Primera
Lectura: Ex 3, 1-8a.13-15
Salmo
Responsorial: Salmo 102
Segunda
Lectura: 1 Cor 10, 1-6.10-12
Evangelio:
Lc 13, 1-9
Dios es magnífico, espléndido y luminoso. Se nos ha dado un tiempo para redescubrirlo,
para encontrar su verdadero rostro, y para encontrarnos a nosotros mismos. Para
combatir las tentaciones, para vencer el sueño que invade a Pedro, a Santiago a
Juan y a nosotros, atropellados por los quehaceres, olvidados del ser, náufragos
de un tiempo que ha borrado el espíritu, olvidado el alma y empequeñecido lo
esencial. El tiempo de Cuaresma es un tiempo fuerte, un tiempo de esos que
pueden convertir la vida, al menos un poco: reavivarla, reorientarla.
Cómo Abram, el domingo pasado, también podemos
haber conocido el rostro de Dios, como el principio de un largo recorrido, y
haberle ofrecido nuestra vida, como hace Abram con el holocausto pero, luego,
hace falta defender la ofrenda de los pájaros que bajan desde lo alto para
devorar a las víctimas del sacrificio. También nosotros como el primer buscador
de Dios, tenemos que mantener lejanas las aves rapaces, portadoras de muerte,
que nos quieren arrancar de la visión cristiana.
Convertirse significa cambiar de mentalidad,
redefinir el propio pensamiento a partir del evangelio. Y la primera conversión
que tenemos que conseguir, la más difícil, es la de pasar del Dios que tenemos
en la cabeza al Dios de Jesucristo.
Pasar de un
dios indiferente al Dios presente
No basta con decir que uno es cristiano, o incluso
serlo, para creer – para confiar - en el Dios de Jesús. Hace falta ir mucho más
allá: pasar de un dios indiferente al Dios presente en la vida.
¿Se ocupa Dios de nuestras vidas? ¿O, despistado
él, se complace en su propia perfección?
A Moisés que titubea en ir a hablar de Dios al
pueblo, Yahveh le habla de sí mismo, le dice su nombre, y se revela como un
Dios que conoce los sufrimientos del pueblo. Si también nuestra vida atraviesa
momentos de fatiga, Dios no permanece lejano sino que interviene, pidiendo a alguien
que actúe en su nombre. Nuestro Dios no mira, indiferente, las tragedias del
mundo, sino que nos pide, como a Moisés, que nosotros lo hagamos presente junto
a quien sufre.
Al pueblo que esperaba la liberación, Dios le manda
como libertador a Moisés, un pastor asustadizo.
Del mismo modo, cuando le pedimos a Dios que nos
libre del dolor, el Señor nos invita a no causar dolor, a arrancar sus raíces y
a convertirnos nosotros en el rostro solidario y sonriente de Dios para toda la
gente.
Y, gracias a Dios, los cristianos, tal vez ingenuos,
continúan haciéndose presentes, bien o mal, allá dónde hay dolor e injusticia. Somos
nosotros la sonrisa de Dios, el bálsamo que Dios da a la humanidad para superar
todo dolor y crecer en una humanidad más auténtica, basada en la justicia y en el
perdón.
Ser testigos de esto es la primera conversión.
Pasar de
la desgracia como tragedia, a la desgracia como nueva oportunidad
“¡Qué mal he hecho mal para merecer esto!” “¡Qué cruz me ha mandado el Señor!” Cuántas
veces hemos oído pronunciar estas lamentaciones, estas maldiciones hacia Dios. ¿Si
Dios es bueno, por qué no evita el mal? El mío y el de otros.
Jesús, citando dos conocidos sucesos de la crónica
de su tiempo, desmonta una creencia popular muy difundida también hoy. Una
persona devota pensaba que las desgracias, como el derrumbamiento de la torre
de Siloé, castigaba a personas que, de algún modo, habían cometido horribles
pecados. Igualmente, la enfermedad o la minusvalía, la desgracia de cualquier
tipo se leía como la intervención de un Dios enojado que, desde lo alto de su
suprema justicia, avivaba su cólera divina.
Hoy ya no somos tan crueles y directos, pero en sustancia
no cambiamos.
Muchas personas, en los momentos de dolor y
sufrimiento, la toman con Dios porque, evidentemente, no sabe hacer su oficio...
Lo que Jesús dice es sorprendente y desconcertante:
la vida tiene su propia lógica, su libertad. La causa del derrumbamiento de la
torre de Siloé hay que imputársela a un cálculo erróneo de las estructuras, o
al lucro buscado por la empresa que ha usado malos materiales; la intervención
cruel de los romanos fue causa de su política de expansión que usaba la
violencia como instrumento de opresión. No existe una intervención directa y
puntual de Dios, las cosas poseen su autonomía y nosotros podemos conocer las
leyes que las rigen.
Jesús restablece las responsabilidades: gran
parte del dolor que vivimos lo hemos creado nosotros. La cruz nos la imponen los
otros, o la imponemos nosotros mismos cuando tenemos una mirada retorcida y
mundana de la realidad. Por desgracia, muchos dedican la vida a cepillar y lijar
su propia cruz, atribuyendo a Dios una responsabilidad que ellos no asumen.
Dios hace lo que puede, o lo que le dejamos
hacer, deteniéndose ante nuestra obstinación o nuestra dureza de corazón.
Entonces ¿Dios es limitado? No, pero detiene su
mano y nos deja libres, porque Él quiere que nosotros seamos hijos y no súbditos.
Y Jesús concluye que nosotros, discípulos, estamos
llamados a leer estos acontecimientos desastrosos como una advertencia de que
la vida - no Dios - nos va haciendo: bajo la torre derrumbada podríamos estar nosotros.
El tiempo es tozudamente fugaz, amigos,
trágicamente breve; aprovechemos estos días como días de salvación y de conversión,
no esperemos a mañana, no aplacemos la vida que el Señor nos ofrece. Hoy Él
pasa y nos salva, hoy estamos llamados a usar bien nuestra libertad, e ir a ver
el gran prodigio de la zarza ardiente, de un Dios que conoce nuestro nombre y
nuestra condición.
Pasar del
dios feroz al Dios paciente
El Dios de Jesús no es como el Bautista se lo
imaginaba, dispuesto a cortar el árbol improductivo, con el hacha puesta en la
raíz para arrancar la higuera que no da fruto. Cuántos, ¡también en la
Iglesia!, ante la relajación general de las costumbres, proponen fuertes
remedios y acciones extremas.
Cuántos padres llaman a nuestras parroquias para
pedir sacramentos inconscientemente y sin ningún conocimiento de lo que hacen. Cuántos
novios piden una boda cristiana sin una real implicación en lo que hacen. ¿Qué hacer?
¿Ser intransigentes y selectivos? ¿Hacer la vista gorda y levantar la vara de
medir?
Ciertamente, es importante ser serios. Pero es
mucho más importante ser pacientes, como nuestro Dios. Al amo que, justamente,
quiere arrancar la higuera, el campesino le propone esperar; él se preocupará de escardar y de abonar el
árbol. Si no diera frutos, lo cortarían.
Dios tiene paciencia con nosotros: escarda a
nuestro alrededor mediante las pruebas de la vida y nos abona para que demos
fruto. No siempre las dificultades y el dolor son sólo y únicamente negativos.
Todos nosotros, nuestra iglesia, estamos llamados
a ser pacientes, a cuidar de quien llama a nuestra puerta, y no hacernos jueces
crueles y severos.
La vida es una oportunidad, que no debemos
perder, para descubrir quién es Dios y quiénes somos nosotros, y el desierto
cuaresmal es el lugar en que podemos ejercer nuestra libertad y “elegir lo que más conduce al fin para el
que hemos sido creados”. No existe una vida más o menos simple; cada vida es
un breve soplo que estamos llamados a vivir con intensidad y alegría. Jesús nos
desvela el rostro de un Dios paciente, que insiste en que la higuera produzca frutos.
La conversión, el cambio de actitud y de mentalidad, el reorientar nuestra vida
es el fruto que se nos pide.
Detengámonos en los acontecimientos tristes de
la vida sin inculpar Dios, meneando la cabeza y tirando adelante porque no
queda más remedio, sino mirándolos de frente como una advertencia que la vida
misma nos dirige para que juguemos bien nuestra partida. Dios, por su parte, conoce
e interviene, pero sobre todo respeta, tratándonos como adultos, aunque nuestras
propias elecciones sean catastróficas y nos esclavicen. Es el precio de la
libertad.
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