lepra que tienen en el
corazón.
El Dios al que invocan es el Dios de los
remedios imposibles, no el que habita en el Templo; el Poderoso al que hay que
sobornar y convencer, no el Dios que, en la curación, da testimonio de que ha
llegado el tiempo mesiánico.
¡Qué triste idea de Dios tienen a estos
leprosos! Una visión de la fe supersticiosa y mágica, que acusa a Dios de
nuestras enfermedades, que pone a Dios en el banquillo, acusándolo.
La enfermedad y la muerte recuerdan a nuestro
mundo contemporáneo, perdido en el delirio de omnipotencia, que somos criaturas
frágiles, que, como los árboles y los pájaros del cielo, vivimos nuestra vida como
un soplo, que nuestro cuerpo es mortal.
Pero los castaños y las hayas, los jilgueros y
pardales, cuando llega el otoño, aceptan serenamente su condición, sabiendo que
forman parte de un inmenso diseño de amor y que la muerte no es una condición
definitiva. El hombre, en cambio, la rechaza, como señal de su inmensa
dignidad.
La enfermedad puede volverse entonces,
paradójicamente, la puerta por la que entramos en nuestro rico mundo
interior.
Ante el sufrimiento como los dos ladrones junto
a la cruz, podemos blasfemar de Dios acusándolo de indiferencia; o darnos
cuenta de que está muriendo junto a nosotros.
Se trata de caer en la desesperación, o caer a los pies de la cruz.
¿Basta con
la salud?
Ciertamente, la salud es un bien precioso, y
debe ser conservada, con un estilo de vida saludable y armoniosa, recordándonos
que la paz del corazón de quien encuentra a Dios y descubre su propio proyecto
de vida, también aporta un bienestar psicofísico profundo. Pero no es verdad
que nos baste con la salud, necesitamos la felicidad.
Jesús nos dice que la salud no lo es todo, que
además de la salud está la salvación. Y la felicidad consiste en el abrir el
corazón a la gratitud de un Dios que nos cura en lo profundo de toda soledad,
de todo dolor. ¡Que nos salva!
Hermanos, rompamos los
límites de nuestra ingratitud y alabemos a Dios con alegría desbordante por la
salvación que nos ofrece cada día. Que así sea
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