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domingo, 28 de febrero de 2016

DOMINGO 3º DE CUARESMA (Ciclo C)


 Primera Lectura: Ex 3, 1-8a.13-15
Salmo Responsorial: Salmo 102
Segunda Lectura: 1 Cor 10, 1-6.10-12
Evangelio: Lc 13, 1-9


Dios es magnífico, espléndido y luminoso. Se nos ha dado un tiempo para redescubrirlo, para encontrar su verdadero rostro, y para encontrarnos a nosotros mismos. Para combatir las tentaciones, para vencer el sueño que invade a Pedro, a Santiago a Juan y a nosotros, atropellados por los quehaceres, olvidados del ser, náufragos de un tiempo que ha borrado el espíritu, olvidado el alma y empequeñecido lo esencial. El tiempo de Cuaresma es un tiempo fuerte, un tiempo de esos que pueden convertir la vida, al menos un poco: reavivarla, reorientarla.
Cómo Abram, el domingo pasado, también podemos haber conocido el rostro de Dios, como el principio de un largo recorrido, y haberle ofrecido nuestra vida, como hace Abram con el holocausto pero, luego, hace falta defender la ofrenda de los pájaros que bajan desde lo alto para devorar a las víctimas del sacrificio. También nosotros como el primer buscador de Dios, tenemos que mantener lejanas las aves rapaces, portadoras de muerte, que nos quieren arrancar de la visión cristiana.
Convertirse significa cambiar de mentalidad, redefinir el propio pensamiento a partir del evangelio. Y la primera conversión que tenemos que conseguir, la más difícil, es la de pasar del Dios que tenemos en la cabeza al Dios de Jesucristo.

Pasar de un dios indiferente al Dios presente
No basta con decir que uno es cristiano, o incluso serlo, para creer – para confiar - en el Dios de Jesús. Hace falta ir mucho más allá: pasar de un dios indiferente al Dios presente en la vida.
¿Se ocupa Dios de nuestras vidas? ¿O, despistado él, se complace en su propia perfección?
A Moisés que titubea en ir a hablar de Dios al pueblo, Yahveh le habla de sí mismo, le dice su nombre, y se revela como un Dios que conoce los sufrimientos del pueblo. Si también nuestra vida atraviesa momentos de fatiga, Dios no permanece lejano sino que interviene, pidiendo a alguien que actúe en su nombre. Nuestro Dios no mira, indiferente, las tragedias del mundo, sino que nos pide, como a Moisés, que nosotros lo hagamos presente junto a quien sufre.
Al pueblo que esperaba la liberación, Dios le manda como libertador a Moisés, un pastor asustadizo.
Del mismo modo, cuando le pedimos a Dios que nos libre del dolor, el Señor nos invita a no causar dolor, a arrancar sus raíces y a convertirnos nosotros en el rostro solidario y sonriente de Dios para toda la gente.
Y, gracias a Dios, los cristianos, tal vez ingenuos, continúan haciéndose presentes, bien o mal, allá dónde hay dolor e injusticia. Somos nosotros la sonrisa de Dios, el bálsamo que Dios da a la humanidad para superar todo dolor y crecer en una humanidad más auténtica, basada en la justicia y en el perdón.
Ser testigos de esto es la primera conversión.


Pasar de la desgracia como tragedia, a la desgracia como nueva oportunidad
“¡Qué mal he hecho mal para merecer esto!”  “¡Qué cruz me ha mandado el Señor!” Cuántas veces hemos oído pronunciar estas lamentaciones, estas maldiciones hacia Dios. ¿Si Dios es bueno, por qué no evita el mal? El mío y el de otros.
Jesús, citando dos conocidos sucesos de la crónica de su tiempo, desmonta una creencia popular muy difundida también hoy. Una persona devota pensaba que las desgracias, como el derrumbamiento de la torre de Siloé, castigaba a personas que, de algún modo, habían cometido horribles pecados. Igualmente, la enfermedad o la minusvalía, la desgracia de cualquier tipo se leía como la intervención de un Dios enojado que, desde lo alto de su suprema justicia, avivaba su cólera divina.
Hoy ya no somos tan crueles y directos, pero en sustancia no cambiamos.
Muchas personas, en los momentos de dolor y sufrimiento, la toman con Dios porque, evidentemente, no sabe hacer su oficio...
Lo que Jesús dice es sorprendente y desconcertante: la vida tiene su propia lógica, su libertad. La causa del derrumbamiento de la torre de Siloé hay que imputársela a un cálculo erróneo de las estructuras, o al lucro buscado por la empresa que ha usado malos materiales; la intervención cruel de los romanos fue causa de su política de expansión que usaba la violencia como instrumento de opresión. No existe una intervención directa y puntual de Dios, las cosas poseen su autonomía y nosotros podemos conocer las leyes que las rigen.
Jesús restablece las responsabilidades: gran parte del dolor que vivimos lo hemos creado nosotros. La cruz nos la imponen los otros, o la imponemos nosotros mismos cuando tenemos una mirada retorcida y mundana de la realidad. Por desgracia, muchos dedican la vida a cepillar y lijar su propia cruz, atribuyendo a Dios una responsabilidad que ellos no asumen.
Dios hace lo que puede, o lo que le dejamos hacer, deteniéndose ante nuestra obstinación o nuestra dureza de corazón.
Entonces ¿Dios es limitado? No, pero detiene su mano y nos deja libres, porque Él quiere que nosotros seamos hijos y no súbditos.
Y Jesús concluye que nosotros, discípulos, estamos llamados a leer estos acontecimientos desastrosos como una advertencia de que la vida - no Dios - nos va haciendo: bajo la torre derrumbada podríamos estar nosotros.
El tiempo es tozudamente fugaz, amigos, trágicamente breve; aprovechemos estos días como días de salvación y de conversión, no esperemos a mañana, no aplacemos la vida que el Señor nos ofrece. Hoy Él pasa y nos salva, hoy estamos llamados a usar bien nuestra libertad, e ir a ver el gran prodigio de la zarza ardiente, de un Dios que conoce nuestro nombre y nuestra condición.

Pasar del dios feroz al Dios paciente
El Dios de Jesús no es como el Bautista se lo imaginaba, dispuesto a cortar el árbol improductivo, con el hacha puesta en la raíz para arrancar la higuera que no da fruto. Cuántos, ¡también en la Iglesia!, ante la relajación general de las costumbres, proponen fuertes remedios y acciones extremas.
Cuántos padres llaman a nuestras parroquias para pedir sacramentos inconscientemente y sin ningún conocimiento de lo que hacen. Cuántos novios piden una boda cristiana sin una real implicación en lo que hacen. ¿Qué hacer? ¿Ser intransigentes y selectivos? ¿Hacer la vista gorda y levantar la vara de medir?
Ciertamente, es importante ser serios. Pero es mucho más importante ser pacientes, como nuestro Dios. Al amo que, justamente, quiere arrancar la higuera, el campesino le propone esperar;  él se preocupará de escardar y de abonar el árbol. Si no diera frutos, lo cortarían.
Dios tiene paciencia con nosotros: escarda a nuestro alrededor mediante las pruebas de la vida y nos abona para que demos fruto. No siempre las dificultades y el dolor son sólo y únicamente negativos.
Todos nosotros, nuestra iglesia, estamos llamados a ser pacientes, a cuidar de quien llama a nuestra puerta, y no hacernos jueces crueles y severos.
La vida es una oportunidad, que no debemos perder, para descubrir quién es Dios y quiénes somos nosotros, y el desierto cuaresmal es el lugar en que podemos ejercer nuestra libertad y “elegir lo que más conduce al fin para el que hemos sido creados”. No existe una vida más o menos simple; cada vida es un breve soplo que estamos llamados a vivir con intensidad y alegría. Jesús nos desvela el rostro de un Dios paciente, que insiste en que la higuera produzca frutos. La conversión, el cambio de actitud y de mentalidad, el reorientar nuestra vida es el fruto que se nos pide.

Detengámonos en los acontecimientos tristes de la vida sin inculpar Dios, meneando la cabeza y tirando adelante porque no queda más remedio, sino mirándolos de frente como una advertencia que la vida misma nos dirige para que juguemos bien nuestra partida. Dios, por su parte, conoce e interviene, pero sobre todo respeta, tratándonos como adultos, aunque nuestras propias elecciones sean catastróficas y nos esclavicen. Es el precio de la libertad.

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