San Pedro Fabro |
Maestro de espiritualidad y
de vida para el Papa Francisco,
este jesuita originario de
Saboya (Francia)
ha sido declarado santo en
diciembre de 2013.
Fue uno de los primeros
compañeros de S. Ignacio,
hombre de profunda
espiritualidad,
precursor del diálogo
interreligioso,
misionero itinerante por
Europa.
En el grupo de estudiantes de teología que
dio origen a la Compañía de Jesús, en París, Pedro Fabro, nacido en la aldea de
Villaret, en Saboya (Francia), fue intelectualmente el más brillante, además
del más humilde y el más disponible para servir los demás, tal como han transmitido
los historiadores jesuitas. Hijo de pastores, desde pequeño deseó estudiar. Un
tío cura reconoció sus capacidades y lo puso en condiciones de realizar su
objetivo. Llegado a la Sorbona, se encontró compartiendo la habitación con Ignacio
de Loyola y Francisco Javier. Con el primero se creó enseguida un profundo
entendimiento: Pedro lo ayudaba en los
estudios e Ignacio, por su parte, lo ayudaba a superar los escrúpulos que le
bloqueaban en la vida espiritual, haciendo sentirse indigno de llegar a ser
sacerdote. Ignacio lo hubiera querido como superior de la primera comunidad de
jesuitas en Roma pero la Providencia decidió de otro modo.
Fabro fue el primero de la Compañía que
entró en Alemania, donde participó en la dieta de Worms, en el séquito de Pedro
de Ortiz, representante del emperador Carlos V. Estuvo luego en los Países
Bajos, en España y en Parma, allí donde fuera necesaria una figura de profunda
cultura y equilibrio espiritual para encontrar soluciones a las tensiones intra-eclesiales
y no sólo a éstas. Pedro Canisio, el apóstol de la Contrarreforma en Alemania, ingresó
en la Compañía después de haber hecho los ejercicios espirituales ignacianos bajo
la guía de Fabro. También fue decisivo en la vocación de San Francisco de Borja.
Murió en Roma con sólo 40 años, el 1 agosto del 1546, pocas semanas antes de partir
para el Concilio de Trento.
El 17 de diciembre de 2013, con una bula pontificia,
el Papa Francisco ha proclamado Santo al jesuita “reformado” Pedro Fabro,
extendiendo su culto a la Iglesia universal. La regla adoptada para el beato Fabro
es la de la canonización así llamada “equipolente”, práctica utilizada respecto
a figuras de particular relevancia eclesial, de quienes se atestigua un culto
litúrgico antiguo, extendido y con incesante fama de santidad y prodigios. Esta
práctica se ha efectuado regularmente en la Iglesia, aunque no con frecuencia,
a partir del Papa Benedicto XIV (1675 -1758). En la historia reciente Juan
Pablo II realizó tres de ellas; Benedicto XVI, una, que ha sido la última antes de Fabro, la de Angela de Foligno, firmada el 9 de octubre de 2013 por el mismo
Papa Francisco. Pero la canonización del beato saboyano Pedro Fabro reviste un
sentido muy particular porque él es un
modelo de espiritualidad y vida sacerdotal para el actual sucesor de Pedro y al
mismo tiempo una de las referencias importantes para comprender su estilo de
gobierno.
Habiendo vivido en la cumbre de una época
que vio minada la unidad de la Iglesia, Fabro, quedando sustancialmente al
margen de las disputas doctrinales, orientó su apostolado en la reforma de la
Iglesia convirtiéndose en un precursor del ecumenismo.
De lo que el ejemplo de Fabro haya
arraigado en el horizonte pastoral de Francisco da buena cuenta el sintético retrato que él mismo ha hecho,
en la entrevista concedida a La Civiltà
Cattolica, señalando algunos aspectos esenciales de su figura: “El diálogo con todos, incluso con los más
lejanos y los adversarios; la piedad sencilla,
tal vez una cierta ingenuidad, la disponibilidad inmediata, su atento
discernimiento interior, el hecho de ser hombre de grandes y fuertes decisiones
y, a la vez, ser capaz de ser tan dulce, dulce."
La fisonomía de Fabro que emerge de sus escritos
es la de un contemplativo en la acción, de un hombre atraído sin tregua por Cristo,
comprensivo con la gente, apasionado por la causa de los hermanos separados,
experimentado en el discernimiento de espíritus, dónde trasluce la ejemplaridad
de su vida sacerdotal, viviendo con paciencia y mansedumbre la gratuidad del
sacerdocio recibido como regalo y dándose a sí mismo sin esperar recompensa
humana alguna. Las intuiciones más típicas de Fabro se refieren al “magisterio
afectivo”, es decir, a la capacidad de comunicación espiritual con las
personas, a esa gracia de saber entrar en las circunstancias de cada uno.
Fabro encuentra a Dios en todas las cosas
y en todos los ambientes, también en aquellos más fríos y hostiles. Su piedad es
sencilla, cercana, humilde, ardiente y contagiosa. La dulzura y el fervor de su
lenguaje arrastran y empujan hacia el encuentro con Cristo. Por dondequiera que
él pasara su actividad apostólica despertaba el sentido de la comunión eclesial
y su presencia hacía sentir a los hombres el amor de Dios. Éste es el atractivo
que lo hace contemporáneo.
En su Memorial,
que es uno de los documentos principales de la espiritualidad de los comienzos
de la Compañía de Jesús, “su vida es concebida como camino”, tal como se
evidencia en el perfil publicado en La Civiltà
Cattolica (n. 3922 del 16 de noviembre de 2013). Toda su existencia
adquiere esta característica de camino, de viaje por las diversas regiones de
Europa al ejemplo de Cristo: itinerante por obediencia, siempre atento a
cumplir la voluntad de Dios y no la propia. Él actúa allí dónde se operan los grandes
cambios históricos, está presente en las Dietas de Worms y Ratisbona; es
teólogo que imparte lecciones sobre Sagrada Escritura en Roma y en Maguncia; es
llamado a participar en el Concilio de Trento y al mismo tiempo es apóstol de
la conversación, del diálogo, sobre todo individual, con las personas; del amor
manifestado a cada uno al ejemplo del Buen Pastor, que establece relaciones
fraternas con laicos, consagrados, ricos, pobres, enfermos, con cualquiera que
encuentra en su camino. Un camino que es sobre todo espiritual como el propio
Fabro afirma en una carta: “Deseo que mi peregrinar sea ir a buscar otro Fabro
menos suyo y más nuestro en Cristo.”
En la misa de acción de gracias por la
canonización de Fabro, celebrada el 3 de enero de 2014 en la iglesia del Gesù, en
Roma, el Papa Francisco subrayó el rasgo esencial de la espiritualidad del
primer compañero de san Ignacio con estas palabras: Fabro
tenía el verdadero deseo de ser dilatado en Dios, estaba totalmente centrado en
Dios, por eso podía ir en espíritu de obediencia, muchas veces también a pie,
por todas partes de Europa a dialogar con todos con dulzura, y a anunciar el
evangelio. Me hace pensar en la tentación que quizás podemos tener nosotros, de
relacionar el anuncio del evangelio con bastonazos inquisitorios y
condenatorios. No, el evangelio se anuncia con dulzura, con fraternidad, con amor.
Su familiaridad con Dios le llevaba a entender que la experiencia interior y la
vida apostólica van siempre juntos. Escribe en su Memorial que el primer movimiento del corazón tiene que ser “desear
lo que es esencial y originario, o sea que el primer puesto sea dado a la
solicitud perfecta de encontrar a Dios nuestro Señor” (Memorial, 63). Fabro encuentra el deseo de “dejar que Cristo opere
en el centro del corazón” (Memorial, 68).
¡Solamente si se está centrado en Dios se puede ir a las periferias del mundo!
Y Fabro viajó sin tregua también por las fronteras geográficas hasta tal punto,
que se decía de él “parece que haya nacido para no estar quieto en ninguna
parte” (MI, Epistolae I, 362). Fabro
era devorado por el intenso deseo de comunicar al Señor. Si nosotros no tenemos
su mismo deseo entonces tenemos necesidad de detenernos en oración y con fervor
silencioso pedirle al Señor por intercesión de nuestro hermano Pedro, que
vuelva a fascinarnos con el brillo del Señor que llevaba a Pedro a todas estas
“locuras” apostólicas.
París, 15 de agosto de 1534 |
El Memorial
nace como un diario para apuntar, para recordar siempre los regalos
espirituales que Dios le concedió y que son resumidos al principio del diario:
“Alma mía bendice al Señor y no te olvides de los beneficios que te hace. Él que salva tu vida de la perdición y te
corona con su superabundante misericordia [...]. Aquí están incluidos los
innumerables beneficios que el Dios otorgó a mi alma dándome la gracia de
orientar todo sólo hacia Él, sin intención mundana de adquirir honras o bienes
temporales. Es la “sutil punta del alma” quien lo hace maestro de oración y en
el que encuentra eco “la memoria siempre presente de la gracia”, “el rogar ‘memorioso’”
de Bergoglio.
La fe para Fabro es un “don inmerecido”,
una gracia por la que “no puedes hacer más que agradecer.” Michel de Certeau
resume toda la experiencia espiritual del beato en la idea de la salvación por medio
de la fe y lo define como “cura reformado”, por cuya experiencia interior la expresión
dogmática y la reforma estructural están estrechamente conectadas. Pero la
reforma de la que habla Fabro es ante todo la reforma de él mismo, que parte
ante todo de sí mismo.
De aquí la actualidad de su testimonio,
de aquí también su ejemplaridad sacerdotal, y no sólo para los jesuitas y los
apóstoles de una región particular del mundo, sino para todo el que quiera cooperar
con la acción santificante de Dios en la Iglesia universal.
Fabro es, pues, el auténtico hombre de
Dios que busca ante todo la familiaridad y la unión con Él, el hombre siempre
en camino, cercano a todos, abierto al mundo y en constante escucha del
Espíritu, que encarna ese aliento misionero de la Iglesia al que mira el Papa
Francisco y al que convoca también la Evangelii
Gaudium.
Estefanía Falasca
Traducción de Juan Ignacio García
Velasco, S.J.
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