Primera lectura: Is 2,1-5
Salmo responsorial: Salmo 121
Segunda lectura: Rom 13,11-14
Evangelio: Mt 24, 37-44
Hoy, en este primer domingo de Adviento,
emprendemos el nuevo año litúrgico, en el que domingo a domingo celebraremos la
eucaristía reflexionando sobre las actitudes fundamentales y sobre el sentido
de la vida cristiana. El Adviento se nos presenta así como un tiempo de espera
del Dios que viene cada día a nuestra vida y que vendrá al final de los tiempos
en su segunda venida. Es, por tanto, un tiempo de esperanza activa. No se trata
de esperar preguntándonos qué va a pasar, sino más bien preguntándonos qué es
lo que tenemos que hacer.
Alrededor nuestro, en cambio, todo es preparación
comercial de la Navidad, con infinidad de cosas puestas al servicio de los
regalos, del consumismo, de la diversión... Implacable como el tiempo que
corre, el principio del Adviento señala la cuenta atrás hacia la tragedia del
comercio navideño. Ahora ya sabéis que tenéis que poneros a buscar regalos, a organizar
la cena de Navidad con su velada, sacar el abeto ecológico, mientras los buenos
comerciantes ya han empezado a exponer todo el instrumental “santaclausístico”
por si acaso alguien se olvidara de que en Navidad hay que hacer regalos, a costa
del sueldo que no basta para llegar a fin de mes porque, como se sabe, la
economía no nos deja.
Esto es ridículo: el Adviento, nacido litúrgicamente
para prepararse y esperar la Navidad, para convertir el corazón a la buena noticia
de un Dios que viene a comprometerse con nosotros, hoy se ha convertido en el
único instrumento posible para resistir y sobrevivir a ese otro nacimiento
consumista y comercial.
Y así es.
La espera cristiana del Señor pide una actitud de vigilancia evangélica,
que no tiene nada que ver con la previsión humana. Todos nosotros, del político
al empresario, del ama de casa al empleado, somos precavidos previendo
que no nos suceda nada malo en la vida. Otros, en cambio, con una total falta
de preocupación, viven en la locura de trabajar para divertirse, de ahorrar
para consumir o también para embotarse con variados vicios. A todos,
creyentes o no, se nos hace cansado el trabajo de vivir. En nuestro tiempo hemos
conseguido una curiosa paradoja, fruto de la notable mejora de la calidad de
vida: comodidades, alimentos, atención sanitaria. Todo esto nos permite -más o
menos- poder disfrutar y gozar muchas cosas que están a nuestra disposición. Con
la nuevas tecnologías, en tiempo real mando un correo a mi jefe, me comunico
con América o Asia y veo seguidamente en la pantalla del ordenador el borrador de
mi próximo trabajo. Parece que nos sobraría un montón de tiempo para vivir, teniendo
en cuenta que lo hago todo más de prisa. ¡Y en cambio no es para nada así, para
nada, y la sensación que queda al final de un año (dentro de un mes estamos en
el 2014) es la de haber perdido el tiempo. La vida nos pasa por encima y
tenemos la impresión de estar fastidiados, engañados por un mecanismo perverso
que siempre pide más y más, y nos impide vivir una existencia serena, como gozar
de espléndidas panorámicas del mar o la montaña, de mimar a mi compañera o
compañero, de jugar con los niños, de compartir la vida más allá de los
mensajes por el móvil.
Esta es la cosa. La vigilancia evangélica que
reclama el Adviento es intentar darnos una sacudida, un meneo, movernos, dejar
de estar aturdidos, adormecidos. Alguien dirá: "¡Pero si yo ni siquiera tengo
tiempo de dormir con tanto trabajo!" Precisamente por eso. Como en los
tiempos de Noé, nos dice hoy el Señor (Mt 24, 38 -39): todos andaban de aquí
para allá en mil cosas, sin saber por qué. Es el riesgo que tiene el vivir dejándonos
sobrepasar por los meses y los años, sin llegar a ser de verdad protagonistas
de nuestra propia historia, sin ponernos siquiera el problema de si existe otra
cosa además de lo que vivimos rutinariamente. La fe se refiere justo a esta sacudida,
a este ir convirtiéndonos en protagonistas, a este ir más allá de las
apariencias. Dios es el gran ausente de nuestro tiempo simplemente porque el
hombre no logra ser realmente hombre. El Papa Francisco, en la introducción de
su reciente Exhortación Apostólica “La
Alegría del Evangelio” nos dice: “Llegamos
a ser plenamente humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de
nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero.”
Aquí viene la espera, la espera por excelencia,
la espera de Dios. Adviento es tener el valor de pararse y esperar a Dios como
nunca nos lo imaginamos, Adviento es tener el valor de poner en discusión
crudamente nuestras frágiles certezas. Adviento es un tiempo para descubrir de
verdad, sin trucos, el Tiempo grande, con
mayúsculas, la Jerusalén celeste que decía hoy Isaías en la primera lectura (Is
2, 2 -3); allá en el fondo, en la cima del monte de nuestros deseos más ocultos.
Pero atención, en las comunidades
cristianas hemos de cuidar cada vez más que nuestro modo de vivir la esperanza
no nos lleve a la indiferencia o el olvido de los pobres. No podemos aislarnos
en la religión para no oír el clamor de los que mueren diariamente de hambre.
No nos está permitido alimentar nuestra ilusión de inocencia para defender
nuestra tranquilidad.
Una
esperanza en Dios, que se olvida de los que viven en esta tierra sin poder
esperar nada, ¿no puede ser considerada como una versión religiosa de cierto
optimismo a toda costa, vivido sin lucidez ni responsabilidad? Una búsqueda de
la propia salvación eterna de espaldas a los que sufren, ¿no puede ser acusada
de ser un sutil egoísmo alargado hacia el más allá?
Probablemente,
la poca sensibilidad al sufrimiento inmenso que hay en el mundo es uno de los
síntomas más graves del envejecimiento del cristianismo actual. Cuando el Papa
Francisco reclama “una Iglesia más pobre
y de los pobres”, nos está gritando su mensaje más importante a los cristianos
de los países del bienestar.
Hace falta, pues,
despertarse, sacudirse, actuar. Vestir las armas de la luz. Jesús nos dice que
el día del Dios llega de improviso, que nos coge por sorpresa, que Dios pide
que seamos conscientes, acogedores y sinceros con nosotros mismos. No nos
engañemos. Podemos vivir la vida en espera, trabajando, divirtiéndonos,
orientados al más allá, al auténtico otro lugar. O bien no.
Una misma cosa puede ser vivida de modo opuesto:
uno es tomado, otro dejado (Mt 24,40). Uno es consciente y encuentra a Dios,
otro ni siquiera se plantea el problema de la vida y la fe. Dentro de cuatro
semanas celebraremos la Navidad: la memoria de la llegada histórica de Jesús, el
recuerdo de la llegada definitiva del Señor Jesús. Y se nos lanza una pregunta
inquietante: "¿Para ti, en tu corazón, ha nacido ya Dios?". Oremos
para que así sea.
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